En la galería al aire libre del piso principal de la Jefatura de Policía, bajo los ricos artesonados de madera noble y con los ojos fijos en las baldosas polícromas, aguardaban once hombres muy elegantes, con camisas limpias y corbatas, arrebujados en sus abrigos y gabanes.
Los once habían ejercido como policías en la Barcelona republicana y a las órdenes de políticos de izquierdas y nacionalistas, y sabían que eso podía costarles la vida. Los vencedores habían puesto el mundo del revés y se arrogaban el derecho a condenar a alguien por «haber sido contrario al Glorioso Alzamiento Nacional» o por tener un trabajo público antes del golpe de Estado, y ejecutaban a funcionarios simplemente «por lo que podrían haber hecho». La inmensa mayoría de sus jefes y compañeros habían huido, algunos en coches oficiales, otros a pie y despavoridos. Ellos, en cambio, habían realizado todos los trámites pertinentes para ajustarse a la Ley de Depuración de Funcionarios. Se habían esmerado en la redacción de instancias, «El que suscribe, Miguel Jinete Valle, de cuarenta años de edad, expone:…», «… que es persona de orden y de creencias religiosas», «… que el 18 de julio de 1936 ocupaba el cargo de inspector de policía», «… que jamás se adhirió al gobierno marxista», «que prestó servicios al Glorioso Movimiento Nacional como informante desde el bando rojo bajo el código en clave Z-23», «… con los avales de dos personas adictas al régimen de la solvencia de don Julián Villarroya y…» «… Declara que los más notorios izquierdistas de su departamento eran…».
Durante una semana, una serie de oficiales iniciados en la más ortodoxa doctrina católico-franquista habían estado estudiando aquellos documentos y ahora se disponían a leer sus veredictos.
Pero, sobre todo, aquellos once se habían quedado porque confiaban en algún triunfo protector extra. Listas de nombres, fotos, declaraciones juradas, en los maletines o carteras de cuero que sujetaban fuerte entre las manos. Eso, de una manera u otra, significaba que iban a traicionar a alguien. Salvarían su vida a cambio de entregar otras muchas. Pero eran conscientes de que se jugaban la propia. Muchos oficiales, funcionarios y políticos que habían confiado en la benevolencia de los vencedores y habían entregado las armas sin temor a las represalias habían sido ejecutados contra los muros del cementerio más próximo.
Se miraban de soslayo, procurando que sus ojos no coincidieran y, cuando esto sucedía, desviaban la vista de manera fugaz y furtiva. Fumaban. Hacía mucho frío.
Fuera, la muchedumbre ya no gritaba «Franco, Franco, Franco», pero los efectos del clamor histérico permanecían suspendidos en el aire de manera obsesiva.
Entre los papeles amarillentos que habían pertenecido a Miguel Jinete y, apretujados y barajados, estaban en el maletín de mimbre, había nueve folios escritos a mano con letra irregular, casi ilegible, titulados «Mi perro Madrugón». En ellos, dice Miguel Jinete: «Era un clamor monstruoso y sucio, bastardo de la ilusión y el miedo, la confianza ingenua y angustiada en un futuro que no podía ser peor que el pasado y el pánico ante el trato que podían dar a sus vidas aquellos salvajes que habían machacado la ciudad sin la menor compasión. “Franco, Franco, Franco” era un grito que transmitía desasosiego. Pensé que me daba asco la cobardía abyecta de las masas, y que tenían merecido todo lo que les había sucedido y lo que les pudiera suceder. Y, mientras pensaba eso, evitaba cuestionarme lo que pudiera sucederme a mí. Me pareció que me iba despersonalizando en aquella butaca, se me volaban los pensamientos y las sensaciones, me iba cosificando. Era el jugador de ajedrez que, de repente, descubre que se está convirtiendo en pieza. La incógnita era si me iba a volver peón o alfil, caballo o reina, y cuándo decidirían sacrificarme».
Aparecieron de pronto, con aquel taconeo de botas que parecía pataleta infantil, el zapateado de la muerte. Delante, con aplomo de suegra al entrar en la catedral para casar a la hija, un coronel del ejército con bigote de Adolphe Menjou. Miguel Jinete pensó que le complacía tener un cierto parecido físico con el Caudillo, pero aún le gustaba más ser más alto que él y poseer una voz más viril. Tras él, dos capitanes jóvenes y heroicos, probablemente miembros de la Columna de Orden y Ocupación, uno de ellos con gafas y una carpeta en las manos, y dos rudos falangistas. Uno de éstos era un inspector conocido por todos los presentes, un tal Quintán, que había desaparecido en los primeros meses de la guerra y corría el rumor de que se había pasado a los nacionales. Allí estaba, con la camisa azul y el yugo y las flechas bordados en rojo, y la boina roja. Un policía mediocre y envidioso que ahora miraba a los que habían sido sus compañeros con superioridad y satisfacción mal disimulada, consciente de que las vidas de aquellos once desgraciados estaban en sus manos. No saludó a nadie y nadie le saludó. Apenas tal vez unas miradas de reconocimiento, «hombre, mira quién está aquí», «coño, volvemos a vernos», «vaya, no pensaba volver a encontrarte», «te has jodido, chaval, con éste no hay nada que hacer».
El joven capitán de las gafas aulló: «¡En pie!», y aquellos once hombres ateridos que estaban sentados se pusieron en pie, y todos en posición de firmes, y todos levantaron el brazo con el saludo fascista.
