A sus treinta y tantos años, mi padre se veía convertido en un viejo decrépito, derrotado, medio enterrado en la arena y mirando el mar desde el fondo de una tristeza inmensa. Con el pelo y la barba largos y completamente blancos, no recordaba mucho de sus primeros días en el campo de Argelers. Sólo confusión y mucha gente, así es como resumía la llegada a la playa inmensa donde los dejaron tirados. «Confusión, mucha gente, gritos, codazos, lamentos, yo iba aturdido, muy aturdido». Recordaba a los mojamés por la playa, a caballo, ansiosos por demostrar su autoridad y su intransigencia. De vez en cuando, se los veía al galope, a la caza de algunos refugiados para castigarlos por cualquier cosa. Uno que hablaba español recorría el campo voceando: «¿Quién quiere ir a España? ¿Quién quiere ir a España?». Lo asaeteaban por todas partes con miradas fulminantes, como si fuera un vendedor de traiciones, publicitario de la cobardía y la deslealtad.
Como los primeros días les distribuyeron los alimentos lanzándolos desde un camión y la multitud tenía que atraparlos al vuelo y terminaban peleando por los pedazos de pan y tocino, mi padre, sin fuerzas ni físicas ni psíquicas, estuvo bastante tiempo sin comer. Miraba de lejos la batalla campal y renunciaba a todo.
No había barracones donde guarecerse del invierno más crudo de los últimos años, que llegó a los diez grados bajo cero, ni había camas, ni camastros, ni jergones, ni siquiera les dieron mantas. Quedaron a la intemperie y, para combatir el frío, y la humedad, y la lluvia, y la nieve, no les quedaba más remedio que cavarse un nido en la arena y sepultarse en ella.
Una familia granadina se compadeció de él y lo adoptó. Se llamaban Guijarro, y estaba compuesta por un matrimonio de unos treinta años que hablaban mucho y muy deprisa y no paraban de moverse, y dos hijas, de unos doce y quince años. Se conocieron cuando ellos intentaban encender una hoguera con una cerilla que se apagó sin que prendiera la llama. Entonces, apareció una luz en los ojos muertos de mi padre, que de pronto abandonó el hueco de la arena donde se acurrucaba y se arrastró hacia ellos. Lo miraron con miedo, como si fuera un perro sarnoso y amenazador, y él los tranquilizó mostrándoles aquel chisquero de larga mecha amarilla que le había regalado Víctor. El hombre de la familia frotó la ruedecilla del aparato con insistencia hasta que saltó la chispa y prendió, y soplaron, y brotó la llama, y el humo, y tuvieron una confortable hoguera. Mi padre, por señas, exigió que le devolvieran el encendedor y regresó a su sitio. El padre, la madre y las dos hijas Guijarro, agradecidos, insistieron para que se aprovechara del calor de la fogata, casi lo arrastraron para que se sentara con ellos.
La hija mayor se sabía muchas rimas de Bécquer, y mi padre recordaba el tacto de sus dedos entre su espesa y embarullada cabellera para despiojarla. Los Guijarro le llevaron al barbero del campo para que le cortara el pelo y lo afeitara a conciencia. Y compartieron con él la comida que conseguían, hasta que se la empezaron a racionar correctamente y mi padre se vio con ánimos para hacerse con un plato y acudir a los peroles humeantes de donde salía el rancho diario.
Luego estaba la primera línea de mierda. Todo el que pasó por el campo de Argelers recuerda la primera línea de mierda. Eran más de cincuenta mil personas que aliviaban sus necesidades fisiológicas en el mar, donde rompían las olas, a la vista de todos, de manera que el vaivén de las aguas iba cargado de olores y colores repugnantes.
Mi padre tenía tan mal aspecto que a nadie se le ocurrió tratar de convencerle para que se apuntara voluntario a las Compagnies de Travailleurs Étrangers. Tampoco lo habrían conseguido. Se rumoreaba que te llevaban a levantar búnkers en las fronteras del norte en previsión de una eventual invasión alemana, o a construir una línea de ferrocarril en el desierto argelino.
Los Guijarro siempre dijeron que se lo iban a llevar con ellos a México. Consideraban que allí estaba la salvación. México no reconocía a la España de Franco y aseguraban que otorgaba automáticamente la nacionalidad mexicana a los inmigrantes republicanos españoles. «Tú te vendrás con nosotros, Fernando», decían los Guijarro.
Y, poco a poco, fue renaciendo el instinto de supervivencia de mi padre. Se le avivó la mirada para descubrir la miseria de su entorno, e incluso, un día, se atrevió a escabullirse con Guijarro padre por debajo de las alambradas, no para escapar sino para conseguir, en los alrededores, unos listones de madera y unas cañas con ayuda de las cuales, y de aquel abrigo que le quedaba demasiado grande, se construyó una especie de precaria tienda de campaña protectora.
Pero su resurrección, «su auténtica resurrección» (lo decía así), llegó con la música.
