La Gran Meretrix (2)
novela galante
biografía psicalíptica
«La Gran Meretrix que abandonó aquel vehículo fúnebre y anónimo en la esquina de la calle de Urgel con la de Diputación era una anciana combada como si quisiera tocar con su apéndice nasal en los adoquines, envuelta en una frazada de lana cochambrosa a pesar del pegajoso calor canicular reinante, y que avanzaba con exasperante cachaza y paso vacilante, sobre unos pies descalzos y sucios. Una vieja mendiga que probablemente iba pidiendo limosna por las casas, cosa nada rara en los tiempos de penuria que corrían. Luego, cuando la policía investigara, si es que investigaba, los posibles testigos asegurarían que había sido vista cuando entraba y salía de otros portales, otra víctima luctuosa del hambre y de la guerra».
Se metió en el portal de Borrell con Diputación y, mientras subía por la estrecha escalera, se quitó de encima la manta mugrienta, la dobló sobre su brazo derecho y se transfiguró en la mujer resuelta, de expresión grave e imponente. Depositó la manta en el suelo, junto a la puerta, y llamó al timbre del cuarto piso.
Abrió Cándido.
«La Gran Meretrix ya venía advertida por el Hombre de que, en aquella hora del mediodía, el Soplón estaría solo con su viejo padre, que no habría moros en la costa».
Delgado, de complexión parecida a la de mi padre pero inestable y frágil como una porcelana china, y un tic que le martilleaba el rostro.
—¿Cándido Gavanza? Soy amiga de tu hermano Fernando. Está en un campo de concentración y necesita ayuda —¿cómo sabía que mi padre estaba en un campo de concentración? ¿Lo sabía Miguel Jinete? ¿O fue un tiro al azar casualmente coincidente con la realidad?—. ¿Puedo hablar con tu padre?
—Mi padre está durmiendo —respondió el Soplón, arisco y ansioso por cerrar la puerta de nuevo.
—¿Quién es, Cándido? —gimió una voz agónica en algún punto del piso.
—¡Soy amiga de Fernando! —repitió la mujer levantando la voz—. ¡Necesita su ayuda para salir del campo de concentración!
Cándido no quería ayudar a mi padre, le importaba un bledo mi padre, pero era incapaz de cerrar la puerta en las narices de aquella mujer hermosa.
—¿Quién es, Cándido? —la voz agónica.
—No es nadie —contestó el hijo medroso—. Una mujer, padre. No sé lo que quiere.
La Gran Meretrix lo apartó y entró con pasos resueltos. Con aquel gesto comprobó la inconsistencia del tipo, que reaccionó con movimientos retráctiles y defensivos. Captó el temor en su tic y en las manos que se levantaron instintivamente para prevenir una posible agresión. La clase de persona que delata a cualquiera con tal de congraciarse con el tirano. Ni siquiera tuvo aliento para decir «Oiga, oiga». Se limitó a caminar tras ella procurando no pisarle los talones.
Penetraron en el piso asimétrico, con sus ángulos agudos y obtusos, con las paredes sucias de años pero con algún toque de prosperidad. La vitrina del recibidor con algo que parecía cristal del bueno, demasiado grande para tan poco espacio, quería ser una demostración pública de la gran cantidad de dinero que entraba en aquella casa gracias a la empresa de transportes Gavanza. No había lugar para perderse en aquel habitáculo. En seguida encontró al viejo Alberto. Hubiera podido guiarse por el olor a enfermo mal cuidado y mal lavado, a dormitorio mal ventilado. Una habitación en penumbra y el viejo Alberto como un simple y discreto bulto entre las sábanas. Esa palidez amarillenta, la mandíbula hundida, los ojos enormes y redondos, de pesados párpados, cavernosos y bizqueantes, la desesperación de quien se está yendo sin querer y sin despedirse antes de lo que tenía previsto.
—Señor Alberto —ella se plantó a los pies de la cama—. Soy una amiga de Fernando, nos conocimos en el funeral de una señora llamada Margarita, en la calle de San Rafael, ¿se acuerda de mí?
—Mi hijo Fernando. ¿Dónde está?
—En un campo de concentración.
—¿En un campo de concentración? ¿Está vivo?
—Sí, claro.
—¿Está bien?
—Nadie está bien en un campo de concentración.
