78

Un día de diciembre, con el campo nevado y el termómetro bajo cero, un sargento borracho castigó a mi padre por alguna arbitrariedad ya olvidada. Le ordenó que se desnudara y le colgó de la frente un saco de arena mediante un alambre, y le obligó a marchar de un lado para otro hasta que se cansó. El alambre cortó la carne y la sangre bajaba a borbotones por la cara, cegándolo. Aquello que yo siempre tomé por una profunda arruga de la frente era en realidad una cicatriz.

Un par de días después, cuando llevaba aún la frente ceñida por una venda sucia, le llamaron a las oficinas centrales.

A pesar de todo, tenía mejor aspecto que cuando entró. Había aprendido a hacerse invisible a los ojos de los cabos de vara más asilvestrados, se había hecho amigo del capellán, don Pancracio, a base de ayudar en misa y confesar y comulgar cada dos por tres, y era de los privilegiados que trabajaban en el huerto, ocupando el sitio que había dejado vacío Lalo Valente cuando por fin logró salir de allí.

El director del campo era un coronel demasiado mayor para desempeñar aquel trabajo; un abuelo de canas, probablemente con nietos amadísimos, que se esforzaba en poner cara de lobo feroz incluso durante los fusilamientos, cuando el cura ponía cara de corderillo asustado.

—¿Conoces al teniente general Cabañas?

Mi padre trató de permanecer impasible y no se animó a decir ni sí ni no, por si acaso.

—Ahora no caigo —le salió débilmente.

—¿Y al señor Julián Villarroya?

Fue como si se encendiera un foco muy potente en el sórdido despacho. Mi padre tuvo que parpadear.

—Sí, mi coronel. Al señor Villarroya sí lo conozco. Somos… —¿«es el marido de mi madre»?, ¿«sólo lo he visto un par de veces en mi vida, una de ellas en el burdel de Dulce y Bombón»?—, ejem, somos medio parientes.

—En la notificación judicial de libertad provisional que acabamos de recibir —pausa dramática, a ver cómo reaccionaba el recluso—, se mencionan unas cartas de aval muy elogiosas sobre ti. Dice el señor Villarroya que, por lo que él sabe, eres un buen cristiano, que nunca te metiste en cuestiones políticas, honrado y trabajador, músico inspirado y contable eficaz.

—El padre Pancracio certificará que soy buen católico y honrado, mi coronel.

—¿Por qué dice Villarroya «por lo que yo sé»?

A mi padre se le secaba el aliento.

—Debe de ser una manera de hablar, mi coronel.

—Puede significar: «A lo mejor es un rojo matacuras sacrílego, pero a mí no me lo ha dicho».

—No creo que signifique eso, mi coronel.

—Entonces, ¿por qué huiste a Francia, en lugar de quedarte a recibir a las tropas victoriosas del Caudillo para saludar brazo en alto, como era tu obligación?

—Porque me había alistado voluntario en el ejército y temía las represalias —se apresuró a añadir—: Yo sabía que había hecho mal, mi coronel, y me arrepentí de haberlo hecho desde el primer día, pero no quería ir al frente, tiene que entenderlo, mi coronel, no quería pegar tiros contra las tropas del Caudillo. Y la única manera que se me ocurrió para evitarlo fue presentándome voluntario y pidiendo un destino lejos del frente.

El coronel asintió, compasivo y bonachón, abuelete tolerante, y se conformó con la explicación. Mi padre sabía que no le quedaba más remedio, que la suerte estaba echada de todos modos.

—Ve a hablar con el capellán y, si él te concede su bendición por escrito, mañana ya podrás irte a pasar las Navidades en casa.

—Gracias, mi coronel —y, con ganas de salir corriendo para vociferar y pegar saltos—. ¿Ordena usted alguna cosa más?

—Puedes retirarte.

Mi padre habló con el capellán, don Pancracio.

