85

En el despacho del gerente del Grande Bretagne, señor Gianakopoulos, les esperaba Ignacio Fuster, del consulado, y fue él quien les presentó al major Lothar Böhm, de la Luftwaffe.

—Van a utilizar este hotel como cuartel general del Tercer Reich en Grecia y quieren que ustedes sean la orquesta oficial. A los alemanes les gusta mucho la música. Ellos van a correr con todos los gastos y prometen ser generosos.

—¿Teníamos elección? —se preguntaba mi padre—. Como el obrero que permite que el patrón explotador le pase el brazo por encima de los hombros. Como la mujer que acepta el beso de su marido adúltero que a veces le pega. Como el esclavo que le cuenta un chiste al dueño del látigo. Así fue mi relación con el major Böhm.

Era imponente, un espécimen humano perfecto. Con aquel uniforme impecable y terrible que parecía cortado a medida y acabado de estrenar, y su considerable altura, y la postura erguida y marcial, los ojos color de acero y mandíbula como un bloque de granito.

—… Vino hacia Lalo y hacia mí, sonriendo y tendiéndonos la mano, afable, realmente encantado de conocernos. «Me entusiasma el tango». Masticaba el castellano. Y añadía: «Porque yo luché en España», como si eso fuera un motivo para que le gustara el tango. «Yo luché en España», tan orgulloso de sí mismo, esperando muestras de simpatía por nuestra parte. A lo mejor era uno de los pilotos que ametrallaban la carretera de Figueres a Portbou; a lo mejor me había visto desde la carlinga de su Messerschmitt cuando yo lo desafiaba haciendo los cuernos con la mano y llamándolo hijo de puta. O podía haber sido tripulante de la puta pava que machacó Barcelona aquel puto día de marzo, cuando Elena y Tomasín desaparecieron para siempre. ¿Pero qué se suponía que tenía que hacer yo? ¿Negarle el apretón de manos? ¿Apartarle la cara? ¿Escupirle a la cara? ¿Qué clase de esclavo quería ser? ¿El que, atado a un poste, recibe los latigazos o la descarga del pelotón de fusilamiento? ¿O el que se fuma un puro con el dueño mientras hablan de fútbol? Qué coño.

Mientras hablaba de sus recuerdos, a veces mi padre parecía abatido y abochornado, y a veces levantaba la cara desafiante para imponer la evidencia de que cada cual es como es y, a lo largo de su vida, actúa como buenamente sabe o puede y, al final, no hay que dar explicaciones ni pedir perdón a nadie.

—¿Cuántas personas crees que hubieran dado la espalda al major Böhm en aquel momento? Bueno, pues yo pertenecía al grupo que no le dio la espalda. Al grupo que sonríe y estrecha la mano y exclama: «¡Ah!», encantado de la vida mientras piensa: «Hijo de la gran puta». No sé cómo se llama a los tipos como yo, pero me parece que aquello no es lo peor que he hecho en mi vida. Y supongo que ahora entenderás mejor todos estos años de silencio y de vergüenza.

Era de noche. Dos noches antes de morir. Bebía coñac. Chupaba el puro.

—La vida se hizo mucho más agradable —suspiró—. Resulta confortable, tranquilizador, convivir con el enemigo. Y, de alguna manera, me tranquilizaba la presencia de Ignacio Fuster allí. Era una persona que me infundía confianza y tranquilidad. Honestidad. Uno pensaba: «Si Fuster puede hablar con este tipo, yo también puedo hacerlo». En seguida nos volvimos amigotes de juergas, Lothar Böhm, Fuster y yo. Una noche Fuster nos llevó al distinguido barrio de Kolonaki, a casa de una señora que se llamaba Elefteria, maman Elefteria, y que tenía una pandilla de señoritas complacientes a su servicio. Una Bombonera a la griega.

Bebían juntos, y reían juntos. Y mi padre contaba chistes imposibles de traducir al alemán: «¿En qué se parece el invierno a los Estados Unidos? En que en Estados Unidos hay las cataratas del Niágara y, en invierno… No me niagarás que ta’catarras!». Fuster y mi padre se partían de risa y el major Böhm no entendía nada pero permitía que se le contagiara la hilaridad. Con las carcajadas, a Fuster se le desviaba un poco más el ojo, y eso era un motivo más para continuar las risas. Ich verstehe nichts, aber dieser Mann ist sehr lustig, decía Lothar Böhm. «No entiendo nada, pero este tipo tiene mucha gracia».

—Está uno en un bar, tomándose una cerveza, y en esto que le entran ganas de mear. Tremendas ganas de mear. Tiene que ir al lavabo, pero tiene miedo de que, en su ausencia, alguien se le beba la cerveza. De manera que arranca una hoja de su agenda y escribe en ella: «He escupido dentro», y deja la hoja junto a la jarra de cerveza. Va a mear. Y, cuando vuelve, se encuentra la jarra de cerveza tal cual, pero alguien ha escrito dos palabras en su mensaje: «Yo también».

Risas.

Tal vez influido por el miedo y la paranoia, mi padre siempre tuvo la sensación de que aquel hombre de ojos de acero lo miraba de una forma especial desde el primer momento, como si fuese capaz de leerle el pensamiento y supiera perfectamente que no pertenecían al mismo bando. Una mirada en que se mezclaban la sospecha y la complicidad. «Sé quién eres, pero no se lo diré a nadie… de momento». En la simpatía dislocada de mi padre había una chispa de súplica, «por favor, no se lo digas a nadie, por favor, no me delates». Porque lo que nunca hubo en su postura abyecta fue «somos del mismo bando».

