Mi padre pasó la Navidad de 1942 con la familia de Montse, los Ansó, y después volvió a Grecia, porque la orquesta de Lalo Valente debía protagonizar el réveillon de Fin de Año en un cabaret de Salónica llamado Le Renard Bleu.
Durante un tiempo, se escribió con mi madre. Hasta que, en el mes de febrero del 43, en respuesta a una de sus cartas, recibió la de mi abuelo, el señor Felip Ansó, donde le comunicaba que Montse había viajado otra vez a Roma. No tenía su dirección ni sabía nada de ella. Sólo podía decir que la otra vez que Montse estuvo en Roma se había alojado en el Albergo del Sole al Pantheon. Mi padre escribió, e incluso telefoneó, a ese hotel romano, pero no logró localizar a mi madre.
En el mes de marzo, cuando terminó de actuar en Salónica, la orquesta de tangos de Lalo Valente, con la pareja Lucía y Camilo, se trasladó a un hotel de la ciudad costera de Patras para amenizar cada noche el fin de fiesta y baile y, mientras en Europa los alemanes se daban por vencidos en Stalingrado y proclamaban que la «guerra total es la guerra más corta», y ya se luchaba en Asia, África, América y Oceanía, mi padre iba enfermando de añoranza. De mujer en mujer y de cama en cama, se iba convenciendo de que aquélla no era la vida que deseaba, abrumado cada vez más por la necesidad de volver a encontrarse con Montse Ansó. «¿Qué será de ella? ¿Ha vuelto con ese comandante franquista? ¿Dónde está ahora? ¿Se acordará de mí?».
En verano, estrenaron un nuevo espectáculo en el Grande Bretagne, esta vez con dos parejas de baile, y mi padre recuperó con grandes muestras de alborozo la compañía de Ignacio Fuster, del major Lothar Böhm e incluso la del malcarado Rolf Mettert.
—Mis amigos los militares nazis —ironizaba mi padre— no estaban muy contentos con las noticias que les llegaban de los distintos frentes. Los habían echado de África, los estaban echando de Rusia y los aviones aliados estaban machacando las ciudades alemanas con furia diabólica, Düsseldorf, Rotterdam, Hamburgo, y les habían destrozado las presas hidroeléctricas de la cuenca del Ruhr… En cambio, Fuster apenas disimulaba su placer morboso cuando comentaba, con su risa rota y su estrabismo equívoco, que al parecer a Hitler no le iban las cosas como había planeado. Ellos ponían cara de póquer y desmentían lo que calificaban de rumores derrotistas, pero era evidente que habían perdido gran parte de la euforia que antes los caracterizaba.
Pasó el verano, y los aliados avanzaban por Italia, liberaban Sicilia, entraban en Roma, y Mussolini era derrocado y encarcelado y los rusos recuperaban terreno a sangre y fuego, y llegó el otoño y a primera hora de una mañana de finales de noviembre de 1943, Ignacio Fuster despertó a mi padre con una llamada telefónica.
Aquel día, según mi padre, no tenía señorita a su lado pero sí una resaca despiadada aplastándole la cabeza.
—Diga.
—¿Fernando?
—¿Sí?
—Soy Nacho Fuster.
—Ah.
—¿Tú conoces a un tal Miguel Jinete de Barcelona?
Alerta:
—Sí.
—Te está buscando. Sabía que parabas por Atenas, pero no exactamente dónde, y ha llamado al consulado y ha hablado conmigo. Hay malas noticias, Fernando.
Una frase de ésas que te despiertan de golpe. Mi padre se frotó los ojos.
—¿Qué pasa?
—Me ha dicho que tu madre, doña Hortensia Carballido, está muy mal. La han ingresado en un hospital. Y quiere verte.
El choque emocional no vino tanto del anuncio de enfermedad grave como del hecho de que Hortensia quisiera verle antes de morir. Le dijo a Fuster que le preparase un visado para viajar a España cuanto antes y que iría a verle al consulado a lo largo de la mañana. Fuster respondió:
—No. Veámonos mejor en la taberna Potiraky de la plaza Omonoia. Allí tomamos un aperitivo y hablamos —lo dijo de tal manera que mi padre supo en seguida que le esperaba una sorpresa.