—¿Lo ves, hijo? —tuvo que oír—. ¿Ves cómo Dios aprieta pero no ahoga? Estos días que has pasado aquí —mi padre pensó «¡siete meses!»— habrán sido de gran utilidad para tu alma. Ahora vuelves a una tierra de tentaciones y maldad. Cataluña era la Sodoma y Gomorra de España y sobre ella ha caído la lluvia de azufre que merecía, pero las lluvias de azufre no bastan para expulsar a los demonios. Se precisan vidas, muchas vidas, hombres, muchos hombres de verdad, vidas de santidad, de abnegación y penitencia, un tiempo de sacrificios y oración hasta la eliminación total de todos los gérmenes del mal. De nada habrá servido que hayas sido santo aquí dentro, donde te obligábamos a serlo, si no continúas siéndolo fuera, donde sólo tú te vas a obligar a ti mismo. Porque, si no te obligas tú mismo a la bondad, alguien tendrá que obligarte. No te abandones, Fernando.

—No me abandonaré, padre.

Le dieron un salvoconducto que decía: «… Se ruega a las Autoridades del tránsito no le pongan impedimento alguno en su marcha, facilitándole los auxilios y raciones que le corresponden y al margen se expresan. Miranda de Ebro, 19 de diciembre de 1939».

Y, sin nada más que la ropa que llevaba puesta, una lata de sardinas en escabeche, un chusco y doce pesetas ganadas en el cultivo del huerto, mi padre salió del campo de concentración, montó en un tren de mercancías y, muchas horas después, muchas, horas de excitación y alegría, y expectativas y temores, llegó a la estación de Francia de Barcelona.

Le ahogaban las ganas de llorar cuando salió a la avenida de Eduard Maristany, rebautizada como avenida del Marqués de Argentera, y lo desorientaban las lágrimas mientras caminaba, feliz, hasta Colón, y luego Ramblas arriba. Vio una Barcelona triste, destrozada, vencida, violada, con edificios en ruinas por todas partes, con militares armados imponiendo su ley, y boinas rojas de falangistas, y la cara de Franco y el yugo y las flechas ensuciando las paredes. Vio una Barcelona asustada y encogida, pero para él era el Paraíso. Como si una faja asfixiante le hubiera estado oprimiento el pecho y, de pronto, al salir a la luz barcelonesa, alguien se hubiera compadecido de él y se la hubiera aflojado.

Por el camino, lloró. Era una de esas personas patéticas, andrajosas y grises que arrastraban sus pies Ramblas arriba. Cuatro veces lo detuvieron los militares para exigirle la documentación, porque su cabeza rapada era indicio de que acababa de salir de un campo de concentración, y, aun a pesar del salvoconducto que lo protegía, las cuatro veces consideraron imprescindible hacerle cantar el Cara al sol con el brazo en alto y a gritos. En mitad de la calle. Y las cuatro veces los otros transeúntes en muchos metros a la redonda tuvieron que hacer un alto en su paseo para levantar el brazo y cantar también, fingiéndose contagiados de amor patrio.

Pasó por la plaza de Cataluña, y la plaza de Universidad, y recorrió la calle de les Corts Catalanes, reconvertida en avenida de José Antonio Primo de Rivera.

Y llegó a esta casa, en la esquina con Entenza. Abajo estaba el colmado de los Arnau, lleno de escasez, y allí estallaron los primeros saludos de alegría, los abrazos, las risas y las lágrimas.

—Pensábamos que te habían matado —decían una y otra vez—. Pensábamos que te habían matado.

—¿Hay alguien en mi piso?

—Sí, hay alguien. Sube.

—¿Y mis cosas?

—No sé nada. Sube.

—¿Pero quién hay?

Se encogían de hombros. No lo sabían.

Subió los noventa y cinco escalones hasta el tercer piso. Cansado, derrotado, hambriento, vestido con harapos. Como un mendigo que fuese a pedir caridad.

