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El 28 de noviembre, Ignacio Fuster acompañó a mi padre en un imponente coche del consulado hasta el puerto de Patras, donde estaba fondeado el barco Ambriz, portugués con pabellón de la Cruz Roja Internacional, y, en él, inició una travesía que debía hacer escalas en los puertos de Siracusa, en Sicilia, Civitavecchia, Génova, Marsella y Barcelona antes de proseguir viaje hasta Lisboa, «si no había nueva orden».

Desde que los aliados habían ganado la guerra del Norte de África y habían liberado Sicilia e iban ascendiendo por la bota italiana, y los alemanes se habían visto expulsados de Córcega y habían lanzado la ofensiva para recuperar las islas del Egeo, ya no había crucero de pasajeros que se aventurase a surcar el Mediterráneo. Todo lo que se veía en el Mare Nostrum eran barcos de guerra o esos navíos de la Cruz Roja que velaban por los prisioneros de guerra de ambos bandos distribuidos en diferentes campamentos, llevándoles suministros de socorro y correspondencia.

El cónsul había conseguido que admitieran a mi padre en el Ambriz «por causa de fuerza mayor», como era el inminente fallecimiento de su madre.

Con todo, no había sido fácil subir a bordo. Corría la voz de que los barcos de la Cruz Roja eran utilizados por espías, tanto aliados como nazis, como punto de reunión o para ir de un lado a otro, y eso hacía que los oficiales de las SS los mirasen como enemigos y registraran a todos los que subían o bajaban de ellos como si tuvieran la seguridad de que llevaban microfilms ocultos en las costuras de los calzoncillos. Por si fuera poco, hacía dos meses que España había decidido dejar de ser «país no beligerante» para volverse neutral, y eso tampoco había gustado nada a los alemanes. «Ese Schwuler Feigling de Franco nos va a pegar una puñalada por la espalda en cuanto nos descuidemos», había comentado Lothar Böhm al leer la noticia, en una terraza de la plaza Syntagma. Eso también hacía que las SS nos mirasen como traidores derrotistas.

Naturalmente, el Obersturmführer que hurgó en el equipaje de mi padre le obligó a desenvolver el paquete de la hagadá y a abrir la caja de cartón que lo contenía y levantar los papeles que lo protegían, y reconoció a primera vista los caracteres hebreos.

—¿Y esto?

—Una antigüedad —dijo mi padre en su pobre alemán sin variar la expresión, como quien ilustra educadamente a un ignorante—. Comprado a un judío en el barrio de Plaka de Atenas. Venden barato todo —añadió con guiño de ya nos entendemos—. Sie verkaufen alles günstig. Todo venden barato.

El oficial sonrió con desdén, hizo una mueca cargada de envidia y le devolvió el libro diciendo Scheiße.

En el recorrido de Patras a Siracusa y de Siracusa a Civitavecchia a través del estrecho de Mesina, mi padre se dedicó a observar a marineros y pasajeros planteándose si sería capaz de distinguir a un espía y sus tejemanejes secretos. No lo fue. Habló con un médico portugués, con un ingeniero danés, con un arqueólogo egipcio y un geólogo suizo y concluyó que tanto podían ser espías como no serlo. Es lo que suele suceder con esta clase de profesionales.

En Siracusa, fue un alivio y una satisfacción ver los vehículos, uniformes y banderas norteamericanas en el puerto. No les permitieron descender ni embarcó ningún pasajero nuevo pero bastaba con ver a las tropas de la democracia para que la esperanza le llenara a uno el pecho. Era la representación de la inminente derrota del fascismo en el mundo. Una gran noticia.

El 30 de noviembre es un día memorable en mi familia. En casa siempre se ha celebrado como fiesta muy especial. Mi padre traía un regalo para mí y otro para mi madre, y un pastel, y descorchábamos champán, y la abrazaba y la besaba con delicadeza. Como si cumpliera con una liturgia muy íntima. Porque yo nací un 30 de noviembre, sí, pero también fue un 30 de noviembre, de 1943, cuando mi padre, que estaba acodado en la borda fumando un cigarrillo y observando el ajetreo del puerto de Civitavecchia, vio que una mujer hermosa subía la escalerilla del barco, y esa mujer hermosa era mi madre. Montserrat Ansó en persona.

Una de esas casualidades increíbles, un prodigio del que no queda más remedio que sacar significados definitivos.

Naturalmente, mi padre tenía pensado ponerse en contacto con los señores Ansó en cuanto llegase a Barcelona, y preguntarles por Montse y, sin duda, habría terminado por encontrarla y probablemente el resultado hubiera sido el mismo: yo. Pero, en ese caso, los acontecimientos se habrían desarrollado con lentitud y sosiego, paso a paso, manitas, el primer beso, las ansias reprimidas, el sí pero no, el no pero sí, el que sea lo que Dios quiera de los inicios como es debido.

