Dos noches antes de la muerte de mi padre, en la madrugada del 21 al 22 de febrero de 1976, volví a oír el ruido de sus pantuflas por el pasillo, como la noche anterior. Y, como la noche anterior, le di un poco de tiempo antes de levantarme yo también y llegarme hasta el comedor dispuesto a continuar la conversación donde la habíamos dejado la noche anterior.
Ahí estaba, bebiendo coñac y fumando un puro.
¿Se estaba suicidando? ¿Bebía coñac y fumaba igual que Sócrates bebió la cicuta? ¿Se le habían terminado las ganas de vivir? Estoy convencido de que en muchas ocasiones la muerte llega cuando la persona, en un acto voluntario y consciente, le da permiso para que llegue. Vivimos porque, inconscientemente, hacemos un esfuerzo por vivir, y hay gente que, un día, abandona ese esfuerzo y se va de este mundo exactamente en el momento que elige.
Después de las fiestas de Navidad de aquel inolvidable 1975-1976, teníamos previsto subir al pueblo de alta montaña donde vive Víctor para mostrarle los documentos que me había dado Madurga y comentarlos, pero no pudimos ir porque mi padre tuvo un ataque cardíaco (más exactamente, una fibrilación auricular, según los médicos), y tuvo que ser ingresado en el Clínico. Fue Víctor quien bajó a la ciudad de inmediato para comprobar que, al fin, todo quedaba en nada, «demasiado champán y tabaco en estas fiestas, viejo, que estás ya hecho un viejo, coño». Setenta y cinco años. Un mes y ocho días después, allí estaba don Fernando Gavanza, insomne, ensimismado y melancólico, dando sorbos a la copa de balón y echando humo como una locomotora. Sin necesidad de que yo le hiciera ninguna pregunta, se puso a rememorar su viaje a Grecia, aquella espléndida fuga de la España de la posguerra.
Dijo, ronco y susurrante:
—Casi considero obsceno hablar de lo bien que me lo pasé en Atenas mientras en España tantos millones de españoles sufrían hambre y miseria.
En cuanto montaron en el transatlántico italiano Francafassio, procedente de Centroamérica y de paso para Génova, los diez componentes del espectáculo de Lalo Valente ya se encontraron con un monumental banquete de bienvenida. Un buffet libre con cinco clases distintas de ensaladas, todo tipo de pastas, espagueti, lasañas y raviolis; carne asada, pescado al horno, filetes y entrecots acompañados de patatas, asadas o fritas, y pan blanco, el tan añorado y crujiente pan blanco. Tan abundante era la oferta que mi padre consideró que aquélla debía de ser la comida para todo el viaje y se fue al camarote con los bolsillos llenos de pan y fiambres.
Desde Génova, viajaron en ferrocarril hasta Brindisi, en el Adriático, junto al tacón de la bota italiana, y allí embarcaron en el Hesperos, que los llevó al puerto de El Pireo.
A partir de ese momento, su vida se convirtió en una gran fiesta. En una foto, que sacó de la caja de zapatos del cuarto de la plancha, se puede ver a los diez componentes del espectáculo. Los músicos, con bombachas de gaucho ceñidas por el amplio cinturón de cuero negro claveteado, botas de caña alta, camisa blanca de mangas anchas y fruncidas y pañuelo al cuello, piano, batería, contrabajo, clarinete, trombón de varas, guitarra, el vocalista Lalo Valente, y ahí, a la izquierda, sentado y con el bandoneón en el regazo, el virtuoso bandoneonista Fernando Gavanza. Junto a él, la hermosa pareja de baile Lucía y Camilo, ella con vestido escotado y ajustado, mostrando su pierna por la raja de la falda; él vestido de cafisho, con sombrero y gesto displicente.
En el marco espectacular del hotel más lujoso de Atenas, el Grande Bretagne, situado en el mismo centro de la capital, en la famosa plaza Syntagma. Cuando tocaban en la terraza, la orquesta quedaba encarada a la impresionante Acrópolis.
