En el campo de concentración de Miranda de Ebro mi padre continuaba levantándose con la corneta de diana, a las siete, martirizado por chinches y piojos, cantando el caralsol, y España una, España grande, España libre, Franco, Franco, Franco, y desayunando mierda líquida que pasaba por café. Avemarías y vivaspañas a todas horas, bazofia para comer, algún fusilamiento o paliza encarnizada a media tarde, el servicio de limpieza trasladando a la fosa común que había a la izquierda del campo cuerpos envueltos en mantas, tiroteados por el pelotón o fulminados por la disentería, el tifus o la tuberculosis; todo aliñado con gritos y gritos y gritos, «rojos de mierda», y caralsoles y vivafrancos por la noche antes de caer otras veces en las fauces de los piojos y las pulgas y los chinches.
Se hizo popular porque, si alguien conseguía un cigarrillo, sabía que mi padre le proporcionaría fuego. Llegó un momento en que incluso los cabos de varas y oficiales sabían que tenía aquel chisquero y a nadie se le ocurrió confiscarlo. Muy al contrario, le pedían fuego. «Eh, Chispa», solían llamarle. «Dame fuego, Chispa». Y él sacaba el encendedor de Víctor y, al mismo tiempo que se sentía importante y útil, pensaba en su amigo.
Una vez más, el tango salvó a mi padre, como una premonición. Casi podía oír la voz lastimera que en lunfardo lo reñía por haberle tenido tanto tiempo olvidado. «¿Por qué me abandonaste para trabajar de contable en los Grandes Almacenes El Siglo? ¿Cómo se te ocurrió?».
Le llegó el rumor de que alguien cantaba tangos en el tercer barracón, en los momentos de ocio después de la cena. Tuvo que acercarse, claro está. De lejos oyó una voz grave, con deje fanfarrón y canalla, y un perfecto acento argentino. «Si yo tuviera el corazón,/ el corazón que di,/ Si yo pudiera como ayer/ amar sin presentir…». Y resultó que conocía al cantante. Era aquel tipo canario, amigo de Víctor, que se hacía llamar Lalo Valente. «Es posible que a tus ojos/ que me gritan su cariño/ los cerrara con mis besos…/ Sin pensar que eran como esos/ otros ojos, los perversos/ los que hundieron mi vivir…». Alto, atractivo, relativamente bien vestido, mostraba una apariencia tan gallarda y tan entera que mi padre se avergonzó de su aspecto y tuvo que hacer un violento esfuerzo para acercarse a él y darse a conocer.
—¿Me recuerdas? Bandoneonista. Mis amigos me llamaban Fueye.
—¡Claro que sí, Fueyito! ¡Fernando, te llamabas! Si vos y yo actuamos juntos, en tu casa, aquel día de Navidad, ¿te acordás? Hará cuatro o cinco años. Canté Cambalache, y vos me acompañaste como un maestro, che. «Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé…».
Conservaba el acento argentino en privado, incluso cuando no cantaba. Parecía un argentino auténtico. Contempló a mi padre de pies a cabeza y en seguida de cabeza a pies para fijarse en que andaba descalzo. Justo el día anterior, uno de los mojamés se había quedado mirándole las botas, aquellas botas que mi padre había robado a un muerto, y sólo necesitó decir «Botas», una vez, con aquella expresión impasible de ojos fruncidos, y las botas fueron suyas, y mi padre se quedó sin ellas. El moro se alejó después de decir «gracias» en un inolvidable alarde de urbanidad.
Iba descalzo. Y las ropas andrajosas, y tanta suciedad, y la costra de sangre seca sobre la ceja casi cubriéndole el ojo.
—Pero, Fueyito…
Aunque a la entrada del campo les obligaban a dejar todas sus pertenencias, carteras, relojes, plumas estilográficas, fotografías personales, llaveros, todo, incluido el dinero, Lalo Valente llevaba consigo algunas monedas y le contó a mi padre la forma de ganarlas. Los oficiales habían organizado un economato en el campo, con el que pensaban forrarse, y pusieron al frente a un brigada llamado Cifuentes. Pero, si les quitaban a los reclusos el dinero cuando entraban y no les daban la oportunidad de ganarse unas perras, ¿cómo iban a comprar nada en el economato? Así que el brigada Cifuentes se convirtió en un defensor de los derechos de los prisioneros, por el interés de los oficiales. Habló con el coronel que estaba al mando del campo, e incluso con un teniente general que un día pasó por allí, para conseguir que no utilizaran a los presos como esclavos en los diversos trabajos diarios, y que les pagasen un dinero. Una vez concedido el mínimo privilegio, el mismo Cifuentes se encargaba de encontrar y adjudicar las pequeñas tareas remuneradas. Lalo Valente, en aquellos momentos, cuando estaba libre de servicio, cuidaba el huerto que había en uno de los extremos del campo.
Se llevó a mi padre al economato, saludó al brigada Cifuentes con una cierta confianza y le dijo que su amigo el músico necesitaba calzado. «Cualquier cosa, aunque sean botas rotas, ya se las arreglará él». Entretanto, mi padre miraba con ansiedad los productos que allí había expuestos, un arenque a dos céntimos; dos arenques, tres; un pan de kilo a sesenta céntimos; botes de leche en polvo… Pero, sobre todo, se interesó por el papel de cartas y la plumilla y la tinta que necesitaba para escribir a Barcelona y pedir auxilio.
«… Ruego vengáis al Campo de Miranda de Ebro, Burgos, con declaración de al menos dos personas de solvencia que certifiquen mi irreprochable actuación desde el 18 de julio de 1936 en adelante…».
Escribió una carta a su padre y otra, a la misma dirección, a su hermano Cándido. Y otra a Víctor Luys, al bar Luys de la calle de Robador, y otra, por fin, después de mucho dudar, a la señora Hortensia Carballido, de la calle del Bruch, cerca del Arco del Triunfo. Su madre. No albergaba demasiadas esperanzas, porque no creía que ni su padre ni Cándido ni Víctor pudieran hacer mucho por él, y no se quitaba de la cabeza que un día su madre le había suplicado que la sacara del burdel de Dulce y Bombón, y él no le había hecho caso.
—Cuando salgas de aquí —le dijo Lalo Valente—, que saldrás, ve a Barcelona, a la Bodega Bohemia de la calle Lancaster y pregunta por mí a un tal Palmiro, que siempre está en el local. Entonces, si yo no te puedo ayudar a ti, tú me ayudarás a mí. Seguro.
Y continuaron pasando las horas, los días, las semanas, los meses, devorados por chinches y piojos, domesticados por caralsoles, y España una, España grande, España libre, y vivafrancos, avemarías y padrenuestros, fusilamientos a media tarde, y tifus, disentería y tuberculosis, y bazofia a todas horas, y misa solemne y lentejas los domingos.