—¿Cómo?
—Que sí, que está vivo. Pero tenemos que sacarlo de allí, ¿me comprende? Hay que sacarlo de allí.
—Sí.
—Padre, no le haga caso… —tartajeaba Cándido en segundo término.
—¿Pero cómo?
—Hay un oficial del ejército, muy influyente, que es muy aficionado a la filatelia…
—¿A la qué?
—A la filatelia.
—¿A la…? —no entendía.
—Colecciones de sellos de correos.
—¿Sellos de correos? Yo tengo muchos. Tengo una colección.
—Si pudiéramos regalarle la colección a ese militar, lo convenceríamos para que soltara a Fernando.
—¡Padre, por favor, no se deje engañar! —exclamó Cándido.
Boquiabierto, el viejo tardó unos instantes en procesar el discurso. Al fin, entendió.
—¡Cándido!
Cándido estaba ahí mismo, en la puerta, furioso.
—No le haga caso, padre.
—Dale la colección de sellos que salvará a Fernando.
—Que no le haga caso, padre —el hijo se crispaba a los pies de la cama, dirigiéndose al anciano moribundo porque no tenía agallas para mirar a la Gran Maretrix—. ¿No ve que le quiere estafar?
—Está en la cómoda del pasillo, en el cajón de arriba.
Cándido masculló una blasfemia, se volvió precipitadamente y fue el primero en salir al pasillo.
La Gran Meretrix dijo «Gracias» y fue tras él.
Aún no había cruzado el umbral cuando ya tenía en la mano el calcetín de lana relleno de perdigones. La cómoda, una antigüedad enorme, casi bloqueaba el pasillo. Cándido alargó los brazos hacia ella.
La Gran Meretrix golpeó como el Hombre le había enseñado. Fuerte, endureciendo el bíceps y la muñeca, concentrando toda la fuerza en el puño. Lo difícil era golpear con precisión un punto que quedaba a la altura de su propia cabeza, pero lo había ensayado muchas veces quebrando listones de madera. «… Un impacto en el punto geométrico exacto, penetrante, fatal…». En la nuca, directo a las cervicales, lo que se llama la base del cráneo.
Cándido cayó de bruces como si tropezara con el cordón del zapato, se dio contra la cómoda tan fuerte que la desplazó unos centímetros, con estrépito.
—¿Cándido? —la voz del viejo.
La Gran Meretrix se arrodilló junto al caído. Le miró a la cara. «Con un poco de suerte, no habrá muerto», le había dicho el Hombre. «Lo notarás si parpadea un poco, y entonces podrás decirle unas palabras de despedida».
Un ligero parpadeo, un movimiento de la boca, un estertor casi imperceptible.
—¿Cándido? —gemía el viejo en la habitación de al lado.
La Gran Meretrix se inclinó para susurrar a la oreja del caído:
—Hijo de la gran puta. Esto es por denunciar a Víctor Luys. ¿Te enteras? De parte de Víctor Luys.
Y descargó sobre su cabeza un nuevo porrazo.
—¿Cándido?
Y otro, y otro, y otro.
—¿Cándido? ¿Qué pasa?
Cándido se quedó muy quieto. Y no sangraba. Ésa era la principal prevención, que no se abriera herida. Sólo contusiones. Huesos rotos, quizá, pero no sangre.
—¿Cándido? —tremolaba la voz débil y asustada.
La Gran Meretrix se incorporó lentamente. Iba vestida de negro, negros cabellos recogidos en moño, mirada negra. Entró en el dormitorio apestoso. Los ojos del viejo brillaban de lágrimas en la oscuridad.
—¿Ha pasado algo?
La Gran Meretrix avanzó hasta ponerse junto a la cama y se sentó en ella. El viejo Alberto tenía las manos sobre el pecho, la mirada de reojo, las lágrimas deslizándose por sus mejillas chupadas y huesudas.
—¿Ha pasado algo?
—Espere, abuelo.
La Gran Meretrix le puso la mano en la nuca, levantó la frágil cabeza levemente y retiró la almohada. Depositó de nuevo la cabeza sobre el lecho.
—Diga: ¿ha pasado algo? —aquellas palabras ya no significaban nada para ninguno de los dos.
La Gran Meretrix le puso la almohada sobre el rostro y presionó con la fuerza de sus dos brazos y de todo el cuerpo.
