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—¿Quién quiere ir a España?

—Yo —dijo mi padre.

Aunque ya conocían sus intenciones, incluso la familia Guijarro lo contempló con dolorida decepción. Para ellos, la opción de irse a México era una especie de rebelión, una manera de privar a Franco y a los suyos de toda colaboración, aceptación o apoyo. Se negaban a vivir en una España gobernada por militares usurpadores. Y el que regresaba, en cambio, era el claudicante, el que daba la razón a los vencedores.

Cuando se despidieron, los abrazos no fueron firmes ni convencidos, ni los besos cariñosos, ni hubo lágrimas ni calor. Claro que a lo mejor era porque pensaban que iba directo a la muerte. Mientras los mojamés lo conducían hacia la puerta de salida del campo de Argelers, se oyeron voces entre la multitud:

—¡Cobarde!

—¡Traidor!

—¡Hijoputa!

—¡Fascista!

Tuvo que esperar hasta que llenaron la caja de un camión con otros desertores como él, y al fin se los llevaron hasta la frontera. Uno de los desgraciados que viajaba a su lado no dejó de gimotear durante todo el trayecto: «¿Qué nos van a hacer? ¿Qué nos harán? ¿Qué nos harán?».

—¡Cállate ya de una vez, joder!

Eran quince y ofrecían un deplorable aspecto de mendigos muertos de hambre. Con ropas demasiado grandes, rotas y deshilachadas, sucios hasta la náusea, encorvados y vencidos.

Escondió el chisquero de Víctor dentro de sus calzoncillos, detrás del escroto, un rincón de su cuerpo tan sucio que supuso acertadamente que nadie iba a meter allí la mano. No podía quitarse de la cabeza que, cuando los franquistas supieran que se había alistado voluntario, lo considerarían anarquista convencido y le castigarían por ello. Y, si se le ocurría ocultarlo y decir que era civil y nunca había vestido uniforme, terminarían por localizar su nombre en las listas de los pertenecientes al cuerpo de tren y caerían sobre él con más furia todavía. Al fin, optó por decir la verdad. Porque de aquella forma evidenciaría su buena fe y porque, al fin y al cabo, si se había alistado voluntario, fue para no ir al frente a pegar tiros.

Lo dijo al capitán de la Guardia Civil que le tomó declaración. Y el guadia civil levantó la vista y sonrió:

—¿Ah, sí? ¿Te alistaste voluntario para no ir al frente? ¿Cómo se come eso?

—Sabía que, dada mi edad, y como sabía conducir, me dejarían elegir destino, y me habían dicho que en el cuerpo de tren me mantendrían lejos del frente.

—Dada tu edad no te iban a llamar a filas nunca.

—Sí, al final llamaron a los de mi quinta, para llevarlos al Ebro.

—Al Ebro te llevaron de todas formas. Seguro que tú estuviste en el Ebro, si eras del cuerpo de tren.

Mi padre pensó: «Me han pillado. Me equivoqué».

—¿Participaste en algún acto de sangre, ya sea en el frente o en la ciudad?

Recordó a Chueca, el incidente en la granja del chico que se ocultaba. Los tiros. Temió que aquellas imágenes asomaran a sus ojos.

—No —dijo.

Los montaron en un vagón de mercancías de un tren que fue hasta Barcelona. No había ventanillas que les permitieran ver los arrabales ni respirar el oxígeno de su ciudad querida. A mi padre se le aceleraron las pulsaciones sólo de pensar que se estaba acercando a su bandoneón.

Les hicieron bajar en la estación de Francia, pero no les dejaron salir a la calle. Les obligaron a formar y, para tenerlos entretenidos, les hicieron cantar himnos patrióticos, como el Cara al sol, debidamente rematado por los gritos de «Arriba España, Viva Franco, gritad, rojos de mierda, gritad fuerte que no os oigo, maricones».

Al cabo de unas horas, los hicieron subir en otro mercancías, como ganado, y, sin explicación alguna, los trasladaron al gran campo de concentración de Miranda de Ebro.

Entre los andenes y la puerta del campo, los obligaron a formar y el oficial que los conducía se desgañitó para dedicarles una arenga enfática: que, antes de darles cabida en la nueva sociedad española, había que comprobar su solvencia, su honradez y su fidelidad inquebrantable a los principios del Glorioso Movimiento Nacional. Que necesitaban una reeducación, porque los nuevos españoles eran de una integridad y una hombría que ni siquiera podían imaginar. Que tenían que limpiar sus mentes de las nefastas influencias introducidas por demonios rojos.

Las puertas del campo estaban abiertas y, pegados a ellas, en el interior, esperaban en dos filas quince o veinte soldados con porras.

—Ahora —dijo el oficial— iré diciendo vuestros nombres y primer apellido. El que mencione gritará alto y claro su segundo apellido y entrará en el campo tan deprisa como pueda. Con ganas. El cuerpo de guardia os espera para daros una cálida bienvenida. Entrad a la carrera, con ganas. Cuanto más corráis, menos bienvenidas recibiréis.