—… Resultaba confortable convivir con el enemigo. Bailar con el diablo. Te sientes seguro, ¿sabes? Si te comportas con prudencia, estás más seguro. Si creen que eres de los suyos, no te harán daño. Y no era tan difícil portarse bien, ¿sabes?, porque nadie cometía ninguna barbaridad ante mis ojos. Yo no vi a los Batallones de Seguridad griegos, los Tagmata Asfaleias, en acción contra los comunistas resistentes. Yo sólo notaba la ocupación de Atenas en la cantidad de uniformes nazis y representantes de los grupos fascistas griegos como la tripe E (Elleniki Ethnikistiki Enosis) o la Sidera Irini, que llenaban el Grande Bretagne cada noche, durante nuestra actuación.

Claro que, a veces, se reunía con ellos otro oficial, éste de infantería, con cara de bulldog, una especie de Edward G. Robinson llamado Rolf Mettert. Tenía una eterna actitud enfurruñada y huidiza, como un niño tozudo emperrado en ser como era y decir lo que decía. Hablaba en alemán y su tema único eran los judíos y la necesidad de exterminarlos. No sabía hablar de otra cosa. Monologaba para nadie porque ni Böhm, ni Fuster, ni mucho menos mi padre le daban réplica ni mostraban el menor interés por prolongar la conversación.

—No son una raza inferior —murmuraba en alemán—. A las razas inferiores no hay que eliminarlas, se eliminan solas. Eso de la raza inferior se dice para tener contenta a la masa, que actúa por mecanismos elementales. Los soldados matarán más a gusto si piensan que sólo matan ratas, pero la verdad no es ésa. La verdad es que, si hay que acabar con los judíos, es precisamente porque no son inferiores, porque son competidores demasiado poderosos. Es la única raza que puede impedir que la nuestra se expansione. ¿No es eso lo que hay que hacer con la competencia? ¿Quitarla de en medio? No puede haber dos machos dominantes en una manada. Luchan entre ellos y uno tiene que matar al otro. Es una ley natural. El fuerte gana. El débil se extingue. Y así va mejor el mundo. Si no eliminamos a los judíos ahora, ellos nos acabarán eliminando a nosotros.

Con frecuencia, mi padre fingía que no entendía el alemán barboteado de Mettert.

—¿Sabe qué fue lo primero que hice cuando llegué a Atenas? —«no», decía mi padre con sonrisa bobalicona—. Matar a una familia de judíos.

—¿Cómo? —mi padre congelaba la sonrisa y sus ojos parecían pedir auxilio.

—War eine jüdische Familie zu töten —repetía el bulldog en alemán—. Le dije a un funcionario griego: ¿Dónde viven los judíos de esta ciudad? Me lo enseñó. Me llevó a un callejón de Plaka. ¿Aquí? ¿Éstos son judíos? Entré en una tienda donde vendían y reparaban relojes. Los maté a todos. Maté al padre, maté a la madre, maté a los niños y a un viejo que estaba en un sillón, al fondo de la trastienda. Así, desde el primer día, saben quién manda, ¿comprende? Se lo cuentan los unos a los otros. «Son los nazis», dicen. «Y es verdad lo que se dice de ellos. Han matado a toda la familia Cohen».

Mi padre continuaba mirándolo fijamente con cara de besugo.

—Lo siento, pero no entiendo —le decía en su peor alemán—. Mi alemán es muy malo. Ich spreche sehr schlecht deutsch.

Recordaba con nitidez un día de verano en que Fuster y él habían ido solos a visitar la isla de Mykonos. Durante la travesía en ferry, los había sobrevolado una bandada de Stukas de la Luftwaffe, un nubarrón letal que oscureció el cielo, y Fuster se quedó observando a mi padre. Más tarde, estaban cerca de una iglesia muy blanca y muy hermosa, en lo alto de un acantilado, contemplando la inmensidad del mar, cuando el funcionario del consulado murmuró, después de un largo silencio:

—Son unos hijos de puta.

A continuación, echó una rápida mirada de reojo hacia mi padre, para observar su reacción o tal vez para solicitar su apoyo. Mi padre se mantuvo impasible, como si no hubiese oído nada, con los ojos fijos en el horizonte, atento a los gritos y las risas de una madre que jugaba con sus hijos en las inmediaciones.

La vida se hizo mucho más agradable porque, a poco de conocerlos, Böhm y Mettert llevaron un día a mi padre al puerto de El Pireo y le invitaron a visitar dos barcos mercantes y le presentaron a sus capitanes. Un barco se llamaba Tenerife y el otro Quevedo y los dos llevaban pabellón español pero toda la tripulación era alemana. Transportaban clandestinamente material bélico a la isla de Creta y, en el viaje de vuelta, aprovechaban para cargar las bodegas de aceite de oliva que proporcionaba notables beneficios en el mercado negro. Desde entonces, cuando mi padre necesitaba aceite, ya sabía adónde ir a buscarlo. Le regalaban un par de latas o botellas en deferencia a sus amistades. Y en la embajada alemana conseguía tarjetas del pan y conservas y café.

Repetía mi padre, pensativo y apesadumbrado:

—La vida se hizo mucho más agradable, sí.

Desde la terraza del hotel, el 30 de mayo la orquesta pudo asistir a la hazaña de dos miembros de la resistencia, Manolis Glezos y Apostolos Santas, que tuvieron el coraje de subir a la Acrópolis para arriar la bandera nazi e izar en su lugar la bandera griega.

Y la noche del 20 de junio de 1941, la orquesta de Lalo Valente tocó ante Adolf Hitler y Heinrich Himmler en persona. Estaban en el restaurante del Grande Bretagne, con su séquito de guardaespaldas y lameculos, brindando porque, al día siguiente, sus tropas iban a irrumpir en la Unión Soviética, ansiosas por devorar al Gran Oso.