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Mi padre murió la noche del lunes 23 de febrero de 1976. La primera persona a la que telefoneó mi madre para notificárselo fue Víctor Luys, y a media mañana del día siguiente ya lo teníamos en casa, firme, cariñoso y eficiente, para echarnos una mano.

En algún momento anterior al funeral y al entierro, sentados en incómodas sillas de una sala de espera del Hospital de San Pablo, le conté mis conversaciones con mi padre en las tres noches anteriores a su muerte, y le mencioné mi pregunta: «¿Por qué no me contaste nunca tus penalidades en el campo de concentración?», y su respuesta: «Porque a nadie le gusta contar cómo le dieron por el culo». Suponía que a eso se debía que tampoco Víctor hablase mucho de los casi seis años que pasó en la cárcel.

—Exactamente —me confirmó con rictus triste—. Porque a nadie le gusta contar cómo le dieron por el culo. Eso fue lo que hicieron, exactamente. Una concienzuda operación de sometimiento, vejación y lavado de cerebro.

A poco de entrar en la cárcel Modelo de Barcelona, cuando aún estaba en espera de juicio, fue a verle el capellán de la prisión, un tipo más joven que él, siempre sonriente, ajeno a su alrededor, de modales empalagosos:

—Hijo mío —le pasó el brazo sobre los hombros—, ¿en qué errores fuiste a caer para que te hayan traído aquí?

—Ninguno que yo sepa, padre. No sé por qué estoy aquí.

—¿Te sumaste a algún hecho grave contra el Movimiento Nacional?

—No, padre.

—¿Y no estabas inscrito en algún partido marxista…?

—No, padre.

—¿No participaste en algunos de los actos que se cometieron contra la Santa Madre Iglesia en la zona roja?

—Dicen que maté a un sacerdote, pero eso es falso, padre. Yo era amigo de ese sacerdote. Éramos como hermanos. Tengo la conciencia tranquila, padre, se lo digo de verdad.

El sacerdote sonreía, benévolo, cerraba los ojos ante tanta ignorancia, cabeceaba.

—Piensa, hijo mío, piensa y busca en tu mente los pecados que cometiste. Porque la magnanimidad y espíritu de justicia de nuestro invicto Caudillo no castiga nunca a ningún inocente por gusto. Reza conmigo, Víctor: «Yo pecador, me confieso a Dios Todopoderoso…».

Y Víctor Luys se aprendió la oración y rezaba.

En cada una de las galerías de la Modelo, habían escrito con letras de dos metros VIVA ESPAÑA FRANCO FRANCO FRANCO para que ninguno de los presos se olvidara de la persona a quien debía aquella penitencia infamante, pero en realidad el lema del lugar era: «La culpabilidad se le supone», o también: «Todo el mundo es culpable aunque se demuestre lo contrario». «Rojos de mierda, algo habréis hecho para estar aquí». Se acostumbraban a los insultos, y a las palizas, y a los caralsoles, y franco-franco-franco, y los domingos la misa solemne donde las homilías se confundían con discursos patrióticos, los porrazos, los escupitajos, todo era lo mismo.

—Franco pidió al gobierno francés que repatriara a los menores de edad, muchachos de entre diecisiete y veinte años de la Quinta del Biberón que habían participado en la batalla del Ebro. «Que no les pasará nada», prometió. A medida que llegaban a España, iban entrando en la cárcel. Adolescentes engañados por los unos y los otros, daba lástima verlos metidos allí.

Después del juicio, trasladaron a Víctor a la cuarta galería, que era la de los condenados a muerte.

—Éramos muchísimos —decía Víctor—. Vivíamos apretujados en las celdas. Piensa que se realizaban miles de juicios en los meses siguientes a la victoria franquista, y eran pocos los que, habiendo sido denunciados, se libraban de un tiempo de reclusión. Más de diez mil juicios antes de terminar el año 39. Y cada día, de madrugada, nos despertaban para leer la lista de los que iban a morir. «Fulano, presente, Fulano, presente, Fulano, presente, Fulano, presente». Aquellas despedidas, aquellos abrazos, aquellas lágrimas, aquella rabia. Y ya no los volvíamos a ver.

Una noche, se coló un grupo de falangistas en la Modelo. Víctor Luys tenía la celda cerca del distribuidor central de donde arrancan las seis galerías, y pudo oír perfectamente sus voces.

—¡Venimos a matar rojos! —decían con el coraje de los borrachos—. ¡Quítate de ahí, que vamos a matar rojos! ¿Qué más os da, si los vais a matar de todas formas? ¡A ver! ¿Cuáles son los condenados a muerte? ¿Los de la cuarta galería? ¿Dónde está la cuarta galería?

Siguió una traca de disparos de pistola que, amplificados por los ecos de los oscuros rincones, se desparramaron por todo el establecimiento penitenciario, por todo el barrio tal vez. Los prisioneros dejaron de ser una masa informe para convertirse en una infinidad de individuos aterrorizados, encogidos, reducidos a la mitad de su tamaño.

Luego llegaron los gritos de la autoridad, «¿pero qué coño pasa aquí?, ¡firmes todo el mundo!, ¿quién os ha dejado entrar a vosotros?, ¡guardad esas pistolas!», y poco a poco se fue diluyendo la violencia y el incidente.

—… Me encontré —contaba Víctor— agachado contra un rincón de la celda, cubierto por el jergón como si tuviera la esperanza de que fuera capaz de parar las balas. Y pensé: «Ya no puedes caer más bajo, Victorino, ya no puedes caer más bajo». Luego nos enteramos de que habían conseguido matar a cuatro presos, de los de confianza, de los que tenían más libertad de movimientos. Lameculos y soplones. Bueno, al menos eso decíamos para conservar un mínimo de fe en la justicia.