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La Gran Meretrix (8)

novela galante

biografía psicalíptica

«Venid y os mostraré la condenación de la Gran Meretrix que fornicó con los reyes de la tierra, y los que habitan en la tierra se embriagaron con el vino de su prostitución.

»Ahí estaba la mujer sentada sobre una bestia escarlata cubierta de nombres blasfemos y que tenía siete cabezas y diez cuernos. Llevaba un vestido púrpura con ribetes rojos, y adornaba su cuerpo con aretes y pulseras de oro y anillos de piedras preciosas y collares de perlas. En su mano tenía un vaso largo con un líquido oscuro, una rodaja de limón, abominaciones y las impurezas de su inmoralidad. En su frente se podía leer un misterio: “Barcelona la grande, madre de las meretrices y las abominaciones de la tierra”. Era evidente que la mujer estaba embriagada con la sangre de los santos y con la sangre de los mártires de Jesús.

»El Sochantre vestía de pecador, sin distintivo alguno que delatara su dignidad. Se encontraron en un bar anónimo y, mientras consumían las bebidas de la espera, hablaron muy distantes, como si la razón de su encuentro únicamente estuviera relacionada con el placer intelectual.

»—¿Y qué opina usted de los judíos? ¿Cree que son tan peligrosos como dicen?

»Él frunció el ceño, tal vez molesto por la pregunta, pero no eludió la respuesta.

»—Ya hace tiempo que la iglesia católica se ha definido al respecto. Ha condenado explícitamente obras como Mein Kampf, de Hitler, y el racismo. Los judíos no son malos por un problema genético de su raza. Si un judío se convierte al catolicismo, seguro que deja de ser un peligro para la sociedad.

»—Pero, mientras no se convierta, ¿cree que es lícito mantener relaciones con él? Quiero decir, hacer negocios, compraventa de cosas, o ayudarle a eludir peligros…

»El Sochantre levantó la vista y le pareció ver fugazmente, en el hermoso rostro de la mujer embriagada, la llaga punzante y depravada que es la marca de la Bestia.

»—¿Me está usted haciendo una entrevista para algún semanario? —le replicó—. ¿Podríamos ir a un lugar más reservado, para continuar charlando?

»La Gran Meretrix lo desafiaba, burlona, con un brillo de cristal en los ojos que la elevaba por encima de los simples mortales.

»—Claro.

»El bar era tan anónimo que, cuando lo dejaron atrás, se esfumó como si no hubiera existido jamás. Invisibles, llegaron al portal de la avenida Mistral, y resultó que la Gran Meretrix llevaba en su bolso la llave gigantesca, parecida a un arma ofensiva, para no tener que molestar al sereno. Subieron las escaleras silenciosos como si flotaran y atravesaron la puerta como fantasmas.

»Entraron en una habitación pintada de rojo y negro, con adornos decó. La figura de un arlequín de marfil y ébano, la de una mujer paseando galgos, la de la tenista de falda muy corta, cuadros abstractos en la pared, cubistas o algo por el estilo. Y la cama, enorme, de aspecto excesivamente mullido. De pronto, la Gran Meretrix se movía con una desenvoltura que llenaba la estancia hasta desbordarla, “¿qué quieres tomar?”, aquí dentro el tuteo, descarada como una cupletista en el escenario. Su desparpajo expansivo empujaba al Sochantre contra la pared.

»—¿Qué quiere que hagamos?

»—El amor —respondió él cabizbajo, sin mirarla—. Quiero que hagamos el amor sin pecado. Pero parece que eso es una utopía. ¿Cómo es posible que vayan siempre juntos amor y pecado?

»—Lo bueno del pecado, padre, es que se limpia en seguida con la confesión. Sólo hay que procurar no morirse en el trayecto entre la cama y el confesionario.

»—No me llames padre. Es improcedente.

»—¿Y cómo quieres que te llame?

»—Amor. Quiero ser Amor. Quiero ser todo Amor. Y si, para ser Amor, hay que pecar, sólo se me ocurre una forma de abordar este pecado inevitable.

