En los días siguientes, mi padre firmó un documento ante notario mediante el cual se certificaba que este piso era de su propiedad. Después del rito, respiró tranquilo, seguro de que un día volvería a Barcelona para quedarse.
Salían de casa del notario, cuando mi padre le pidió a Miguel Jinete que hiciera los trámites necesarios para ir a visitar a Víctor a la Modelo y el policía, como si pidiera una compensación a cambio, le propuso que salieran a cenar el sábado siguiente, y le pidió que llevara con él a su «amiga del barco, esa alta, tan hermosa».
—Úsame de excusa para verla otra vez —sugirió—. Dile que tu amigo te pide que la traigas.
—¿Te la quieres camelar?
—No, no. Ya sabes que no tengo nada que hacer contra ti, Fueye. Las mujeres siempre te prefieren. Además, yo también iré acompañado. Y te traeré una carta y un salvoconducto para que te dejen entrar en la Modelo.
Quedaron citados en Can Culleretes, ese restaurante fundado el año 1786, el más antiguo de Barcelona, situado en una calle estrecha y oscura en la frontera del Barrio Chino.
Mi padre se encontró con mi madre en la plaza de Cataluña y bajaron paseando por las Ramblas.
—Verás cómo te gusta mi amigo Miguel. Hace muchos años que nos conocemos. Hemos vivido muchas cosas juntos, muchas.
Imagino que mi padre no podía quitarse del recuerdo al Miguel que apoyó la pistola contra la frente de Moscoso y apretó el gatillo, aquella explosión, aquella monstruosidad.
Fueron los primeros en llegar a Can Culleretes. Pidieron vermut negre para la espera. Hablaron de la terrible batalla de Stalingrado que se estaba librando desde el mes anterior. Parecía que las cosas no les iban tan bien a los nazis. Por fin, resultó que los dos eran partidarios de los aliados. Qué odioso Mussolini. Qué odioso Hitler. Con un poco de suerte, los fascistas perderían todas sus guerras y Franco quedaría aislado y ridículo en un mundo de democracia. Mi madre decía que Franco era una persona tan inconsistente que, sin el apoyo de Alemania e Italia, tiraría la toalla.
Miguel entró acompañado de Carmen.
Carmen Brondo, aquella mujer espectacular, el amor loco de Víctor. Miguel y Carmen, los dos tan guapos, un poco volados, sobrevolando el mundo, escandalosos. La Gran Meretrix y su Hombre.
—¡Mi querido Fernando!
A mi padre Carmen siempre le había dado un poco de miedo.
Aquel día, mientras planchaba, dijo mi madre:
—No me gustaron. Ni a primera ni a segunda vista me gustaron, ni Miguel Jinete ni Carmen Brondo. Los vi insolentes, descarados. Malos. Y noté que tu padre también estaba incómodo. Fue una cena muy incómoda. Aquellos dos coqueteando entre ellos, haciendo manitas, riendo y bebiendo sin parar. Sospeché que ya habían bebido antes de llegar y quizá incluso habían tomado alguna droga. Tenían pinta de tomar drogas. Ella se reía y, con la flojera de la carcajada, apoyaba la cabeza en el hombro de él, que se dejaba querer.
Y dijo mi padre:
—Lo que más me dolió de aquella cena fue la mirada de Carmen. Como si estudiara mis reacciones. Una mirada penetrante y desafiante. Cruel. «¿Y qué? ¿Qué tienes que decirme? ¿Qué me puedes reprochar?». Una exhibición, una provocación. Miguel Jinete había acudido a la cena para presumir de que Carmen era suya. Y, a continuación, me dio los documentos que me permitirían entrar en la cárcel Modelo. Para que fuese a visitar a Víctor. Para que corriera a decirle a Víctor que Miguel Jinete se había quedado con Carmen.
Luego, fueron a un espectáculo de flamenco en un antro subterráneo de la calle de Escudellers que se llamaba Las Cuevas. Pero mis padres se retiraron pronto, como quien huye del infierno. Por un momento, mi padre se planteó la posibilidad de invitar a mi madre al piso de Gran Vía, pero resolvió que no, que era prematuro y, además, el piso no estaba en condiciones, ocupado todavía por el espíritu de Elena y Tomasín y con residuos de perfumes prostibularios.
