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Incluso antes de ir al Hospital de San Pablo para ver a su madre enferma, incluso antes de ponerse en contacto con Miguel o Teresa, mi padre fue a visitar a los señores Ansó y les expuso sus pretensiones con la fórmula ritual: «Tengo el honor de pedirles la mano de su hija».

Se la concedieron de inmediato, de todo corazón. Veían en mi padre la solución de la atormentada vida sentimental de Montse. Le preguntaron a ella: «¿A ti qué te parece?», y ella contestó: «Yo ya le he dado el sí». Y no había nada más que hablar. Descorcharon una botella de vino y mi padre contó chistes.

Hortensia sufría un cáncer de ésos que se van comiendo con voracidad a la víctima por dentro, que vampiriza y va erosionando la vida hasta quitar el color y la carne, dejando sólo piel fláccida, huesos puntiagudos y unos ojos redondos como horribles canicas. Mi padre hubiera preferido que la última visión de su madre hubiera sido aquella mujer tan digna, serena y hermosa que lo recibió tres veces en su casa y una en la Bombonera. «Llévame a tu casa. Yo no puedo vivir más aquí». «Me fui al frente. Me llevaron a la batalla del Ebro. Por eso, no pude llevarla a usted a mi casa, como me pidió. Lo siento. Sé que lo estaba pasando usted mal en la Bombonera, pero no pude…».

Con ella estaba el venerable Villarroya, muy erguido, altivo, orgulloso de ser el superviviente. Y más gente que mi padre no conocía.

Lo dejaron solo con Hortensia. Murmullos de fondo: «¿Y éste quién es?». «Un pariente lejano». Las murmuraciones, para más tarde, cuando no los oyera Villarroya.

Ella le agarró de la mano y exhaló la palabra «hijo». Sólo eso. Y lo miraba como si quisiera captar fielmente sus rasgos para llevarse su recuerdo a la tumba.

Lo siguiente fue telefonear a Atenas y hablar con Ignacio Fuster y con Lalo Valente.

—No me esperéis en un tiempo. Me voy a casar.

—¡No jodas! ¿Contra quién?

—Contra Montse.

—¡Pero Fernando! ¡Los donjuanes no se casan! Cuando un donjuán se casa, pierde su identidad, deja de ser quien es. ¡Deja de ser!

Pero los dos le felicitaron y se alegraron por él.

—Siempre te esperaremos —le dijo Lalo—. Siempre tendrás un lugar en nuestra orquesta. ¿Necesitas dinero?

No. Aún le quedaba dinero suficiente para la boda, para el piso, para la luna de miel.

Hortensia murió en seguida. No fue una sorpresa. «Se acabó». Todos lo esperaban, casi con impaciencia. El entierro, en el cementerio de Montjuïc, en un panteón tan grande como una iglesia, con unas letras doradas y enormes que proclamaban que aquélla era la última residencia de la familia Villarroya.

Mi padre hizo acto de presencia. Sólo eso. Se indignó con el cura que se atrevió a decir que, después de la muerte, la vida es mejor. Él, y Montse, y los padres de Montse. Y allí fue donde pudo abrazar a Miguel Jinete y a Teresa por primera vez desde que había llegado.

—Lo sabía —le dijo Miguel en presencia de Montse—. En cuanto vi a esta preciosidad, me dije «ésta será la esposa de Fueyito». Felicidades, amigo. Vamos a tener que celebrarlo. ¿Qué os parece? Permitidme que os invite a un restaurante donde se come de maravilla. ¿Conocéis Can Lluís, de la calle de la Cera?

Teresa le acompañó muy sinceramente en el sentimiento.

—¿Qué sabes de Víctor?

—Se rumorea que va a salir pronto. Los aliados van a ganar la guerra y Franco va a tener que cambiar su política o todo el mundo se le echará encima. Cada vez está concediendo más amnistías.

El grupo que acompañaba a mi padre se mantuvo anónimo al fondo de la multitud y fueron de los primeros en abandonar la ceremonia. No le dieron el pésame al señor Villarroya.

