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La Gran Meretrix (1)

novela galante

biografía psicalíptica

Una libreta de espiral, pequeña, del tamaño de media cuartilla, hojas cuadriculadas, escrita con letra más que nerviosa, exasperada, muy difícil de comprender. Puntiaguda y críptica. Un extraño ejercicio literario.

Cuenta el día de julio en que una espléndida mujer de treinta y tres años se encontró con el Hombre en el bar Las Arenas, en el chaflán de Gran Vía con Entenza, donde las vivarachas hermanas Anita y Rosita servían la mejor horchata de la ciudad.

Describe a la mujer como «una espléndida vampiresa de vestido negro, los cabellos largos para que no la confundieran con una roja represaliada, recogidos en un moño sobre el cual hacía equilibrios un sombrerito cónico aderezado con lacito como envoltorio de pastelería».

Y la llama «La Gran Meretrix».

«(…) Se quedó ante el Hombre, altanera y sojuzgadora».

—Siéntate.

—¿Qué te ha pasado en la cara?

—Quise defender a Víctor. No pude. Perdí».

En la biografía psicalíptica, Víctor se llamaba Víctor.

Ella se sentó al otro lado del pequeño velador y a sus ojos asomó la fragilidad.

—¿Qué le han hecho?

—Le detuvieron. Hace dos meses. Y acaban de condenarlo a muerte.

La mujer de negro palideció de tal forma que sus ojos centellearon y el carmín de sus labios pareció sangre fresca. En palabras de Miguel, «transmutada en fiera peligrosa, sus luceros diamantinos más lucífugos que nunca y el encarnado de sus labios como hemorragia, se recostó en el respaldo del asiento retadora como el pugilista que reposa entre round y round sin apartar la vista de su rival».

—¿Cómo fue?

—Le denunció Cándido Gavanza, el hermanastro de Fernando.

—Qué hijo de puta —asomaron dos manchas de rubor a sus mejillas. Miguel Jinete escribía: «La Gran Meretrix hizo constar sus dudas respecto a la moralidad de la madre del aludido y la seguridad de que no conoció nunca a su progenitor».

Temible, ella. Rostro hierático cargado de tenacidad, y aquella nariz que hacía pensar que había recibido más de un upper-cut y era capaz de encajar muchos más. «Montó una extremidad inferior sobre la otra». Lo miraba por encima del velador de mármol y hierro forjado donde reposaban el elegante borsalino de él y dos vasos de horchata con pajita.

—Cándido dijo —prosiguió el Hombre— que Víctor había asesinado a su hermano Ernesto, Ernesto Gavanza, el cura, y a una vecina de la casa —era un discurso espeso, rencoroso y cargado de dobles intenciones, era la voz del Diablo. El policía hizo una pausa para serenarse un poco—. Por suerte, el juicio fue rápido y rutinario, sin mucha ceremonia. Por lo que sé ni siquiera compareció Cándido como testigo. He visto tanto el acta del juicio como la de la sentencia y el veredicto y son impresos protocolarios donde sólo hay que rellenar a mano las líneas de puntos. Dice: «Acusado de» y, sobre línea de puntos alguien garabatea «Auxilio a la rebelión militar»…

—¿Auxilio a la rebelión militar?

—Cualquier cosa. Luego, «Alegaciones del defensor», y, sobre línea de puntos: «máxima benevolencia»; «preguntado por el señor presidente, el procesado manifiesta», y, sobre línea de puntos: «que no tiene nada que decir y que se ratifica en la declaración que tiene prestada ante el señor juez». Para no perder el tiempo. Así es como se hacen docenas y docenas de juicios diarios —la mujer se mostraba consternada. No sabía qué replicar—. No lo dicen, no sale en los periódicos, pero hay muchas ejecuciones, cada día, en el Campo de la Bota.

—¿Y la sentencia fue de…?

—«Es condenado a» y, sobre línea de puntos: «pena de muerte». Eso juega a nuestro favor.

—No veo cómo.

—Significa que no investigaron la denuncia a fondo, que probablemente él no confesó los asesinatos ni bajo tortura, que actuaron por pura inercia, que nadie se jugó nada en ese juicio y que, si tocamos las teclas adecuadas y llegamos a tiempo, con la misma frivolidad que decidieron una cosa pueden decidir otra.

—¿Y qué teclas son ésas?

—Unas que yo no puedo tocar. Estoy inmovilizado, paralizado, vigilado. Si me ven mover un dedo a favor de Víctor, me hundirán con él.

—¿Y yo?

—Tú… —mínima pausa para tomar impulso—: Tú puedes llegar donde yo nunca podría llegar —más claro—: Tú, como mujer, tienes poderes que yo no tengo.

En la expresión del Hombre se prendió una luz cegadora de súplica y esperanza y deseo y ansiedad y urgencia, y la mujer, que supo interpretar exactamente el mensaje, bajó la vista y liberó una sonrisa de inteligencia con gesto de tímida ruborosa. Sólo que ella no se ruborizó. El movimiento equivalía a un «Acabáramos».

El Hombre se inclinó hacia delante para acercarle el aliento y apoderarse de la mano sobre el mármol, entre el borsalino y los vasos de horchata.

—Ahí mismo, a la vuelta, hay una comisaría, y no me conviene que me vean contigo. ¿Por qué no vamos a un sitio donde podamos hablar con más tranquilidad?

No ocultaba sus intenciones. Pero había puesto en el anzuelo el único cebo que ella no podría rechazar. Víctor. Estando en juego la vida de Víctor, no había objeción posible.