Contó hasta cien. A la altura del cincuenta, se detuvo para repetirse, una vez más, que no podía dejarlo vivo, que la policía haría preguntas, que era un acto de defensa propia, que, de todas formas, el pobre anciano ya estaba esperando la muerte desde hacía mucho tiempo.
El viejo no se movió. Las manos quietas y cruzadas sobre el pecho, en la postura como está mandado que se espere la llegada de la Parca.
Dice el escrito de Miguel Jinete: «La Gran Meretrix no tuvo la sensación de que estaba asesinando a una persona».
Dijo mi padre cuando me prestó aquellas cinco mil pesetas para sobornar a Madurga:
—No publiques el libro hasta que yo me haya muerto.
No hacía falta que me lo dijera. Yo no iba a permitir que se enterase de cómo había muerto el abuelo Alberto, su padre. Tampoco se lo dije nunca al amigo Víctor.
Volvió la Gran Meretrix al pasillo. Agarró a Cándido de los bajos del pantalón y tiró de él hacia la parte de atrás de la casa, donde había una ventana abierta a un patio interior. El Hombre le había dado todos los datos, le había hecho un plano de la casa.
La Gran Meretrix arrimó el cuerpo a la ventana y lo levantó con facilidad. No pesaba nada y se dejaba hacer. Sacó hacia el exterior el tórax, que quedó apoyado en las cuerdas de tender la ropa. No contaba ella con las cuerdas de tender la ropa. Lo levantó de las piernas y empujó hacia fuera. Las cuerdas de tender la ropa no le dejaban caer. Empujó más y se doblaron las piernas, y los brazos y la cabeza se enredaron de forma grotesca en el tendedero.
Me la imagino recitando enloquecida aquel discurso del herido del 19 de julio, aquel hombre barbudo y sucio, con ojos de dios vengativo, que le dijo: «Mata curas, mata curas, bonita, mata burgueses, mata patronos, mata militares. Mata a esos cuervos negros». La imagino repitiéndolo con rabia mientras forcejeaba con el cuerpo de tío Cándido Gavanza, según lo describe Miguel Jinete en su novela galante, biografía psicalíptica. «Mata, bonita, mata burgueses, mata patronos, mata. Mata a esos cuervos negros».
Continuó empujando, exasperada, poniendo las manos ya en cualquier parte, empujando un bulto informe que parecía resistirse a dar el gran salto con frenética desesperación.
Se rompieron al fin los soportes de las malditas cuerdas y el cadáver desapareció de pronto del campo de vista de la mujer, como por arte de magia. Antes de que le diera tiempo de asomarse, escuchó el golpe tremendo, ensordecedor.
Se retiró hacia el interior del piso. Tomó del cajón superior de la cómoda los dos álbumes de tapas de cartón forradas de tela roja. En el rellano de la escalera, se envolvió otra vez con la manta sucia y pegajosa.
«La Gran Meretrix que salió del portal de la calle de Borrell con la de Diputación volvía a ser una anciana combada como si quisiera tocar con su apéndice nasal en los adoquines, envuelta en una frazada de lana cochambrosa a pesar del pegajoso calor canicular reinante, que avanzaba con exasperante cachaza y paso vacilante, sobre unos pies descalzos y sucios. Luego, cuando la policía investigara, si es que investigaba, los posibles testigos asegurarían que había sido vista cuando entraba y salía de otros portales. Otra víctima luctuosa del hambre y de la guerra. Y nadie recordaría haberla visto subirse a un vehículo oscuro y anónimo en la siguiente esquina».
—Miguel —dijo el jefe de la Brigada Social.
Miguel se detuvo. Se asomó a la puerta.
—A que no dirías nunca quién se ha muerto.
—¿Quién se ha muerto?
—Ni más ni menos que Cándido Gavanza.
—¿Cándido Gavanza?
—El tío que testificó contra tu amigo Víctor.
—Vaya.
—Se suicidó.
—Vaya.
—Parece que se murió su padre y él se suicidó.
—Vaya.
—O a lo mejor mató a su padre y luego se suicidó.
—Vaya.
Pausa. Miradas.
—No, sólo te lo decía para que lo supieras. He supuesto que te alegraría saberlo.
Punto final.