De pronto, un rasgueo de guitarra y unos lamentos flamencos en alguna parte, y mi padre levantó la cabeza y escuchó, alerta como el animal que olfatea presencias en la brisa. Y, como un niño de Hamelin, se incorporó, se levantó, salió de su nido y fue al encuentro del cante. Era un día helado de principios de primavera en que el viento levantaba los granos de arena para lapidarle y cegarle, pero en seguida localizó la hoguera alrededor de la cual cantaban unos gitanos melómanos y melancólicos.
—¡Mal haya la ropa negra,/ y el sastre que la cortó,/ que mi niña está de luto/ sin haberme muerto yo!
Mi padre jamás podría olvidar aquella copla. Siguieron otras, y palmas, y olés, hasta que al guitarrista se le acabaron las ganas o el repertorio, y dijo: «Ya está». Dejaba ya el instrumento cuando mi padre dio un paso al frente, levantó tímidamente un dedo y dijo:
—¿Puedo tocar yo? —y se aclaró la garganta para insistir, más fuerte—: ¿Me dejas la guitarra, por favor? Soy músico.
Y contaba que le vieron con un aspecto tan penoso que nadie le hubiera podido negar nada. Así que le entregaron la guitarra, atentos a lo que pudiera hacer con ella.
Mi padre se abrazó a las curvas y al mástil, pulsó las cuerdas, escuchó su sonido familiar, «fue como encontrarme con una vieja amiga». Había aprendido a tocar la guitarra antes que el bandoneón y en aquel momento tuvo la oportunidad de recuperar y mostrar toda su ciencia. «Nunca, ni antes ni después, toqué tan bien como aquel día. Si la música es sentimiento en estado puro, en aquel instante supe destilar todo mi dolor, mi piedad, mi rabia, mi rencor y mi derrota en una versión improvisada e imperfecta del tango Esta noche me emborracho.
»Sola, fané y descangayada… flaca, tres cuartas de cogote, y una percha en el escote, bajo la nuez; chueca, vestida de pebeta, teñida y coqueteando su desnudez» es la descripción de una mujer ajada por el tiempo y la mala vida. Pero yo no estaba hablando de una mujer —puntualizaba mi padre—, porque ya no existía ninguna mujer en mi vida, porque me las habían matado. Yo me estaba refiriendo a mi ciudad, a mi país, a la patria que había dejado atrás, arrasada por las bombas y el odio. «Nunca pensé que la vería en un requiescat in pace tan cruel como el de hoy; miren si no es pa’ suicidarse que por ese cachivache sea lo que soy; fiera venganza la del tiempo que le hace ver deshecho lo que uno amó… Este encuentro me ha hecho tanto mal que, si lo pienso más, termino envenenao; esta noche me emborracho bien, me mamo bien mamao, pa’ no llorar».
Los aplausos lo arrancaron de su melancolía y su dolor. La música lenitiva, la aprobación de quienes lo rodeaban, el pobre éxito, las sonrisas, la sensación de que todavía quedaban muchas fuerzas y muchas maneras de defenderse y combatir al agresor.
Curiosamente, años después, mi padre tuvo ocasión de escuchar en un disco una especie de himno del campo de Argelers, que se cantaba precisamente con la música de Esta noche me emborracho. Él aseguraba que nunca lo oyó cantar allí mientras estuvo y no descartaba que el germen del himno hubiera sido aquella versión que él entonó para resucitar.
Somos los tristes refugiados
Que de España llegamos
Después de tanto andar.
Hemos pasado la frontera
A pie por carretera
Con nuestro ajuar.
Mantas, macutos y maletas,
Tres latas de conserva
Y algo de humor.
Es lo que hemos podido salvar
Después de tanto luchar
Contra el fascismo atrás.
Y en el campo de Argelers sur Mer
Nos fueron a encerrar pa’ no comer.
Cegado por los lagrimones, estrangulado por sollozos que se anudaban en su tráquea, cantó otros tangos, Adiós muchachos, Mano a mano, y mientras lo hacía acudió a su mente el recuerdo del bandoneón que había quedado olvidado en un armario del piso de Gran Vía con Entenza. ¿Qué habría sido de su bandoneón? Lo vio entre escombros, destrozado por una bomba; o en las manos profanas de nacionales que lo requisaban o lo tiraban por el balcón. Y oyó al vocero odiado que avanzaba por el campo de concentración gritando en mal español: «¿Quién quiere ir a España? ¿Quién quiere ir a España?», y en aquel momento, abrazado aún a la guitarra, tomó la determinación de regresar a Barcelona, sólo para recuperar su bandoneón.
Y pensar que hace tres años
España entera
era una nación feliz,
libre y obrera.
Abundaba la comida,
no digamos la bebida,
el tabaco y el papel.
Había muchas diversiones
pa’ alegrar los corazones
y mujeres a granel.
Hoy que ni cagar podemos
sin que venga un mojamé,
nos tratan como penados
y nos dicen los soldados: Alé, Alé!