—Les diré: «Sólo quiero mi bandoneón. Si los nacionales se han quedado con la casa, tendré que renunciar a ella pero al menos quiero recuperar mi bandoneón» —pensaba—: Por favor, mi bandoneón. Por favor.

Le abrió la puerta una mujer tan hermosa que no podía ser de verdad. Tan hermosa que, a primer golpe de vista, no la reconoció. Pero en seguida constató que sí era de verdad, y se le ocurrió que a lo mejor su suerte empezaba a mejorar. En los últimos meses, su suerte había empeorado tanto que no podía empeorar más: sólo podía mejorar.

—¡Fernando!

Era Bombón, la espectacular, morenaza, tetuda, exuberante Bombón. Vestida con uno de aquellos quimonos de seda que tanto le gustaban. Él se avergonzaba de su cabeza rapada y de sus ropas.

—¡Fernando!

Y detrás de ella apareció la menuda, frágil, delicada Dulce.

—¡Fernando, por Dios!

Lo envolvieron con sus brazos amorosos, se pegaron a él como sólo ellas sabían hacerlo, le acariciaron la cabeza rapada asegurando que tenía un tacto delicioso; y mi padre cayó en la cuenta de que hacía más de un año, mucho más de un año, casi dos, que no estaba con una mujer, y se encendió. Decididamente, su suerte había cambiado.

—Pasa pa’cá, mi arma, que necesitas un buen baño, corazón, que nos vas a llenar la casa de liendres. Dulce, cariño, telefonea a Miguel y dile quién está aquí.

Recordó las palabras del padre Pancracio: «Ahora vuelves a una tierra de tentaciones y maldad».

Tenían teléfono. Y un baño muy grande. Habían empapelado toda la casa y la habían decorado con elementos que mi padre había visto antes en la Bombonera de la calle d’En Carabassa. Y un par de chicas jóvenes se asomaron a las puertas de las habitaciones. Habían hecho de este piso, este piso donde me encuentro yo ahora, un burdel, una Bombonera en miniatura. Una sucursal.

—Miguel nos dijo que nos instalásemos aquí para que nadie confiscara tu piso. Es un policía muy importante, en estos momentos, en esta ciudad. Hizo un chanchullo de papeles y ahora consta como si fuera suyo, pero nos mandó que conserváramos todas tus cosas. Aunque por ahí contaban que estabas muerto, él dijo que no tirásemos ninguna de tus cosas.

No dejaba de resonar la voz del capellán del campo en su mente: «… las lluvias de azufre no bastan para expulsar a los demonios…».

—¿Mi bandoneón?

—Qué sé yo lo que habrá por ahí. Todas tus cosas.

—Yo he venido a por mi bandoneón.

—Déjate ahora de tangos, que lo primero es lo primero.

Para Dulce y Bombón, lo primero fue desnudarlo, tirar sus ropas a la basura y sumergirlo en la bañera monumental que habían instalado en el cuarto de baño, una bañera con patas de león que recuerdo haber visto, de pequeño, y que tiraron mis padres cuando hicieron la reconstrucción del piso, en los años sesenta.

«… De nada habrá servido que hayas sido santo aquí dentro…».

Cuando estuvo limpio y relajado, pasaron a celebrar el tan esperado, necesario, imperioso, ritual del sexo.

—¿Quieres alguna de las chicas? Ahí hay dos que son muy monas…

—No, por favor. Ya sabéis que no me gusta hacerlo con desconocidas.

—Pues te equivocas, porque la cama es el lugar ideal para conocer gente.

—Si puede ser, con vosotras será como volver a los buenos tiempos.

«… Cataluña era la Sodoma y Gomorra de España…».