—Todavía no nos había crecido del todo el pelo, después de la última rapada en el campo de concentración; todavía teníamos en la piel las marcas de las pulgas y los chinches, y esa perenne sensación de desmayo que da el hambre, y de repente nos encontrábamos rodeados de esmóquines, y vestidos largos con grandes escotes, y pajaritas y collares de perlas, y risas cantarinas y cristalinas, y el aroma de los puros habanos y las burbujas del champán.
»Supongo —divagó después de un suspiro—, supongo que identifiqué la vida con el sexo, y me volví un mujeriego desaforado. Quizás iba huyendo de la maldición de los Gavanza, no quería comprometerme con ninguna mujer para no condenarla a la desgracia, y por eso iba de la una a la otra de manera enloquecida. Una cada día y, si me era posible, dos —me miró de reojo antes de soltar—: El acto sexual es la representación máxima de la vida —nunca me había hablado así, y los dos éramos conscientes de ello. Fue entonces cuando tomé conciencia de que tal vez ésta fuera una de las últimas veces en las que tendríamos ocasión de hablar—. En el momento de joder, estás más vivo que nunca. Eso es lo que pensaba yo en aquel momento, porque venía del mundo de la muerte, ¿comprendes?, y necesitaba vida. Yo había pasado el último año resignado a morir, entregado a la muerte. Tenía que compensar las ideas fúnebres y negras de aquel momento en que desafié a los Messerschmitts alemanes, “¡Hijos de puta!”, o cuando me dejaba morir en las arenas de Argelers. De pronto, en el sexo encontré la vida. Hay tanta vida en el sexo que puedes dar vida a otra, o a otro. El placer no está sólo en correrte tú, independientemente de lo que le ocurra a ella. El placer del sexo también está en el placer que das. Por eso nos gustan la felación y el cunnilingus, donde uno de los dos sólo disfruta por hacer disfrutar. Placer es vida igual que dolor es muerte. Cuando das placer, das vida. El orgasmo es una explosión de vida, como si te ahogaras con tanta vida. No sé quién fue el imbécil que dijo que el orgasmo era «una pequeña muerte». Ése no había follado bien en toda su vida.
»Las religiones abominan del sexo porque su razón de ser es la muerte. Todas las religiones nacen del miedo a la muerte, al Más Allá, y se sustentan sobre la promesa de una vida eterna. Y te prohíben el sexo porque en él hay tanta vida que incluso te permite crear vida. Y nacen niños y niñas. Ésa es otra. El sexo es pecado porque te hace creador, como Dios. Creador, pletórico y omnipotente. Los curas no paran de recordarte que, cuando follas, no creas, no creas nada. No eres tú, te dicen. Cuando follas, pecas, haces algo malo, te dicen, algo repugnante. Porque aquí, el único que crea es Dios. ¿Qué te has creído? No te vayas a confundir con Dios. Porque, si no, a Dios no le quedaría más negocio que el de la muerte. Por eso ellos, los curas, cuando joden, lo hacen a escondidas.
Deduje que, si mi padre hablaba así, era porque ya se sentía en presencia de la muerte. El moribundo, en sus últimas horas, recurre a la defensa del sexo. El muerto empinado.
—Así que, durante aquel año 1940, jodí como no había jodido en toda mi vida. Y mujeres a cuál más guapa, a cuál más exótica. Jodí, quilé, follé, chingué, mojé, hice el amor. Con una larga lista de griegas, atenienses, salonicenses, cretenses, italianas, dos inglesas, una de ellas se llamaba Marjorie y era la mujer más rara que he conocido en la cama; casadas, solteras, viudas. Ah, el donjuán español existe. No es muy alto, pero sabe mirar, y sonreír, y halagar, y acariciar, y contar chistes, y toca la guitarra y el bandoneón, y sabe respetar, y es generoso en el placer, y vive de tal manera que la muerte, para él, nunca será una estafa.
Alquiló una habitación en una pensión modesta y limpia situada en la calle Kydathinaion, en el intrincado barrio de Plaka, a los pies de la Acrópolis, y solía comer en un restaurante cercano —un estiatori, como se dice allí—, donde conoció la musaka, el pastichio, la yemistá, el kokonistó, e incluso aprendió un poco de griego. Le fascinaba aquel idioma que conservaba fresco el recuerdo de la Grecia clásica y llamaba éxodos a las salidas, y éxtasis a las paradas de autobús, y los camiones de mudanzas decían que eran metáforas, y para pagar había que pedir el logaritmo, y acracia era debilidad, y ángel el mensajero y lo pequeño era micro y lo grande mégalo, y los dueños de algo eran déspotes, y los cónsules eran proxeneyos —¿qué son los proxenetas sino cónsules de sus pupilas?