Quizá fue ése el primer día en que mi padre se extrañó de que Miguel Jinete no acudiera acompañado por su esposa. Se preguntó si estaba casado, pero no se lo preguntó a él. Imaginó que la señora de Jinete, si es que había existido alguna vez, debía de estar hasta la coronilla de él.

Mi padre fue a la cárcel para darle a Víctor la noticia de la boda.

—Felicidades, Fueye. No traigas a Montserrat aquí. Ya la conoceré cuando salga, que no debe de quedarme tanto tiempo. No quiero verla en este ambiente ni quiero que ella me vea como estoy.

La verdad es que se le veía muy bien. Tenía los cabellos más blancos que la otra vez, pero conservaba la sonrisa del irreductible.

Este piso, donde aún vivía mi padre solo, se llenó de pintores y empapeladores, que habían de devolverle su aspecto familiar. Un día, poco antes de Navidad, mientras estaba supervisando la buena marcha de los trabajos, sonó el teléfono y una voz grave, hablando un castellano muy peculiar, dijo:

—Amigo Fernando. Soy Elías. Ya puede usted entregar el paquete.

—¿Sí? —soltó mi padre, pillado por sorpresa.

—Vaya a la catedral.

—¿A la catedral?

—A las seis de la tarde. En el primer confesionario que encuentre a la derecha, habrá un sacerdote que se llama don Luis. Váyase a confesar con él y dele el paquete con discreción.

—De acuerdo.

—Y muchísimas gracias por el favor. Le estaré eternamente en deuda.

Mi padre salió de casa y tomó el tranvía con la sensación de estar perpetrando algo muy prohibido, muy importante y muy peligroso. El libro pesaba toneladas. Se apeó en la plaza de Cataluña y bajó por Puerta del Ángel hasta la catedral. Entró en ella y localizó el primer confesionario de la derecha. Había en él un sacerdote de mediana edad, muy calvo y muy presumido. De esos calvos que se dejan crecer el pelo de un lado para peinárselo sobre el cráneo, pegoteándolo con mucha brillantina.

Mi padre contaba con que estuviera ocupado. Quería esperar un poco para tomar fuerzas e impulso, pero nadie le impedía que se acercara ya y no tuvo más remedio que arrodillarse ante el cura de inmediato, sin más preámbulos.

—¿Padre Luis?

—Ave María Purísima.

—¿Es usted el padre Luis?

—Sí, hijo mío. ¿Cuánto hace que no te has confesado?

Mi padre no tenía ninguna intención de hacerse perdonar los pecados. En el campo de concentración, los curas que bendecían fusilamientos le habían quitado las ganas de relacionarse con la Iglesia para siempre jamás. Había ido allí a entregar un paquete y largarse cuanto antes. De manera que puso el libro en manos del sacerdote.

—Es de parte de Elías Paes de León.

El religioso agarró el libro con una mano mientras aferraba con la otra el hombro de mi padre, con firmeza policial, y repetía con severidad:

—¿Cuánto hace que no te has confesado?

No hay que olvidar que la guerra que Franco declaró a media España fue una Cruzada, y que las monedas recordaban al ciudadano que Franco era Caudillo por la gracia de Dios, y que entraba en las catedrales bajo palio, como si fuera la hostia. En aquella época, un cura no era una persona con unas creencias, sino con un poder. Como un militar, o un policía, o un banquero. O más. Así que mi padre rindió la cabeza y mintió:

—Hace una semana, padre.

—Dime. ¿Cuáles son tus pecados?

Mi padre cerró los ojos. Se le ocurrió que luego sería divertido contárselo a sus amigos.

—El sexto mandamiento, padre.

—¿De qué manera?

—Bueno. Fornico. Fornico con mucha frecuencia. Con mi novia. Pero también con prostitutas. Soy insaciable.

—¿Cuántas veces?

—Dos, tres, cuatro. Cada vez.