Se pusieron en pie. Él se desplazó hacia interior del bar para pagar las horchatas.

Entraron en la portería. La portera no estaba. O estaba de espaldas. No vio nada. No había entrado nadie.

Subieron las escaleras hasta el tercer piso. Noventa y cinco peldaños. La escalera de esta casa donde me encuentro ahora.

El Hombre abrió la puerta del piso con llave propia. Este piso. En aquel momento, estaba decorado con el gusto empalagoso de los burdeles, rosa y dorado. Paredes empapeladas con dibujo de balaustrada y tiestos de frondosas plantas y paisaje que se pierde en lontananza, y cortinas de satén brillante, rosas o cremas, y lámparas de pantallas fruncidas, y todo a media luz.

No parecía que hubiera nadie. Las luces estaban encendidas, pero el piso estaba vacío, esperando a los dos ocupantes que entraron en uno de los dormitorios, no sé exactamente en cuál de ellos, sin duda en el más lujoso, monopolizado por la cama, con espejos en tres de las cuatro paredes, tocador con perfumes en frascos de pera con borlas, y uno de esos olores pentrantes que parecen pegarse a la piel. «Afrodisíacos», dice el escrito de Miguel Jinete.

Él se volvió hacia ella.

—Tú sabes que me gustas —ella le dejaba hablar—. No sería capaz de enviarte a esta misión mientras entre tú y yo no haya otro tipo de relación, más intensa y firme…

—Quieres decir que, si tengo que ir a joder con otros, antes debería joder contigo.

Él se ofendió.

—No. Así, no. No hables así. He empezado diciendo que te amo. Ésa es la verdad. Te amo, y te voy a pedir un sacrificio para salvar a nuestro amigo. Pero, antes, quiero dejar constancia de mi amor. Quiero dejar claro que tu sacrificio, como el mío, se basa en el amor y la amistad —reaccionó a un gesto de ella—: Y, si no puedes evitar estas muecas de fastidio, será mejor que lo dejemos. Sal por esa puerta y, para ayudar a Víctor, ya me las apañaré yo como pueda y sepa.

Medio segundo necesitó la Gran Meretrix para ponerse la máscara de ternura y simpatía, y acercarse al hombre y acariciarle las solapas.

—Por favor, por favor, pero qué dices. ¿Qué piensas? No me malinterpretes. Lo que ocurre es que estoy triste, triste y desesperada, tan triste como tú por lo que pueda sucederle a Víctor…

En este escrito, Miguel Jinete hacía gala de unas pretensiones literarias que rayaban con el ridículo.

«… Sin previo aviso, estampilló la Gran Meretrix sus labios sobre los del Hombre mientras con una de las manos acariciaba la tumefacción de sus pantalones. Acto seguido, procedió a despojarse de su indumentaria, prenda por prenda, sujetador, faja y liguero. Su esbelta estampa era un obsequio de buen gusto artístico, un regalo para la vista y un imán donde el hombre quedaba adherido a su atracción. Al descender la mirada por su cuello angelical, dos medias lunas desafiantes conducían a la diana que certificaba la ligazón biológica. Luego el color azabache orlaba el punto donde la placentera gravitación de los humanos forja su continuidad. Dos columnas torneadas por la sabia naturaleza y afianzadas por sus adorables bases sostenían a la mujer maravillosa, que se postró devotamente ante él para adorar, en muda plegaria, el epicentro físico del Hombre, prodigiosamente desarrollado.

»El silencio de la casa deshabitada fue sesgado ipso facto por el chapaleo que emanaba del fervor de la Gran Meretrix que se le ofrecía en penitencia, ingiriendo glotona el pan de la salvación…».

—La colección de sellos del viejo Alberto… —dijo el Hombre, más tarde, abrazados los dos sobre sábanas revueltas.

—¿La colección de sellos? —preguntó la Gran Meretrix como si le interesara.

—Sí. El viejo Alberto Gavanza tenía una colección de sellos muy interesante, con un ejemplar muy raro, argentino, me parece recordar. Sé de un capitán muy aficionado a la filatelia. Y me parece que, con esa colección en la mano, podría convencerle de que hiciera algo por Víctor.

—Pero tú no me has traído aquí para convencerme de que consiga una colección de sellos.

—No. Pero todo ayuda. Ese capitán es vocal del Consejo de Guerra Permanente que hay en esta ciudad, y muy amigo del comandante que ejerció de juez militar en la causa contra Víctor. Son tan amigos que les gusta compartir mujer. Los dos a la vez. Y suelen ir de caza a la Parrilla del Ritz y al Casino Militar.

—¿Y qué clase de cosas les gusta hacer? —preguntaba la Gran Meretrix, mimosa y abrumada por el abrazo del Hombre desnudo.

El Hombre se excitaba al imaginar las fantasías que debían de tener los dos militares.

«… Recordaba pasajes de la Biblia que referían cierto castigo que sufrió una población y la Gran Meretrix, que estaba documentada sobre el caso, comprendió de inmediato sus anhelos bíblicos. Sin oponer la menor objeción, adoptó la postura ideal para que los besos franceses del Hombre realizaran varias veces el recorrido desde la fisura primordial al umbral falso, y aquí detuvo su paseo pero no la exploración. Ello avivó en la mujer el deseo castigado por el Libro Sagrado. Cuando la lubricación alcanzó su límite, el Hombre masajeó el itinerario que luego, oficialmente, recorrería para safisfacer su capricho. Las quejas de ella fueron el acolchado que amortiguó los jadeos de él…».