Precisamente el jueves 20 de noviembre, cuando la radio difundió la noticia de que Franco había muerto, fue el día que eligieron mi padre y Víctor para ir a visitar a su antiguo amigo Miguel Jinete.
Salieron a media mañana y nos dejaron solos a mi madre y a mí, con la atmósfera doméstica rebosante de una especie de luto terrorífico. Según el diario hablado, la muerte de Franco era lo peor que nos había ocurrido desde hacía siglos y obviaban por pudor la pregunta histérica: «¿Qué va a pasar ahora?».
Mi madre planchaba en silencio y yo, apoyado en el quicio de la puerta, le pregunté:
—¿Y tú qué?
—¿Yo? —dijo, sin mirarme.
—Sí. Todos estos días, papá y Víctor han estado hablando de sus vidas. ¿Y la tuya?
—¿La mía? —como si fuera ridículo preguntar por ella.
—¿No has pensado que, en esta casa, hemos vivido años y años ahogados por el silencio? Sobre todo, vosotros dos, papá y tú. Un silencio espantoso que lo pudre todo. A medida que papá me ha ido contando cosas de su vida, me he sentido mucho mejor con él. Él siempre había sido mi padre, sólo mi padre, la autoridad de casa, el que trabaja y trae el dinero y poco más. Ahora, lo veo como una persona. Fernando Gavanza, una persona con una historia tremenda que data de mucho antes de que yo naciera. Y ahora te pregunto: ¿Y tú?
—¿Y yo? —los ojos fijos en la plancha, en las arrugas, en sus manos envejecidas—. Yo, nada. Yo no tengo historia. Qué quieres que te cuente.
—Cómo os conocisteis, por ejemplo. Nunca me habéis contado cómo os conocisteis.
—¿Nunca? En un barco que hacía la travesía de Génova a Barcelona. ¿No te lo he contado?
—Quizá sí, pero no con detalle. ¿Qué os dijisteis? ¿De dónde venías tú? ¿Dónde iba él?
Entonces empezó a hablar mi madre. Y ya no calló en todo el día, hasta que regresaron Víctor y mi padre.
El barco se llamaba Guadix, navegaba bajo pabellón español y era mixto, de carga y con capacidad para unos quinientos pasajeros. Hacía escala en Barcelona en tránsito hacia Buenos Aires. En los primeros días de diciembre de 1942, la orquesta de Lalo Valente había terminado su contrato con el hotel Grande Bretagne y había firmado otro para actuar en Salónica, a partir de la noche de Fin de Año. Entretanto, podían tomarse tres semanas de fiesta y mi padre había decidido viajar a Barcelona para poner de nuevo su piso, este piso de Gran Vía con Entenza, a su nombre. No era que desconfiara de Miguel Jinete, pero sí había llegado a la conclusión de que, tarde o temprano, él había de regresar a su ciudad y quería estar seguro de tener un lugar propio donde alojarse.
Escribió a su amigo para que preparase los papeles y la visita al notario y embarcó en El Pireo con rumbo a Brindisi y en Brindisi tomó el tren hasta Génova y en Génova ocupó un camarote del Guadix.
Allí, en cubierta, vio por primera vez a Montserrat Ansó. Estaba pintando un cuadro. Vestía un abrigo de color verde y un fulard rojo que ondeaba a su espalda y sujetaba los cabellos con una pamela fijada con una cinta bajo el mentón.
Un tros de dona, me dijo mi padre al evocar aquel momento. «Un pedazo de mujer». Alta, elegante y, sobre todo, misteriosa. «Alejada del mundo, autosuficiente, creativa, ausente, me pareció una mujer inalcanzable, y eso la hacía terriblemente atractiva».
Y, ante ella, mi padre, un hombre de rostro enjuto, con un abrigo largo bajo el cual salían unas perneras de pantalón tan bien planchadas que la raya serviría para cortar pan. Y los zapatos relucientes. Tenía que sujetarse el sombrero para que no se lo llevara el viento y en su postura había algo cómico que lo hacía sumamente simpático.
