Lo publicaron en todos los periódicos, lo leyeron en la radio, apareció en pasquines pegados a las paredes o a los árboles: «A la tarea complicada de hacer justicia en Cataluña, después de más de treinta meses de dominación anarcocomunista, deben cooperar todos los ciudadanos. Aquéllos que tengan referencias exactas de injusticias cometidas por los hombres que durante todo el periodo de Companys han dispuesto a su capricho de las vidas y haciendas de las personas que no pudieron escapar del terror rojo deben ponerlas en conocimiento de las autoridades competentes, puesto que de esta manera colaborarán eficazmente en la obra de justicia tan necesaria que actualmente se realiza en Cataluña».
Se formaron largas colas de delatores ante las oficinas que los militares o la Falange abrieron en distintos puntos de la ciudad. Era bien sabido que toda persona denunciada era detenida e interrogada.
Así, Barcelona se volvió una ciudad encogida y amedrentada. Incluso la calle de Robador perdió su color y su vivacidad. Las putas circulaban cohibidas, apabulladas por unos soldados arrogantes que creían haberse ganado el derecho de hacer con ellas lo que querían sin pagar. Los clientes del bar Luys sorbían sus vinos y cafés encogidos por el miedo a las frecuentes irrupciones de hombres uniformados que a gritos exigían el brazo en alto, los arribaspañas, vivafrancos e himnos de rigor, y la documentación, coño, y «¡se habla el idioma del Imperio, joder!», y a ver esas miradas, y a ver esos modales bajo la amenaza de ser encerrados en las temidas celdas de castigo de donde casi nadie sale.
Víctor, con sus hermanos Teri, Fráter y Llibert, eran camareros callados y hoscos, que no daban conversación a nadie que no la pidiera y, cuando hablaban, era en voz baja y sin alegrías. Giordano Bruno, a sus veintiún años, había perdido los dos pies en el frente y malvivía, amargado y alcohólico, en la casita de Poblenou (entonces, Pueblo Nuevo) con una esposa abnegada a la que maltrataba de pensamiento, palabra y a veces incluso de obra. Miguel les había prometido que en Jefatura no quedaba constancia de sus pasados anarquistas, pero a nadie escapaba que un veterano policía de la República no estaba en condiciones de garantizar nada bajo el mandato de las escuadras victoriosas.
Y llegaron de repente, en el mes de mayo, confirmando todas las prevenciones, con un estallido de gritos, violencia, taconazos y destrucción. Uniformes verdes de guardia civil y caquis de militar, ladridos punzantes, pistolas y naranjeros en mano, «¡quietos todos!, ¡contra la pared!, ¡las manos arriba!», «¡cabrones rojos hijos de puta!, ¿quién es Víctor Luys? ¿Quién es Fraternal Luys? ¡La documentación, coño!».
Teresa los oyó desde el piso superior, y corrió a abrazar al niño de dos años que jugaba por el suelo, y pensó: «No me lo matéis, no me lo matéis», y se quedó petrificada, boquiabierta, con los ojos dilatados por un expectante terror, llorando sin querer ni darse cuenta, incapaz de bajar a defender a su marido.
Un militar alto, macizo e inexpresivo como un muro aulló: «¿Qué coño de nombre es éste de Fraternal? ¿Es un nombre ateo anarquista?», y añadió: «¡Contesta, joder!», al tiempo que le golpeaba en la cabeza con su pistola. Fraternal cayó de rodillas, la cara ensangrentada. Esposaron las manos a la espalda a los tres Luys presentes, Fraternal, Eleuterio y Víctor, y los sacaron a la calle a empellones. Los metieron en una furgoneta. Se los llevaron mientras unos soldados locos destrozaban botellas, vasos, mesas y sillas a culatazos. Se reían, gritaban, intercambiaban bromas entre ellos.
Subieron al piso, y Teresa pensó: «¡Me van a violar! ¡Matarán al niño!».
Los discursos que daba el general Queipo de Llano en Unión Radio de Sevilla habían llegado a todas partes. Todo el mundo conocía sus palabras: «Nuestros valientes Legionarios y Regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombre de verdad. Ahora sus mujeres sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen». Y, mientras resonaban las botas en la escalera de caracol, y armas y puños aporreaban la puerta, salió por la puerta que daba a la escalera de la calle de San Rafael (desde le victoria de Franco era San Rafael, sin te), arrastrando al niño aterrorizado consigo, y se escabulló por las callejas del Barrio Chino sin saber adónde ir.
Decían las proclamas de ejército triunfador: «… Así podrá la nueva policía española llevar a cabo la vigilancia permanente y total, indispensable para la vida de la Nación, que en los Estados tolitarios se logra merced a una acertada combinación de técnica perfecta y de lealtad».