—¿Cada vez?

—Sí, cada vez que lo hago. Dos, tres, cuatro veces.

—¿Dos, tres, cuatro veces… en cada sesión?

—Es agotador.

—¿Y cada cuándo es cada sesión?

—Cada día.

—¿Cada día?

—Si es posible, sí, padre. Y, además, me gusta mucho que mi novia me la chupe.

—¿Ah, sí?

—Sí, padre. Me gusta mucho.

—Ya —a mi padre le pareció que el confesor se ponía cómodo—. ¿Y cómo lo hace? —mi padre tardaba en responder—. Quiero decir: ¿la lame con la lengua o usa los labios, chupa sólo la puntita o se la mete entera…? —mi padre se había quedado sin palabras. Retrocedió para escudriñar en los ojos del sacerdote y comprobar si estaba hablando en serio o le estaba tomando el pelo. Vio cómo parpadeaba y, sin inmutarse, le aclaraba la situación—: Necesito saberlo para conocer exactamente la naturaleza del pecado.

—Claro, claro —le concedió mi padre—. Bueno, hace de todo un poco. Yo le voy indicando para obtener el máximo placer posible.

—O sea que la induces. Eres consciente de que estamos hablando de pecado mortal.

—Sí, padre. Y pido perdón.

—Y, dime… ¿cómo es de intensa tu necesidad? Lo pregunto para saber si podrías resistirte a esta pulsión, porque cuanto más poderosa sea esa fuerza, más relativo será el pecado. Por ejemplo: ¿cuándo notas la erección y la tentación lúbrica? ¿Al verla desnuda, por ejemplo, o cuando ya habéis iniciado el, digamos, escarceo erótico?

—A mí se me empina en cuanto la veo vestida, padre. Es muy hermosa. Tiene unos pechos, y unas piernas, y unos labios… Y en seguida me imagino lo que vamos a hacer.

—¿Ah, sí? Ya. Al verla vestida, ¿eh? —el capellán se rascaba la sien, reflexionaba cabizbajo, digería sesudamente las palabras del pecador—. ¿Y no se ha dado nunca el caso de que, incluso viéndola desnuda y dispuesta, no experimentaras la erección?

—Sólo cuando voy muy borracho, padre.

—Ah. ¿Y entonces qué haces?

—Me la meneo, padre. Me toco. Hasta que se me empina.

—Ah, te masturbas. ¿Delante de ella? ¿No te da vergüenza que ella te vea hacerlo?

—No, padre. A veces me lo hace ella misma. Por la cuenta que le trae.

—Claro, claro.

Me decía mi padre:

—La de veces que conté aquella anécdota en diferentes ambientes. Cómo nos reíamos. A Fuster y Lothar en Atenas, y luego en Berlín, durante mis viajes, y luego aquí, en Barcelona. Bueno, pregúntale a Víctor lo que nos llegamos a reír cuando… —se interrumpió mi padre de golpe—. Las pocas veces que nos vimos cuando salió de la cárcel. Porque nos vimos muy pocas veces —se quedaba pensativo, como si, de repente, no recordara haber visto a Víctor ninguna vez después de su salida de la cárcel.

Recuperaba la risa. Dos noches antes de morir.

Risas.

Y yo me recriminaba por las pocas ocasiones que había tenido, antes de aquélla, de reír a gusto en compañía de mi padre.

Fueron a cenar mis padres con Miguel a Can Lluís. Aquella vez el policía se presentó acompañado por Teresa, lo que dio lugar a una conversación más relajada y agradable que la otra vez, cuando estuvo con Carmen en Can Culleretes.

—«Doctor, doctor: ¡que me quemé!». Y dice el médico: «¿Qué te que te?».

Miguel Jinete nunca entendía los chistes. Y, al final de la comida, tuvo que introducir una sombra siniestra en el encuentro. No podía evitarlo. Vivía envuelto en una tiniebla invisible que enturbiaba cada una de sus palabras y actos. Su sonrisa, el brillo de sus ojos, su desenvoltura, los gestos de sus manos, su elegancia, todo parecía manchado y pringoso.