Empezó a pasar lista.

—¡Ricardo Sellén!

Ricardo Sellén gritó «¡Sánchez!» y se lanzó a la carrera y se metió entre las dos filas del cuerpo de guardia que lo recibió a porrazos. Mi padre, como todos los que aguardaban con él, se estremeció al oír el ruido de los golpes y los gritos de dolor. Luego, el oficial gritó otro nombre y apellido, «¡Alfredo Chiquillo!», y el siguiente desgraciado respondió con su segundo apellido, «¡Moreiras!», y se internó en el túnel de los porrazos. Y siguió otro, y otro, y se sucedieron los zurriagazos y los ayes de dolor, y hubo el que consiguió pasar a toda velocidad y frustró al comité de recepción, y el que quedó trabado entre las porras, en un baile ridículo, tratando de cubrirse con brazos y manos con el movimiento convulso de quien lucha contra un enjambre de abejas. Y, por fin, «¡Fernando Gavanza!», y mi padre que respondió «¡Carballido!» y se puso a dar zancadas para lanzarse de cabeza al tormento. Cruzó el umbral del campo, notó una descarga eléctrica en la columna vertebral, cerró los ojos y se dio por vencido, «no puedo más, no puedo más, pensaba que lo soportaría pero no puedo». Durante una interminable e insoportable caída en el vacío, oyó la voz gruesa que tronaba:

—¿Y éste qué coño hace aquí?

Y otra voz que se excusaba:

—Joder, es que creía que lo habían matado.

—¡Ojalá! ¡Un rojo menos!

Abrió los ojos y se encontró en una muy precaria enfermería.

Le dieron de comer una especie de caldo a base de patatas hervidas con piel, hojas de col y una excepcional punta de tocino para que se repusiera y, en seguida, el alta y la orden de que fuera a raparse y a incorporarse al barracón que le correspondía. No sabía cuál era su barracón, no sabía dónde estaba el barbero, caminaba como un explorador perdido en el desierto. En mitad del patio se encontró con un cabo de vara gordo, bigotudo y montaraz, con su larga camisa a rayas blanquiazules; que lo llamó desde lejos. «¡Eh, tú, tú, eh, tú!».

—¿Tú eres Gavanza? —le preguntó cuando estuvieron frente a frente.

Mi padre apenas pudo responder «Sí» antes de que la bestia feroz le partiera la ceja izquierda de un porrazo. Cayó al suelo, sangrando. Aquella vez no perdió el sentido y pudo escuchar perfectamente el discurso del cabo de vara:

—¡Esto es para ver si estás curado del todo, mequetrefe, no te hayan soltado de la enfermería antes de tiempo! Y también para que entiendas que no vas a recibir ningún trato de favor aunque seas un alfeñique de mierda. Aquí hay que ser rudo y espartano o no ser nada, ¿entendido? ¡Y ahora, ve a que te rapen!

Mi padre pensó que le había sucedido lo peor que te puede ocurrir en un lugar como aquél: se había hecho notar, ya tenía mote, ya lo conocían. Desde aquel momento, fue el Alfeñique y, a veces, Alfeñique Maricón.

Siguió la rutina del campo de concentración. Día tras día arrastrándose en un infierno que empezaba con el toque de diana, a las 7 de la mañana. Formaban deprisa y corriendo sin tiempo para vestirse o lavarse. Se pasaba lista, «¡Fernando Gavanza!», «¡Carballido!», y en seguida se izaba la bandera y cantaban el Cara al sol, y gritaban «¡España!», «¡Una!», «¡España!», «¡Grande!», «¡España!», «¡Libre!», y, por fin, «¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!», antes de desayunar.

Una mañana, cuando estaban tomando un agua sucia y caliente que pasaba por café, sonó un disparo en un barracón. Corrió la voz de que un muchacho se había dormido y el capitán le había pegado un tiro en la cabeza.

A veces, también cantaban el himno de la Legión: «… Soy un novio de la muerte/ que va a unirse en lazo fuerte/ con tan leal compañera…».

El resto del tiempo, había que tratar de hacerse invisible, que nadie se fijara en él, que nadie lo señalara con el dedo. «¡Vosotros, los rojos, no tenéis derecho a la vida! ¡Cobardes, hijos de puta, que no servís para nada, sólo para destruir nuestra España gloriosa!».

Aquel cabo de vara feroz, conocido como la Foca, pegando gritos en el patio: «¡Eh, tú, hijoputa, tú, rojo de mierda, sí, tú, que te he visto!». Agarró a un tipo al azar, uno que estaba charlando tranquilamente junto a mi padre.

—¡Has saludado levantando el puño!