Desde allí, como protegido por una barrera que lo hacía inmune, supo de la expansión estremecedora de las tropas nazis que invadían Dinamarca y Noruega, y los Países Bajos. Y, con el corazón en un puño, comentó con una parisina la caída de París, y con la inglesa Marjorie la terrible batalla de Inglaterra.
Y esperaba con ilusión ese momento de la noche en que el presentador gritaba el nombre de Lalo Valente amorrado al micrófono y pedía un gran aplauso para ellos, y Lalo salía a escena como un héroe y exclamaba:
—¡España!
La orquesta respondía:
—¡Una!
Y Lalo Valente:
—¡España!
Y la orquesta:
—¡Dos!
Y Lalo Valente:
—¡España!
Y la orquesta:
—¡Tres!
—¡España! ¡Un, dos, tres y…!
Y empezaba el espectáculo. La orquesta con toda brillantez y Lucía y Camilo dando forma con movimiento elegante y sensual al ritmo y a la nota. Entre el público, ojos femeninos que buscaban a uno o a otro, sobre todo a Lalo Valente pero también al pianista conocido como Cromañón, o al delicado bandoneonista, que tenía tanta agilidad en los dedos. Miradas que decían: «¿Nos vemos luego?», parpadeos que significaban: «Naturalmente».
El día 28 de octubre de 1940, el sonido penetrante de las sirenas eléctricas despertó a mi padre en compañía de una cantante griega que se llamaba Eva Evangelides, pero se hacía llamar Lola de Córdoba para cantar cuplés en español, aun cuando no sabía ni una palabra de español y no entendía lo que decía. Los italianos habían cruzado la frontera desde Albania y habían iniciado la invasión de Grecia.
En medio de la alarma y crispación, el gerente del Grande Bretagne citó a Lalo Valente y, como éste tenía pocas facilidades para todo idioma que no fuera el lunfardo, se llevó consigo a mi padre, el políglota.
—Lo siento —les dijo el gerente, señor Gianakopoulos—, pero debemos rescindir el contrato. Comprenderán ustedes que, estando en guerra, nuestro público no tiene ánimos para fiestas y bailes —cuando ya lo habían comprendido y se estaban despidiendo, el hombre preguntó—: ¿Se van a ir del país?
—No —dijo mi padre—. Aun en guerra, estoy seguro de que aquí nos van a tratar mejor que en mi país. Si necesita unos músicos para animar a los soldados o para festejar la victoria, ya sabe dónde nos encontrará.
Luego, en la calle, cabizbajo, preocupado, con las manos en los bolsillos, Lalo preguntaba:
—¿Estás seguro de que quieres quedarte?
—Claro. ¿Qué nos puede pasar? Si ganan los italianos, somos españoles y, por tanto, franquistas y, por tanto, tan fascistas como ellos. Y, si ganan los griegos, el señor Gianakopoulos nos llamará para celebrar la victoria.
Lalo cabeceó:
—¿Y entretanto de qué vas a vivir?
—¿No sabes que soy rico? Antes de venir, vendí la empresa de mi padre. Tengo dinero en el banco. Iré subsistiendo. Y, cuando se me termine, ya veré qué hacer.
Acudieron al consulado español, en busca de protección y consejo. Allí, el representante de la España de Franco les tranquilizó diciéndoles que España se situaba al margen del conflicto. «Somos neutrales», afirmó textualmente. «Italia y España son naciones hermanadas por unos mismos ideales».
Eso resultó difícil de aceptar cuando el 1 de noviembre la aviación italiana bombardeó Atenas. Mi padre se recuerda paralizado en la habitación de su pensión de la calle Kydathinaion, presa de algo parecido a un ataque de pánico. «Otra vez las bombas». Las sirenas, las explosiones. Ni siquiera se le ocurrió salir corriendo hacia el refugio. Recuerda que tenía la cabeza a punto de estallar y que estuvo hablando con Elena y Tomasín, anunciándoles que a lo mejor estaban a punto de volverse a ver.
