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Un día, llamaron a Fráter y a Teri, Fraternal Luys Medrano y Eleuterio Luys Medrano, y Víctor les dio el último abrazo, y se los llevaron, y dice que los fusilaron en el Campo de la Bota, pero que no era seguro, que a lo mejor sólo los trasladaron a otra cárcel de la otra punta de España. A Llibert sí que parece seguro que se lo llevaron a otra parte, primero lo cambiaron de galería, luego a Madrid, dice que para trabajar en el Valle de los Caídos. Pero no era seguro. No era seguro. El caso es que Víctor perdió la pista de sus hermanos y no volvió a saber de ellos nunca más. No estaban apadrinados por un comisario de la Brigada Político-Social. Y el pequeño Giordano Bruno murió a los veintidós años en la cama, de donde no podía levantarse porque le faltaban los pies, después de haber ingerido una botella entera de cazalla en presencia de su abnegada esposa que no se lo pudo impedir.

Poco a poco, entre la multitud de presos, uno iba encontrando afinidades. Procuraba no apretar demasiado los lazos de la amistad, para que las noticias de los fusilamientos no fueran traumas insuperables, pero no resultaban reconfortantes las charlas, los contactos, simpatizar con viejos anarquistas o jóvenes luchadores.

Los recién llegados traían noticias de la transformación del mundo exterior. Restricciones eléctricas cada dos por tres, qué barbaridad, y la escasez que disparaba los precios, qué horror, y la cartilla de racionamiento que no daba para nada y, sin presión sindical, los patronos que hacían lo que les daba la gana. Pero la auténtica barbaridad, el auténtico horror, eran los hematomas, las heridas, las mutilaciones, las quemaduras de cigarrillos que ostentaban la mayoría de reclusos en el momento de entrar. Muchos venían del convento de San Elías, al que ya no se denominaba checa, pero que se continuaba utilizando como centro de detención y torturas.

—… Y han contratado a boxeadores profesionales para que se encarguen de los interrogatorios. ¿Sabes quién está? Gironés, el campeón de Europa del peso pluma. Se planta ante ti con aquellos nudillos de hierro y dice: «¡Defiéndete, defiéndete, que soy Gironés!». Y, mientras te pega, disfruta y canta, el cabrón. Canta un tango que dice algo así como siempre me vas a recordar pegándote, como un malvao

—No es Gironés —murmuraba Víctor, avergonzado de algo que los demás no entendían—. Es un hijoputa que se hace pasar por él.

—Qué sabrás tú.

Víctor agachaba la cabeza y se retiraba a la soledad de su rincón para lamentar —no llorar, llorar no, pero lamentar sí—, lamentar profunda y desgarradoramente la disolución definitiva del Trío del Pompeya.

Una vez, cuando Teresa fue a visitarle con el niño, los recibió inusitadamente ceñudo y malhumorado. «Éste no es mi Víctor». La cárcel cambia a las personas para mal.

—No quiero que tengas ninguna relación con Miguel, ¿me has entendido? Ni que te ayude, ni que os veáis, ni nada.

Ella titubeó como si no entendiera sus palabras, o como si él estuviera diciendo alguna insensatez.

—Pero, Víctor, si él no me ayuda, Javier podría ir a parar a un hogar del Auxilio Social.

—Pues que vaya.

—Pero los hogares del Auxilio Social son como cárceles para niños.

—Bueno, ¿y qué? Su padre también está en una cárcel. Que vaya aprendiendo.

—Víctor, no lo entiendes. Ahora las cosas son distintas. Todo el mundo necesita tener amigos entre los que mandan. Si no, se te puede complicar mucho la vida. Miguel y tú sois amigos de la infancia. Me ayuda de buena fe, sin pedir nada a cambio, se preocupa por ti, te salvó la vida. No puedo rechazar su ayuda y darle la espalda de repente.

Víctor estalló de furia como nunca lo había hecho con ella.

—¿Es que no entiendes lo que te digo? ¡No quiero que tengas ningún trato con Miguel! ¡No quiero que lo veas, ni que recibas nada de él, ni que Javier lo conozca!

Un Víctor desconocido. Ya el viejo Juliol les había enseñado que el sistema penal no hacía más que transformar a los reclusos en animales. La cárcel no es un procedimiento para cambiar al hombre, hacerle comprender sus errores y rehabilitarlo, sino una feroz venganza del Estado. «La cárcel es un almacén de escoria para degradar a sus ocupantes y para hacer que se sientan degradados. Los aparta no ya para que no estorben, que incluso podría ser un motivo comprensible, sino para que se contagien los unos a los otros su propia degradación, para que se ahoguen en el pánico colectivo, y quienes no salgan con los pies por delante lo hagan convencidos de su propia inanidad». A base de Cara al sol, Franco-Franco-Franco y misas continuas, «rezad, pecadores, pedid perdón porque habéis pecado gravemente de pensamiento, palabra y obra, por vuestra culpa, por vuestra culpa, por vuestra grandísima culpa».

—¡Víctor Luys Medrano!

El escalofrío de la muerte, «ya está ahí, ya me ha tocado».

—¡Presente! —paralizado en la celda.

—¡Coge tus cosas y ven conmigo!

«¿Coge tus cosas?». A los que van a fusilar no les dicen «coge tus cosas».

—¿Dónde vamos?

Avanzando, agarrotado, bajo las miradas aprensivas de sus compañeros.

El funcionario murmura:

—Tranquilo, Luys. Si te sacan de la cuarta es que ya no te van a dar mulé. Pero yo, en tu lugar, no sé si me alegraría mucho, porque te vas a la sexta, que está llena de locos y maricones.

Todavía tardaron tres días en notificárselo oficialmente, quién sabe por qué. Le habían conmutado la pena de muerte por la de veinte años y un día.

Mientras me contaba esto, en el funeral de mi padre, Víctor se quitó las gafas y jugueteaba con ellas como si sus cristales fueran capaces de reflejar el pasado.

—Pensé en tu padre. Pensé que el tango dice que «veinte años no es nada». Joder. «Veinte años no es nada», pero veinte años y un día…