—No había saludado levantando el puño —aclaraba mi padre tantos años después—. Allí nadie se atrevería a saludar levantando el puño. Lo eligió al azar. Igual podría haberme tocado a mí.

La Foca y dos de sus ayudantes estuvieron dándole con las porras durante un cuarto de hora largo. Se lo llevaron como muerto y salió de la enfermería, dos días después, con el brazo derecho entablillado y en alto, en un forzado y perpetuo saludo fascista. El cabo de vara, que era un prisionero como los otros, lo señalaba y se reía tanto como los oficiales.

A la hora de comer, un caldo aguado de judías y patatas, a veces con remolacha, a veces con col, a veces con guijas, y un panecillo de no más de cien gramos. Después, incandescentes discursos patrióticos de los ideólogos militares o falangistas; y azucaradas homilías de sacerdotes conversores de infieles incitando a los prisioneros al arrepentimiento y a la confesión, que se confundía con la delación. Y los días de fiesta, misa obligatoria, y a cantar en latín, y a ser posible comunión pública y devota para dar buena imagen. Y, a mediodía, como extra de fiesta de guardar, lentejas o garbanzos hervidos con el caldo.

Algunas tardes, el espectáculo de los fusilamientos. Todos formados para ver cómo ponían a algún compañero contra un muro, frente al pelotón con representación de falangista, teniente de la guardia civil y sacerdote. Sermón del sacerdote para dejar claro que, si duro es el castigo en la Tierra, mucho más duro será el castigo en el Infierno. Y todos los rojos presentes cantando el Cara el sol con el brazo en alto. Decía mi padre que siempre asociaría la letra de aquel himno a las espeluznantes escenas de la ejecución de un hombre.

Se paseaba por el campo un oficial alemán más gordo que fornido llamado Winzermann, de ojos muy azules, pelo cortado al cepillo y nariz rota, con aquel uniforme que evocaba espectaculares montajes hitlerianos. No se sabía si estaba allí para adiestrar a los franquistas, o para supervisar lo que hacían, o para aprender, pero era omnipresente. Todos sabían que asistía a las sesiones de torturas que se realizaban a determinados presos en el barracón del fondo del campo. Era memorable porque siempre iba comiendo descomunales bocadillos y le encantaba dirigirse a los hambrientos prisioneros con la boca llena y escupiendo migajas. Apenas hablaba español y nadie entendía lo que decía, ni ganas.

Por la noche, antes de la cena, formaban militarmente de nuevo y, mientras arriaban bandera, volvían a cantar los himnos de siempre, «Cara al sol», por enésima vez, «con la camisa nueva…», o el himno español con la letra de José María Pemán, «Viva España, alzad los brazos, hijos del pueblo español, que vuelve a resurgir…». Y, después de gritar con todas sus fuerzas «¡Viva España!», «¡Arriba España!» y «¡Franco, Franco, Franco!», iban a dormir en sus catres estrechos, sobre unos colchones rellenos de muy poca paja y de ingentes cantidades de piojos, chinches y pulgas. Hasta el día siguiente.

La noche del 20 de febrero de 1976, tres días antes de su muerte, oí el ruido de los pasos de mi padre arrastrando sus pantuflas por el pasillo hacia el comedor de delante, y cómo trasteaba entre las botellas de la vitrina. Me acerqué y lo encontré en penumbra, bebiendo coñac y fumándose un puro habano.

—Papá —le reñí con un susurro cómplice—. Que Franco ya se ha muerto.

—No estoy celebrando la muerte de Franco. Ahora estoy celebrando la mía.

—No digas chorradas.

Estuvimos hablando mucho rato, me contó sus penalidades en los campos de concentración y acabé preguntándole:

—¿Por qué no me habías contado nunca todo esto?

Contestó:

—Porque a nadie le gusta contar cómo le dieron por el culo. Porque siempre quise que tuvieras de mí una imagen íntegra y digna, y en aquel campo me quitaron la dignidad y me rompieron por dentro. Allí, el miedo me volvió lameculos de quienes me aporreaban, acepté que quien tiene la fuerza tiene la razón, les entregué toda mi honestidad y mis principios. ¿Cómo querías que te contara eso? ¿Para qué?

En aquel momento, no tuve respuesta. Como si le diera la razón. Pero luego pensé: ¿Para qué? Para echar fuera la angustia, para vomitar ese injusto sentimiento de culpabilidad y vergüenza que allí le inocularon un día y que lo envenenó durante el resto de su vida. Entendí entonces sus silencios, que tanto lo habían distanciado de mí y de mi madre; y entendí sus chistes y su sonrisa perenne, esa máscara artificial que ante el mundo lo disfrazaba de simpático y amable, ese esfuerzo desesperado y continuo para hacerse aceptable, para hacerse perdonar toda la mierda que creía llevar en su interior.

No se me ocurrió qué responderle en aquel momento y ahora, cuando ya tengo una réplica, es demasiado tarde.