Por aquellas fechas, conoció mi padre a un funcionario de la legación española, un tal Ignacio Fuster, un tipo muy simpático, de su misma edad, siempre dinámico, siempre risueño, que tenía un ojo desviado y los dientes irregulares y que contaba chistes con mucha gracia. «Que se conoce que había ido a Sevilla don Alberto MartínArtajo, el presidente de Acción Católica, que dio un discurso de tres pares de narices. Y la gente enfervorizada, apasionada, que se lo carga a los hombros y lo va paseando por la ciudad, vitoreándole: “¡Artajo, Artajo, Artajo, Artajo…!”. Y sale un viejo republicano, que no entiende nada, y grita: “¡Qué coño, ar Tajo! ¡Ar Guardarquiví, que está más cerca!”».
Simpatizaron en seguida. Mi padre lo reconoció porque era uno de los habituales del espectáculo del Grande Bretagne. Solía ponerse en alguna de las mesas de la primera fila y aplaudía a rabiar, sobre todo la parodia del «¡España, un-dos-tres y…!».
Él se ofreció para mostrarle a mi padre los secretos de Atenas que aún no conocía. Por ejemplo, unas cuantas tiendas del barrio de Plaka, propiedad de judíos que vendían a buen precio cortes de traje, abrigos, prendas de seda, zapatos, relojes y joyas. Eran sefardíes, judíos españoles descendientes de los que expulsaron los Reyes Católicos en 1492.
Inesperadamente, el ejército griego fue capaz de frenar la acometida italiana y, en un espléndido contraataque, los obligaron a retroceder hasta la frontera albana y más allá. Un eufórico gerente del hotel Grande Bretagne volvió a llamar a Lalo Valente y a mi padre para comunicarles que se abría de nuevo el restaurante y el baile y que querían contar con ellos para celebrar la victoria de su ejército sobre los italianos al mismo tiempo que el paso del año 1940 al 1941.
Probablemente, los miembros del Gobierno del presidente Johannis Metaxas, que moriría veitinueve días después, no estaban tan contentos como aquellos juerguistas de sombreritos de papel, pero a la gente que posee mucho dinero y poder le gusta sentirse invencible y omnipotente y suele exorcizar su miedo con ruido, música, carcajadas y alcohol. A ellos nadie les iba a hacer daño. Y debían de continuar creyéndolo cuando, el 23 de febrero, ya muerto el fascista Metaxas, llegó a la península el primer ministro británico, conferenció con el nuevo presidente Korysis y los griegos aceptaron la ayuda de los aliados. Ésa sí que era una buena jugada. Apostaban por el caballo ganador.
Se les helaron las sonrisas en el rostro cuando el 6 de abril les llegó la noticia de que el ejército alemán había lanzado en territorio griego su estremecedora Guerra Relámpago, Blitzkrieg, que atravesó el país a grandes zancadas. La llamaron Operación Marita. El día 9 ya habían tomado Salónica, el 18 ya expulsaban a los ingleses del Monte Olimpo y el presidente del Consejo se suicidó. Corrió el rumor de que lo habían asesinado en la embajada británica. Y el 27, Atenas era declarada ciudad abierta, las tropas alemanas desfilaron por la avenida Ermou, ocuparon la plaza Syntagma, una gran bandera roja con la esvástica en el centro ondeó, como histórico insulto, en lo alto del Partenón; y así comenzaron los duros años de la KATOXH, la ocupación alemana en Grecia.
Una vez más, el gerente del Grande Bretagne, señor Gianakopoulos, citó a Lalo Valente a su despacho. Y, como Lalo tenía pocas facilidades para todo idioma que no fuera el lunfardo, le pidió a mi padre que lo acompañara de nuevo.
Una gran bandera nazi decoraba la fachada del hotel lujoso, que se había rodeado de alambradas, garitas y guardias armados. Aquella vez les resultó más difícil entrar allí.
Así conocieron al major Lothar Böhm.
Quería que la Gran Orquesta de Lalo Valente fuera la que dirigiera el baile para festejar la victoria del Reich sobre la Vieja Grecia.