Era un día frío pero al sol no se estaba mal, y ella parecía muy concentrada frente al caballete, manejando el pincel con delicadeza. El lienzo estaba de espaldas a mi padre, que no podría ver la obra a menos que se pusiera detrás de la artista, en el poco espacio que había entre su silla plegable y la barandilla. Se preguntó qué podía estar pintando. Si no era la línea recta del horizonte y el cielo azul sin nubes, sólo podía tratarse del castillo de proa o un bote salvavidas. Picado por la curiosidad, inició el rodeo.
—No, por favor —fueron las primeras palabras que le dirigió mi madre que hasta entonces no parecía haberse percatado de su presencia—. No mire.
Mi padre se detuvo, sorprendido. La mano derecha en alto para sujetarse el sombrero.
—¿Por qué?
—Pinto para mí. Hasta que no haya terminado, no sabré si quiero mostrarlo.
—El momento mágico —recordaba mi padre— fue cuando me miró. Esos ojos entrecerrados por una especie de alegría desbordante, de mirada tan aguda y perspicaz, tan comprensiva y abierta. Sonrió y fue como si se desnudara en parte, como si se ofreciera y me permitiera el acceso a su vida.
—¿No le da miedo viajar por este Mediterráneo en guerra?
Ella hizo una mueca encantadora.
—El Mare Nostrum es de los italianos y los italianos son amigos de los españoles y éste es un barco español. Nadie nos puede hacer daño.
Mi padre se preguntó: «¿Será fascista devota de Mussolini? ¿Eso del Mare Nostrum de los italianos lo habrá dicho con entusiasmo fanático?». Y, al mismo tiempo, mi madre: «¿Habrá pensado que soy fascista?». Pero ninguno de los dos hizo el menor comentario al respecto. Estaban en un barco español que viajaba de la Italia de Mussolini a la España de Franco. Oficialmente, todos eran fascistas o, de lo contrario, tendrían que estar en la cárcel. Así que mi padre, presunto franquista, aquella noche bailó con mi madre, presunta mussoliniana, y la hizo reír, y mi madre, sensible e insegura, liberó su risa más hermosa.
Porque necesitaba reír. Porque tenía treinta años y la convicción de que estaba viviendo la peor de las vidas posibles. Había llegado a los veinticuatro dedicada al estudio del arte y al cuidado de sus padres y su adorado abuelo Roc, en un piso del barrio de Sants, pensando que le quedaban aún muchos años antes de empezar a plantearse un noviazgo, un matrimonio y unos hijos. Pero sus veinticuatro años coincidieron con la explosión de julio del 36 y todo lo que siguió a continuación fue un desastre. ¿Quién piensa en noviazgos ni matrimonios durante una guerra? Su padre, Felip Ansó, era concejal por Esquerra Republicana, se había significado mucho por sus ideas separatistas y una partida de la FAI fue a buscarle para darle un paseo. Tuvo que esconderse y los anarquistas les destrozaron el negocio familiar de tintorería. Montserrat, sus hermanas, Nuria y Mercé, y su madre entraron a trabajar en una fábrica donde construían tanquetas. Trabajo en cadena, febril, a la desesperada, en un edificio que todos sabían que era objetivo prioritario en cada bombardeo. Pasaron hambre. Murió el querido abuelo que, durante un bombardeo, fue alcanzado por una esquirla y ya nunca se repuso de la herida gangrenada. Y así se había plantado Montserrat en los veintisiete, una edad un poco tardía, en aquella época, para ponerse a buscar novio y hacerse ilusiones de matrimonio. Sobre todo en una ciudad cuya población masculina había sido diezmada.
Y luego vino la entrada del ejército vencedor, que en seguida fue a buscar a Felip Ansó porque había sido concejal por Esquerra Republicana y se había significado mucho por sus ideas separatistas. Por fortuna, quien llegó a su casa fue un capitán madrileño de ojos azules y corazón bondadoso, Daniel Martos-Trujillo, que se fijó en Montserrat y perdonó la vida de su padre a cambio de una cita o dos, de mucha simpatía, y regalos, y comprensión, y una amplitud de miras insólita en uno de los invasores. «Si a mí me gustan mucho los catalanes, trabajadores, esforzados y emprendedores, y sólo atribuyo a su entusiasmo ese error de pensar que pueden vivir sin España. Con un poco de humildad, serán —decía “serán”, nunca dijo “seréis”— colaboradores esenciales de la Nueva España, puntal industrial y laborioso en este país de vagos aristócratas a los que hay que darles siempre la comida masticada», mientras la mano tonta acariciaba el dorso de la mano de Montse.