Le hicieron sentir querido, le hicieron sentirse aceptado, le hicieron sentirse hombre, potente otra vez, capaz de enfrentarse a la vida a pecho descubierto. Lázaro resucitando entre sábanas de raso y dos putas generosas. No lo había imaginado así, pero no le extrañaba haber llegado a tal solución porque, desde que se enteró de la muerte de Elena y Tomasín, sabía que no volvería a tener novia formal jamás, ni esposa, ni hijos. La maldición de los Gavanza. No volvería a caer en ella. La única forma que le quedaba para desahogar sus necesidades eran las profesionales. Eso era lo que él creía en aquellos momentos y los hechos consumados le salían al paso para darle la razón.

Se durmió como un niño. El más feliz y reparador de los sueños hasta doce o trece horas después, cuando lo despertaron sus amigas con gritos de alegría.

—¡Que vienen a verte, que vienen a verte!

—¡Una sorpresa, una sorpresa!

Era Miguel, con una botella de coñac Sorel (el que nos trae Miguel) y la felicidad iluminándolo como un aura.

—¡Fernando! ¡Creíamos que estabas muerto!

Fernando había encontrado su vestuario, el que había dejado en los armarios de aquella casa, esperándole, planchado y limpio, al pie de la cama. Salió en mangas de camisa, con el gozo desbordando por encima del hambre, la delgadez y la fatiga.

—Miguel.

«¿Lo ves, hijo? ¿Ves cómo Dios aprieta pero no ahoga?».

Fue un abrazo fuerte y desesperado, crispado, cargado de afecto y necesidad.

—Yo tampoco sabía qué había sido de ti. ¿Me dicen que sigues siendo policía? ¿Con este régimen?

El tema incomodaba a Miguel.

—La vida es dura, Fernando. Hay que sobrevivir. Y la única forma de vencer a esta gentuza es uniéndose a ellos, créeme. Ya te contaré. Ante todo, este piso es tuyo y siempre lo será. De propiedad.

—¿De propiedad? —siempre había sido de alquiler.

—Lo compré. No te preocupes. Barato. El propietario era un rojo. No me debes nada. Lo puse a mi nombre precisamente para conservarlo para ti en caso de que reaparecieras. En cuanto puedas, mañana mismo, arreglamos los papeles.

Mi padre se emocionó. No sabía cómo agradecérselo, «pero, Miguel», «¿somos amigos o no somos amigos?», «te devolveré el dinero», «no digas tonterías». Y, en seguida:

—¿Qué se sabe de Víctor?

Estaban sentados en el salón principal —supongo que el comedor de delante, con balcón a la Gran Vía—, mi padre envuelto en un albornoz, en un mano a mano observado por unas chicas jóvenes desde segundo término mientras Dulce y Bombón cocinaban alguna cosa.

Miguel se puso serio y se acodó en sus rodillas para estar más cerca de su amigo.

—Hay malas noticias, Fernando —pausa con suspiro—: Lo detuvieron.

Mi padre endureció la expresión.

«… Se precisan vidas, muchas vidas, hombres, muchos hombres de verdad, vidas de santidad, de abnegación y penitencia, un tiempo de sacrificios y oración hasta la eliminación total de todos los gérmenes del mal…».

—Lo detuvisteis.

—No pude hacer nada, Fernando, te lo juro —replicó Miguel con vehemencia—. Que te lo digan Dulce y Bombón. Me destrozaron a golpes cuando se enteraron de que lo estaba protegiendo. Llegué aquí hecho un cristo. Estuvieron a punto de encerrarme también a mí. Pero estoy haciendo todo lo posible, Fernando, te lo juro. Lo vamos a sacar de ahí, ya verás —más: la mano de Miguel atenazaba el brazo de mi padre para infundirle valor—. Pero hay más noticias malas, Fernando. Después de una guerra, siempre hay malas noticias. Y éstas peores porque son irreparables —mi padre arqueó las cejas, atento, esperándose cualquier cosa—. Tu padre.

No había nada que decir.

El suspiro, el abatimiento. La dura realidad.

«No te abandones, Fernando.

»—No me abandonaré, padre».