Era un desapacible día de invierno, con viento y lluvia. Los cristales de la taberna estaban empañados y no permitían ver el exterior. Aunque en el centro del establecimiento había una estufa de leña, Ignacio Fuster conservaba puesto su abrigo y también el hombre que estaba con él, al otro lado de la mesa. Un hombre de cabellos muy negros y barba densa y bien recortada.
Se levantaron los dos a la llegada de mi padre.
—Quiero presentarte al señor Elías Paes de León, un amigo español que vive en Grecia desde hace muchos años y tiene mucho interés en hablar contigo.
Se sentaron, mi padre junto a Fuster para quedar frente al tal Elías, pidieron unos vasos de ouzo y quedó claro que esperaron a que el camarero se fuera y no pudiera oírlos antes de continuar la conversación.
—Fernando… Lamento el estado de salud de tu madre. Suerte que este Miguel llamó y, casualmente, fui yo quien contestó al teléfono.
—¿Y te dijo qué es lo que tiene?
—No me dijo nada más. Yo ya te he conseguido el visado. Viajarás en un barco de la Cruz Roja Internacional que viene de Sicilia, hace escala en el puerto de Civitavecchia y va hasta Barcelona pasando por Marsella. Con los combates navales que hay en el Mediterráneo ya casi no circula ninguna línea regular.
—Sí, gracias.
—Por eso quería presentarte a mi amigo Elías. Él… —dudó, paseaba la vista del rostro de Paes a la puerta, y al vaso de ouzo, «¿se lo digo yo o se lo dices tú?», se bebía el vaso de ouzo, se miraba las manos, «a ver cómo se lo digo»—… Tiene que enviar un paquete a Barcelona y he pensado que tú, ya que vas para ahí…
Mi padre frunció el ceño para mostrar su desconfianza.
—¿Qué clase de paquete?
—Nada —se apresuró a decir Elías Paes—. Un libro. Sólo un libro.
—Que no se puede enviar por correo.
—Bueno, tal como está Europa, la guerra, uno nunca sabe…
—¿Qué clase de libro es? ¿El libro de claves del servicio de espionaje alemán? ¿Los mapas de las instalaciones militares de Alemania? No me jodas. Me queréis meter en un lío.
—No, señor Gavanza —intervino Elías Paes, un poco ansioso, como si pensara que Fuster había echado a perder su oportunidad enfocando las cosas de manera errónea—. Yo le contaré —pausa—. Yo soy judío, señor Gavanza, judío sefardí, de una familia que vive desde hace siglos en Salónica… —decía sefaradí y Teshalónica. Favlaba un idioma muy peculiar, el ladino, judeoespañol o djudezmo, que mi padre no sabía imitar pero que le fascinó. Una especie de castellano antiguo, muy comprensible si le prestaba atención, que evocaba una visión del mundo arcaica y plácida, con eses como eshes y eshes en lugar de y griegas—. Shomosh deshendientesh d’aqueshos djidiyos que esharon los Reyes Católicos en 1492 —imposible imitarlo—. Siempre hemos añorado nuestra patria, conservamos las llaves de las casas que dejamos atrás. Y ahora, en abril de 1941, tuvimos que abandonar otra casa, la de Salónica, probablemente para siempre. Corremos peligro. Usted lo sabe, ¿verdad? Los alemanes nos capturan, nos deportan a Alemania.
Mi padre se había puesto en guardia, sacudido por las vibraciones del peligro.
—¿Sabe lo que hacen con los judíos en Alemania? ¿O en Polonia, o en Rusia, o en cualquiera de los territorios que han conquistado?
Mi padre pensó que en Grecia un alemán presumía de haber matado a tiros a toda una familia judía. No quería ni imaginar lo que les hacían en Alemania. No quería ni hablar de ello.