En 1940, ya eran amantes. Daniel Martos-Trujillo, así, con guión entre los apellidos, ascendió a comandante «por méritos de guerra» y obtuvo un cargo importante que le obligó a instalarse en Madrid, pero que le permitía viajar con frecuencia a Barcelona, más de una vez al mes, en la ardua tarea de la reconstrucción de una España maltrecha, para verse con Montserrat en un hotel de las Ramblas y jurarle amor eterno.
En 1941, cuando Montse tenía veintinueve, era la novia olvidada. Una vaga promesa: «En cuanto me hagan coronel, me van a destinar a Cataluña, y entonces nos casaremos», un espejismo de felicidad cuando Daniel llegaba. Y las discusiones con su padre, que había visto transformado su apellido de Ançó en Ansó, «eres novia de ese criminal de guerra bajo amenaza de muerte: si no te entregas a él, me mata», y ella reivindicando un amor sincero y apasionado del que no acababa de estar del todo convencida.
1942 había sido el año de Roma. El comandante Daniel MartosTrujillo, universitario, intelectual y políglota, fue enviado allí para tratar con autoridades italianas y alemanas, y a Montse los treinta años ya la habían alcanzado. Mundo agitado, entre la espada y la pared, y los españoles a la expectativa de la historia para apoyar al vencedor, fuera quien fuera, y abominar del vencido a las primeras de cambio. Y Montse harta, reclamando más atención, «tú a mí ya no me quieres», y él exasperado, «¿qué te hace dudar de mí?, ¿cómo te atreves?». Para demostrarle su buena fe, hacía quince días que la había llevado a Roma con él, «para que veas». Y en seguida habían discutido porque en Roma Daniel Martos-Trujillo también estaba ausente y la abandonaba en la habitación del hotel mientras asistía a reuniones que se alargaban hasta la madrugada y de las cuales volvía borracho y violento. A pesar de lo cual, ella se había hecho ilusiones de pasar las Navidades con él y, cuando se lo dijo, provocó una reacción de lo más desagradable. «¿Pero tú qué te has creído? ¿Que te iba a tener aquí dos meses, a pan y cuchillo?». Y, de repente, quién sabe cómo, salió a la luz que estaba casado, que siempre había estado casado, ya lo estaba cuando ganaron la guerra, ya cuando salvó la vida del señor Ansó, ya cuando le juraba amor eterno y le prometía mil veces que se iban a casar. Esposa y tres hijos en Madrid, en un piso de la Castellana.
—No quiero acercarme a un hombre durante unos cuantos años —le dijo mi madre a mi padre aquel día de diciembre de 1942—. Estoy convaleciente. Me lo ha prohibido el médico.
Así hablaba mi madre. Así me lo contó ella y, luego, lo certificó mi padre con estas mismas palabras. «No quiero acercarme a un hombre, estoy convaleciente, me lo ha prohibido el médico». No me imaginaba que mi madre pudiera haber hablado así en toda su vida.
—En todo caso —le replicó mi padre—, no te conviene acercarte a mí. Los Gavanza traemos mala suerte a nuestras mujeres.
—¿En serio? —exclamó ella, muy interesada.
Al llegar a Barcelona, antes de abandonar el barco, intercambiaron sus direcciones y números de teléfono. Mi padre lo hizo consciente de que la última vez que había estado en el piso de Gran Vía era un burdel con mucho aspecto de burdel.
Bajaron juntos la pasarela. Les costaba separarse. Se les acercaron los padres de ella, señor y señora Ansó, un matrimonio modesto y tímido, acobardado por la presencia de aquellos policías omnipresentes vestidos con un uniforme que mi padre aún no conocía. Abrigos de color gris rata con distintivos rojos en las solapas y la gorra. Don Felipe (ahora, con Franco, era Felipe y no Felip) y doña Anita, el concejal independentista a punto de ser fusilado por rojos y azules, y la mujer que había trabajado en una fábrica de tanquetas. Mis abuelos maternos.