»Se quitó el Sochantre la chaqueta, la corbata, la camisa y la camiseta, se postró de rodillas y tendió a la mujer una fusta de hípica.

»—Antepongamos la penitencia a la ofensa, humillemos el cuerpo terrenal, adormezcamos el alma para que se asome a la concupiscencia sin vértigo.

»La Gran Meretrix fue como Judith antes de matar a Holofernes, gritando: “¿Quién soy yo para contradecir a mi señor? Haré gustosamente todo lo que le agrade, y eso será para mí un motivo de alegría hasta el día de mi muerte”, y golpeó sin piedad la espalda inmaculada, ZAS:

»—¡Ésta por el Amor!

»Suspiró el sacerdote conteniendo el gemido, y añadió entre dientes:

»—Puedes irte desnudando para ganar tiempo. Mi cuerpo en seguida estará a punto.

»Se desnudó la Gran Meretrix, de forma que él pudiera ver su cuerpo y aumentara el deseo. Y, como Jezabel que sirvió a Baal y lo adoró, y destruía a los profetas de Jehovah, le golpeó otra vez, ZAS, aullando con furia diabólica:

»—¡Y ésta por la Virtud!

»Y necesitó él bajarse los pantalones y el calzoncillo para liberar su entusiasmo perentorio. Y lo castigó la Gran Meretrix por tan gran atrevimiento, como Judith que gritara “¡Abate su soberbia por la mano de una mujer! ¡Que mi palabra seductora se convierta en herida mortal!”, ZAS:

»—¡Y ésta por los judíos!

»Y él se tocó, y se justificó gritando que Sansón fue bendecido por el Espíritu de Jehovah y, cuando fue a Gaza, se unió a una mujer prostituta, y en la Biblia nadie se lo reprocha, y la Gran Meretrix, feroz, “¡Fortaléceme en esta hora, Dios de Israel!”, continuó infligiéndole la penitencia y arrancó sangre de su espalda, ZAS:

»—¡Y ésta por salvar a los judíos de los nazis!

»Y él interrumpió su masturbación, paralizado como una estatua de piedra. Y ella, cruel juguetona, “¡Adivina quién te dio!”, repitió el salvaje tormento, ZAS:

»—¡A cambio de dinero!

»Y el mártir abrió los ojos y prestó atención, ZAS:

»—¡Y ésta por los regalitos que nos traen los judíos!

»Y él pegó un respingo que parecía una concesión al dolor y se revolvió enardecido hacia ella.

»—¿Qué estás diciendo? ¿Qué sabes tú de eso? —le arrebató la fusta y la golpeó en la cara—. ¡Es mentira! ¿Quién te lo ha dicho? —y la golpeó en su desnudez, y la Gran Meretrix flotaba en su nube de cocaína, el dolor la hacía reír, la muerte le parecía un tiovivo—. ¿A quién se lo has dicho? ¡Difamaciones, puta depravada y embustera! —la golpeaba y la golpeaba, cada vez más excitado, olvidado de su penitencia y entregado a la santa ira de Dios—, “¡Maldita seas, como la higuera, nunca jamás coma nadie de tu fruto!, ¡tú has hecho de mi templo una cueva de ladrones, hija del diablo, Herodías, Jezabel, me has engañado, me has poseído, Gran Meretrix, Dalila, Judith, perdónala, Señor!” —y exigía con voz de eunuco—: ¿Quién te lo dijo? —y ella, acorazada por la cocaína e inmune al dolor, «un pajarito»—. ¿Quién te envía? —y ella, sangrando, «un policía que te matará»—. ¿Quién?

»—¡Un policía de la Social!

»El Sochantre, en su divina locura, terminó desahogándose en ella, fuera de sí, y, a continuación, quedó congelado en un rincón de la pieza, pálido de terror, las vergüenzas expuestas al mundo, temblando al verse en peligro de desprestigio, de befa y mofa en ridículo mortis, profundo tormento y desesperación.

»Y aborreció a la Gran Meretrix y la dejó desolada y desnuda».