—Desde 1942 nos están aplicando lo que ellos llaman «solución final», y que no es más que la intención de exterminar a nuestro pueblo. Han construido campos de concentración donde dicen que se entra por la puerta y se sale por la chimenea. Sabe lo que significa eso, ¿verdad, señor Gavanza? —mi padre no podía apartar la mirada de los ojos febriles de aquel hombre, encendidos de temor y furia—. Cada día se llena el consulado español de sefarditas que quieren conseguir la nacionalidad española para poder trasladarse a España sin que Franco los entregue a los nazis.
Intervino Fuster, decidido a completar la información con todos los datos posibles, ya que se trataba de poner a mi padre al corriente de todo.
—Desde 1492, en Salónica vive una colonia de más de sesenta o setenta mil judíos sefardíes. En 1924, el general Primo de Rivera dictó un real decreto para conceder la nacionalidad española a todos los sefardíes de origen español que vivieran en el extranjero. Disponían de tiempo hasta el 31 de diciembre de 1930 y ni siquiera tenían que viajar a España para formalizarlo. Pero pocos judíos hicieron caso de eso. En aquella época vivían bien y no se nacionalizaron más de cuatro o cinco mil. Ahora, quienes no lo hicieron se arrepienten y vienen a reclamar esa nacionalidad. Los cónsules tienen órdenes de no concederla y entregar a los judíos a los alemanes, pero hay muchos, afortunadamente, que se las apañan para colarlos. Nos han dado un cupo de hasta doscientas nacionalizaciones. Y nosotros duplicamos los pasaportes. El mismo número para toda la familia. Si el límite es el número doscientos, cuando llegamos a doscientos volvemos a empezar. El señor cónsul tiene la casa llena de sefardíes que duermen por el suelo, en los pasillos, en el comedor… Y los está alimentando de su bolsillo hasta que puedan irse.
—¿Y usted? —mi padre se dirigió a Elías Paes.
—Yo estoy a salvo. Tanto yo como los míos, tenemos los pasaportes y los visados a punto. Incluso he comprado ya los billetes de avión.
—¿Entonces…?
—El problema es el libro. Es un libro muy valioso. Una antigüedad que ha acompañado a mi familia desde el siglo XIV. Un hagadá, un libro de historias. Hay una persona que me lo compra en España, un coleccionista que sabe apreciar su valor. En realidad, toda mi subsistencia futura depende de él. Y temo que los nazis me lo quiten en la frontera. Me conocen, saben que pienso llevarme mis pertenencias y que entre ellas tiene que haber cosas de valor. Me dejarán salir si tengo los papeles en regla y no les queda más remedio, pero me registrarán a fondo y me quitarán todo lo que consideren aprovechable. No podría soportar que este libro familiar cayera en manos de esa gente.
—Y por eso ha pensado —aclaró Fuster— que podrías llevarlo tú. A ti no te registrarán, de ti no sospecharán. Y, aunque te lo encontraran, no te lo quitarían. No eres judío. Puedes ser un coleccionista que lo acaba de comprar a un judío, por ejemplo. No corres ningún peligro. No te pueden hacer nada.
Elías Paes de León puso encima de la mesa un envoltorio de veintiséis centímetros por veinte de ancho, envuelto en papel basto y sujeto con un cordel. Lo empujó con la punta de los dedos hacia mi padre, que contemplaba el objeto como si sospechara que era radiactivo.
—Cuando yo llegue a Barcelona, le telefonearé y le diré qué tiene que hacer con él.
—Pero… —quería decir que no—. Pero, y si me preguntan qué es esto… Tendré que decir algo.
—Es un hagadá. Un libro de narraciones para niños, donde se cuenta el mundo medieval. Letra gruesa, para que los niños pudieran leerlo. Incluso hay garabatos y dibujos de niños, que lo tenían como un tesoro personal. Alguno de los dibujos a lo mejor lo hice yo. Habla de la vida medieval, de la celebración de la Pascua Judía, de fiestas, de gastronomía; cuenta pasajes de la Biblia, escenas del Éxodo, Moisés huyendo del faraón que le persigue con sus perros. Fue confeccionado en el Call de Barcelona, a mediados del siglo XIV.
Mi padre tomó el paquete con la punta de los dedos.
—Bueno… —balbució. En realidad, quería decir que no.