—Ahora ya lo han arreglado —dijo de pronto, refiriéndose al restaurante—, pero hasta hace poco esto estaba hecho una mierda. Menuda la que ocurrió aquí hará unos tres meses. La reoca.

»Habían atracado una empresa de la ronda de San Pedro. Se habían llevado doscientas mil pesetas. Tres tipos con pistolas. Y una mujer. Los de la Criminal nos trajeron los papeles de las investigaciones dando por supuesto que eran anarquistas y, por tanto, nosotros, los de la Social, tendríamos referencia de ellos. Tenían razón. En seguida identificamos a uno de los tíos, un tal Paco Utrera, de una célula anarquista de este barrio de San Antonio.

»Pero lo bueno es que me enseñan la foto de la mujer de este Paco Utrera y, me cago en diez, la reconozco. Era Elisa, ¿te acuerdas de Elisa? La que fue esposa de Fábregas en el grupo “Progreso Hoy”, Fábregas, aquel paleta que había prosperado y montó una empresa de albañilería, que tenía la obsesión de comprarse coches franceses. Reconsagrada Elisa. La última vez que la vi fue durante los hechos de mayo, cagándose de risa mientras disparaba una ametralladora Hotchkiss en el Paralelo. Y entretanto su marido, el Fábregas, le estaba poniendo los cuernos con Esperanza, la esposa de Súñer, aquélla de los ojazos. Bueno, la reoca.

»Averiguamos que este Paco Utrera y Elisa venían por este restaurante. Pusimos ojeadores y una noche, veinte días después del atraco, nos llama el confidente. Que están aquí.

»Montamos el operativo, nos venimos a este restaurante con veinte hombres, tres coches y una furgoneta, todos con los naranjeros, porque era gente peligrosa. Paco Utrera y una niña estaban comiendo en esa mesa del rincón, iluminados con lámparas de carburo porque era noche de restricciones. Y, cuando entro, veo que Elisa está ahí, junto al perchero, con una mano en el bolsillo del abrigo. Se ve que nos habían olido. Irrumpimos allí. “¡Manos arriba! ¡Todos quietos!”, y nuestra querida Elisa saca del bolsillo del abrigo una bomba de mano y la tira aquí, ¿ves?, en el mismo centro del comedor, que aún queda la señal, ¿la veis? Una explosión del carajo. Yo estaba justo en la puerta, di un paso atrás hacia la calle y sólo vi el relámpago, la humareda, bueno, la rotura de cristales, los gritos. Murió uno de mis hombres, el dueño del restaurante y su hijo, y la pobre Elisa, naturalmente, que quedó ahí destrozada.

Mi padre recordaba perfectamente a Elisa, y experimentó un vahído de desconsuelo. Miguel Jinete, en cambio, continuaba sonriendo, como si nada. Como si acabara de contar uno de los chistes que le gustaban a mi padre.

—«Buenas, soy paraguayo y venía para pedir la mano de su hija». Y dice el padre: «¿Para qué?». Y dice el otro: «Paraguayo».

Risas.

Celebraron la boda en la parroquia de Santa María de Sants, cercana a la casa de los Ansó, y el banquete fue en un restaurante llamado Casa Isidro. Además de la familia Ansó al completo, con tíos, primos, cuñados y cuñadas, asistieron unos cuantos amigos de mi padre, casi todos músicos, Teresa, que les regaló una mantelería bordada por ella misma, y Miguel, que les trajo un centro de mesa de cristal tallado con base de plata.

Tampoco en aquella ocasión conocieron a la señora de Jinete. Mi padre volvió a pensar en ello pero de nuevo se abstuvo de preguntar nada.

Brindaron por Víctor.

El viaje de bodas consistió en una semana en un balneario de Caldes de Montbui. Eran tiempos felices.

—Parecían tiempos felices —puntualizó mi madre, desanimada.