—… Os presento a Fernando Gavanza, es músico, está tocando con una orquesta, en Atenas.
—¿En Atenas?
Al grupo se unieron Miguel Jinete, tan dandi como siempre, con sombrero de gángster de medio lado y puntas de pañuelo blanco asomando por el bolsillo superior de la americana; y Teresa, la querida Teresa, cada vez más hermosa, más madura, más mujer, su mirada redonda, asombrada y brillante, más firme y menos ingenua. La acompañaba un Javier de seis años, muy alto y muy formal. Cuando mi padre la abrazó, tuvo que cerrar fuerte los ojos y, al separarse, ella se pasó un dedo por los párpados. De inmediato, el abrazo efusivo de los dos amigos, con palmadas en la espalda y tantos recuerdos reunidos en un silencio.
—Joder, Fueyito, cuánto tiempo.
Y las presentaciones.
—Montserrat: te presento a Miguel, mi más querido amigo, y a Teresa, la esposa de otro amigo que no ha podido venir…
Apretones de manos.
—Encantada.
Se separaron.
—Bueno, adiós.
—Hasta otra.
—Telefonéame.
—Claro.
Teresa, Javier, Miguel y mi padre se dirigieron al coche negro y reluciente que les esperaba con un malcarado chófer de paisano.
—¿Qué sabéis de Víctor?
—Está bien —dijo Teresa—. Dice que existe la posibilidad de que salga más pronto de lo que esperamos, ¿verdad, Miguel?
—¿Sigue en la Modelo?
—Sí.
—¿Puedo ir a visitarlo?
—Yo me encargo de eso —prometió Miguel. Y, luego, mientras recorrían el centro de la ciudad, añadió—: ¿Sabes que yo nunca he ido a verle? —mi padre no hizo ningún comentario, y él continuó—: Creo que me siento culpable por no haber podido ahorrarle ese suplicio. Tendría que haber hecho algo más. Pero no pude. No pude.
No habló de la paliza que le habían dado sus compañeros de la Brigada Político-Social.
—Encontré una ciudad horrible —me comentó mi padre—. Inmune a los rayos del sol y a todo tipo de música, agrisada por los uniformes de unos agentes de policía analfabetos y crueles, siempre dispuestos a la agresión, que metían miedo a los niños. Me resultaba más tenebrosa que Atenas bajo el dominio de los nazis. Quizá porque yo amaba más a Barcelona que a Atenas.
Le llevaron al piso de Gran Vía, que ya no era un burdel. No era nada, estaba vacío. Conservaba el empapelado con dibujo de balaustrada y tiestos de frondosas plantas y paisaje que se perdía en lontananza, pero ya no había cortinas de satén brillante ni lámparas de pantallas fruncidas. Sólo unos pocos muebles de antes de la guerra que habían permanecido amontonados en la habitación del fondo del pasillo con las pertenencias personales de mi padre, Elena y Tomasín.
Fue doloroso volver a enfrentarse con aquellas ropas, aquellos juguetes, aquellos cuadernos de colegio, aquel costurero. Y meterlos en una caja de cartón para bajarlos a la calle y que se los llevara el basurero o alguien que los necesitaba más que él.
—¿Y Dulce y Bombón?
—Ya son mayores —dijo Miguel, despectivo—. Se han retirado. Y no podían ocupar más este piso. Es tuyo.
A mi padre se le encogió el corazón.
—¿Pero continúas estando en contacto con ellas? ¿Sabes cómo localizarlas?
—Pues la verdad es que no. Bueno, no estoy seguro. Ya sabes cómo son las putas. Si busco, seguro que las acabo encontrando, pero, bueno, ahora soy una persona respetable, ¿sabes? Y tú también.
—Me gustaría verlas.
—Claro, claro.
Y punto. Fue un «claro, claro» tan tajante y desanimado que mi padre no le volvió a preguntar nunca más por Dulce y Bombón y nunca más las volvió a ver ni tuvo noticia de ellas. Pero nunca pudo borrarlas de su recuerdo.