La acompañó en taxi hasta su casa familiar de Sants, encima del negocio de la tintorería, y volvió en taxi. Un dineral para la época. Pero podía permitírselo.
—Por fin —dijo mi padre estrujado por el doloroso recuerdo—, fui a ver a Víctor a la cárcel.
—Sí —confirmaría más tarde Víctor Luys, como quien conserva un buen sabor—. Por fin, tu padre vino a verme a la Modelo.
—Y se lo dije.
—Y me lo dijo.
—Ya tenía casi todo el pelo blanco, gris muy claro, que marcaba la intensidad de sus sufrimientos. Por lo demás, continuaba como siempre. Firme y entero. Como si me recibiera en la cárcel para atender mis quejas y hacerme algún favor. Recuerdo más sus «¿cómo estás?» que mis preguntas, recuerdo su alegría al enterarse de que me iba tan bien en Atenas y su tolerancia ante el hecho de que tuviera que confraternizar con los nazis. «Mientras manda quien manda, hay que ser humildes, Fernando», me dijo, «hay que vivir con eso. Pero han pinchado en Stalingrado, tendrán que echarse atrás, han querido abarcar mucho y aprietan poco. Pronto llegará nuestra hora y podremos dejar de fingir que toleramos bien las cadenas».
Y dijo Víctor:
—Me alegré muchísimo de ver a tu padre. Porque venía intacto, ¿sabes? Lo habíamos dado por muerto en el frente del Ebro y estaba vivo. Es verdad que todos nos dimos por muertos en un momento u otro. Y había perdido a su maravillosa esposa y a su hijo, pero conservaba su integridad, elegante como siempre, con su bigotito, y su simpatía, y sus chistes. Me contó aquél del que se presenta ante el juez y éste le dice: «Cinco personas lo vieron robar el coche», y él replica: «Sí, pero hay miles y miles de personas que no me vieron», yo no tengo gracia contándolo, pero cómo nos reímos con tu padre. Era la viva imagen de la esperanza, aunque venía desesperado. En la cárcel no podíamos hablar claro pero era como si me dijera: «El mundo es de los fascistas, ellos han ganado». La esperanza estaba precisamente en su desesperación, ¿comprendes? Le dije: «Tranquilo, Fernando. Tú y yo estamos vivos y resistiendo». «¿Pero qué dices? Yo toco para los nazis, me voy de juerga con un nazi, soy el bufón de los verdugos». Y le dije: «Eso es mentira, y tú y yo lo sabemos, pero deja que ellos sigan creyéndolo».
Calló Víctor, pensativo y nostálgico. Estábamos en el cementerio, durante el entierro de mi padre. Murmuraba una especie de responso:
—Y me lo contó. Sí, me lo contó. Que Carmen estaba con Miguel. «Muy acaramelados», me dijo. «No ocultaban que son pareja». ¿Y sabes qué me contó también?
»Que, en un momento de la cena, Carmen se acodó en la mesa, acercó el rostro al de tu padre, que estaba sentado enfrente, y susurró: “Miguel le salvó la vida a Víctor, lo libró del pelotón de fusilamiento. Pero no lo hizo gratis. Pidió una cosa a cambio. La colección de sellos de tu padre. ¿Te acuerdas de su colección de sellos? Un capricho. Yo fui a ver a tu padre y a tu hermanastro Cándido, y se la pedí, supliqué que me la dieran, los convencí diciendo que era para salvarte a ti. Y me la dieron. Y Miguel Jinete movió los hilos y salvó la vida de Víctor Luys”.
»Miguel miraba a mis padres sin inmutarse. Negaba con la cabeza. No le hizo ninguna gracia que Carmen contase aquello. Ninguna.
»—No digas tonterías. Estás borracha.
A mi madre la horrorizó aquella revelación. En el viaje en taxi hasta Sants, mi padre tuvo que ponerla al corriente de todo. Susurrando, al oído, muy cerca los dos, para que no los oyera el conductor. Que Miguel Jinete era policía y que su otro amigo del alma, Víctor, estaba en la Modelo. A ella le costaba entenderlo, pero le impresionó mucho el sentimiento profundo con que mi padre hablaba de sus amigos.
Los Tres del Pompeya.
Y la caricia de su aliento en la oreja.