—Pero aquello, sin duda, precipitó las cosas —me dijo mi madre, sin ocultar su regocijo, aquel día que planchaba.

Y afirmó mi padre, dos noches antes de morir, cuando le pregunté: «¿Crees que aquel encuentro fortuito precipitó las cosas?».

—Claro que precipitó las cosas. Fue una explosión de sentimientos y sensaciones en todo mi cuerpo. Hacía casi un año que pensaba constantemente en tu madre de manera obsesiva. Estuvo presente en todas las habitaciones que compartí con diferentes señoritas y me amargaba los polvos porque sabía que ella sería infinitamente distinta e infinitamente mejor. Me quitaba el sueño de noche y la concentración de día. Había soportado las bromas de Ignacio Fuster cada vez que me sorprendía ensimismado: «¡Quítate a Montse de la cabeza, papanatas, que te tiene sorbido el seso!». Y, de repente, por arte de magia, estaba allí, con un abrigo azul y un fulard negro de topos y aquel sombrerito de medio lado, tan gracioso.

Rompió a llorar en cuanto vio a mi padre, antes de que le diera tiempo de echar a correr y pegarse a él en un abrazo suplicante.

—Yo estaba destrozada —me contó mi madre—. Había sido un año muy tormentoso. Daniel Martos-Trujillo había ido a buscarme a Barcelona, y me juró amor eterno por enésima vez, y añadió que abandonaría a su esposa e hijos por mí, y me aseguró que no podía vivir sin mí, y yo, imbécil, me dejé convencer, porque era demasiado lo que había vivido con él y aprendido con él. Sobre todo, había aprendido a dar votos de confianza a ciegas, a creerme las mentiras con docilidad, a dejarme enternecer por una mirada azul o el calor de un aliento en la oreja, y a olvidar mis propias experiencias y a silenciar los recuerdos. Había sido un año en que pareció que Daniel había roto realmente con su familia, y pareció que se había venido a vivir a Barcelona, y pareció que luego me llevaba a vivir con él a Roma, y pareció que por las noches se emborrachaba pero no iba con otras mujeres, y pareció que se iba con otras mujeres pero no las amaba, «sólo era contacto físico», y pareció que sus viajes a Madrid sólo eran de trabajo, y pareció que si se encontraba con su esposa era únicamente para ver a sus hijos, y pareció que si se acostaba con su mujer era sólo por inercia, no por amor, «sólo era contacto físico», y pareció que sus largas y largas y largas y continuas ausencias estaban justificadas por su trascendental participación en la política internacional. Pareció.

Mi padre la miró a los ojos y le dijo:

—Quiero enseñarte una cosa que te va a gustar. La tengo abajo, en mi camarote.

La tomó de la mano y la arrastró a su camarote. Exclamaba mi madre sin poder contener la hilaridad:

—¡Y era verdad! ¡Tenía una cosa que mostrarme!

Un hermoso libro medieval, auténtico, una joya escrita en caracteres hebreos y con ilustraciones maravillosas a todo color.

—He pensado que tú que pintas tenías que disfrutarlo.

Se sentaron los dos en la cama, uno junto al otro, y hojearon el libro comentando cada dibujo, cada detalle. Aquel guerrero a punto de disparar una flecha contra una lechuza, la pelea de gallos, el campesino que cargaba con un cordero y esgrimía un cuchillo en la mano izquierda. «Seguro que todo esto es simbólico, seguro que tiene significados que no podemos ni sospechar».

—Yo —recordaba mi madre— le miraba de reojo y me dejaba contagiar por su entusiasmo infantil, por su curiosidad inagotable y por sus ganas de complacerme. Y me preguntaba: «¿Será posible que realmente sólo me haya invitado a su camerino para enseñarme este libro?».

Exclamaba mi padre, dos noches antes de morir:

—Yo iba con otras intenciones, naturalmente. Desde que se me apareció en la escalerilla del barco se encendió en mí el deseo. «No puedes permitir que se te escape otra vez». Al verla en el puerto de Civitavecchia lo entendí todo. Supe que había vuelto con Daniel a la casilla de salida, y me dije: «Ahora me toca a mí; si dejo pasar la ocasión, no se me volverá a presentar jamás». Iba con otras intenciones, claro que sí. Pero no sabía por dónde empezar. Yo, el donjuán de Atenas, el calavera de la Acrópolis, no sabía cómo empezar. Tu madre era mucha mujer. Siempre ha sido mucha mujer. Y, bueno, el caso es que pasó. Probé, cedió y pasó.

Mi madre había utilizado la misma expresión:

—Pasó. Sí que pasó, sí. Pasó. Lo que tenía que pasar pasó. Y parecía que mi vida por fin iba a encarrilarse por el mejor de los caminos. Parecía —repetía mi madre con un suspiro—. Parecía.