—Murió el mes pasado. Llevaba mucho tiempo muy mal… Y ese mismo día, tu hermano Cándido se quitó la vida. Saltó por la ventana de la galería. Estaba muy unido a tu pobre padre.

—Ah.

—Te acompaño en el sentimiento.

Siguieron instantes de silencio y melancolía. Mi padre pensó que le gustaría llorar o, mejor, que debería llorar, pero no le salieron lágrimas. No lamentó en absoluto la muerte de Cándido. Y su padre, al fin y al cabo, estaba muy mayor y hacía mucho tiempo que no tenía interés ni entusiasmo por nada. Y había que reponerse. A la mierda. «No me abandonaré, padre».

Mi padre decía que uno siente que no tiene derecho a la tristeza cuando ha sobrevivido a experiencias como las que él había superado. Creía tener la obligación de dar gracias y demostrar constantemente su júbilo por estar vivo, y limpio, y bien alimentado por el abundante desayuno que le sirvieron las dos madamas del burdel. Y había más personas por las que interesarse.

—¿Y Teresa?

—Está bien. A los Luys les requisaron el bar, pero ella continúa viviendo con Javierito en el piso de arriba, en la calle de San Rafael. Y yo me encargo de que esté bien. No le falta de nada —cambió de tema—: Fernando: tienes que perdonar esta invasión. Aconsejé a Dulce y Bombón que trasladasen aquí su negocio, porque es más discreto y están protegidas por la policía, que es importante. Estos militares se han cruzado con chupacirios y ahora son imprevisibles en todos los terrenos. En el piso de la calle d’En Carabassa he promovido un club militar, social y exclusivo, muy distinguido, muy viril, a la manera de los clubs ingleses. De vez en cuando, las chicas se dan una vuelta por allí para alegrar al personal, aunque éste se empeñe en que no es putero. Pero éste es tu piso y tienes tu habitación. Cuando quieras, Dulce y Bombón se trasladarán a otra parte.

Ni siquiera entonces mi padre cayó en la cuenta de que Miguel Jinete le estaba hablando de su propio negocio. Creía que eran ellas las propietarias y que Miguel no era más que un amigo que les hacía favores a cambio de favores. Tampoco se le pasó jamás por la cabeza que Miguel Jinete hubiera tenido la intención de quedarse con este piso.

—Otra cosa, Fernando —Miguel deseaba agotar la orden del día—. Está la compañía de transportes de tu padre, que llevaba Cándido. Les estaba yendo bien. Te rendirá buenos beneficios si sabes llevarla.

—No la quiero. Si encuentro un buen comprador, la venderé. Prefiero el dinero que me den por ella.

—¿Pero tú qué harás? ¿Cómo te ganarás la vida?

—Ya me espabilaré. Con el dinero de mi padre y la venta de la empresa, aguantaré un tiempo. Luego…

Interrumpió Dulce a la espalda de mi padre:

—¿Por qué no nos tocas un poco, Fernando?

Respondió mi padre:

—¿Todavía quieres que te toque más…?

Al volverse, ya no vio a su amiga. Sólo vio sus manos porque, entre ellas, estaba el estuche del bandoneón. Había tenido la delicadeza de quitarle el polvo.

Mi padre tomó aquel estuche como un sacerdote toma la hostia consagrada de la patena. Lo abrió y allí, bajo aquel viejo paño de color granate, estaba su querido instrumento, hermoso, un Alfred Arnold Doble A con incrustaciones de nácar. La razón por la que había regresado a España y había soportado las privaciones del campo de concentración de Miranda de Ebro.

Lo extrajo de la funda, incapaz de pronunciar ni una palabra.

Tocó Sur, pero no lo pudo cantar, porque lo estrangulaban los sentimientos. Se fue a volar con la música, él solo, observado por Miguel, y Dulce, y Bombón, y las otras chicas, y supo que se habían terminado sus penalidades.

«No te abandones, Fernando.

»—No me abandonaré, padre».