—¡Viva Franco!
—¡Viva!
—¡Arriba España!
—¡Arriba!
«(…) El coronel nos dedicó una ojeada desdeñosa, propia del jefe de un pelotón de ejecución, y frunció los labios como si se dispusiera a escupirnos. Llevaba en la mano un puñado de octavillas que había pillado al paso, en algún despacho cercano».
—¿Se puede saber qué cojones es esto? —gritó—. ¿Está escrito en catalán, o en francés, o en qué coño está escrito?
Respondió tímidamente un tal Carlos Omar, un hombretón de cuarenta y ocho años reducido a la categoría de chiquillo ruboroso.
—Está escrito en catalán, mi coronel —y, antes de que el oficial lo agrediera con el próximo berrido—. Son octavillas que lanzaba la aviación nacional para desmoralizar a los catalanes, mi coronel.
—¿Ah, sí?
—Sí, mi coronel.
—¿Y qué dicen?
—Más o menos dicen: «Catalanes, con el Caudillo llega la paz. Entregad las armas a su benevolencia y acabad con esta guerra cruel. No temáis las represalias porque Francisco Franco, Generalísimo de los Ejércitos, os trae el pan y la justicia».
—Porque tú hablas catalán.
—Sí, mi coronel.
El coronel levantó la barbilla y frunció los ojos.
—¿Cuántos más habláis catalán?
Nueve de los once levantaron la mano. Uno de ellos era Miguel Jinete.
—¿Y qué hacían ahí estos papelorios?
—Algunos los redistribuíamos por la calle, mi coronel. Para que los lea el mayor número de gente…
Antes de que terminase de hablar, el militar ya estaba gritando de nuevo:
—¡Como salga de aquí una sola de estas mierdas, te pego un tiro en la nuca, imbécil! ¡Quemadlas inmediatamente! ¡No quiero volver a verlas jamás! ¡Y al primero que pille hablando en catalán, le vuelo la cabeza! ¿Está entendido?
Estaba entendido.
El coronel, muy a gusto en su papel de coronelísimo, se volvió hacia el joven capitán de la carpeta.
—¿Son éstos los hombres que teníamos que entrevistar hoy?
Después de consultar sus documentos, el capitán dijo:
—Aquí sólo me constan ocho nombres, mi coronel.
—Pase lista.
Pasó lista. «Pedro Coma», «¡Presente!», «Fernando Costa», «¡Presente!», «Claudio Ferrer», «¡Presente!», «Federico Fluviá», «¡Presente!», «José Galofre»… Riguroso orden alfabético.
Pronunciaba cada nombre y levantaba la vista del documento para observar al que había contestado como si quisiera aprenderse de memoria sus facciones.
—Miguel Jinete.
—Presente.
Los ojos de Miguel se encontraron con los del capitán. «Pensé: “demasiado joven”, y el capitán se dio cuenta de que yo era peligroso, y le gustó lo que veía».
Habían quedado tres innominados.
—¿Y vosotros? —tuteando, claro.
Uno, Gervasio Climent, tomó la palabra, firme y corajudo, agarrotado por el miedo.
—Como policía y como persona —afirmó con acento catalán—, siempre he defendido la ley y la justicia. Creo en Dios y creo que el Caudillo ha venido a salvarnos del caos. Y, aunque no tengo quien me avale, pongo mi lealtad al servicio de la nueva España.
Los otros dos policías soltaron discursos similares.
Miguel Jinete escribiría: «Gervasio Climent fue fusilado al cabo de tres días».
Luego tuvieron que aguardar otra vez, esquivándose las miradas, hasta que los llamaban al despacho del jefe superior para enfrentarse a aquella especie de tribunal.
—Pedro Coma.
Y Pedro Coma desaparecía tras la puerta enorme del infierno, del paraíso o del purgatorio, armado con la cartera donde escondía sus triunfos, sus secretos, sus delaciones, los documentos de quienes le avalaban.
—Miguel Jinete.
Se levantó. Se entretuvo un momento en recoger del suelo la cartera de cuero, la más abultada de todas las que había en el salón.
Entró en el gran despacho decorado con una gran bandera rojigualda que colgaba fláccida de un mástil en el rincón, detrás de la mesa. En la pared, una foto de Francisco Franco y otra de José Antonio Primo de Rivera y, entre los dos, un crucifijo. Miguel Jinete había estado muchas veces en aquella estancia, incluso había dormido en ella aquella jornada memorable de mayo del 37, pero en aquel momento le pareció absolutamente irreconocible.
El joven capitán de las gafas estaba sentado tras el escritorio, como presidiendo el tribunal. El coronel, a su derecha, miraba hacia alguna telaraña del techo para aparentar indiferencia y aburrimiento. El otro capitán estaba a la izquierda y los dos falangistas sentados en un sofá, «para lo que usted quisiera mandar». Quintán miraba al frente, absorto en sus pensamientos, y no decía nada. Ya debía de haberlo dicho todo en las reuniones preliminares. Las sentencias ya estaban dictadas, aquella entrevista era un puro trámite.
Miguel Jinete saludó con el brazo en alto.
No dijo «Viva Franco» ni «Arriba España» y no supo si ése podía ser su primer error.
—Miguel Jinete Valle.
—Presente —muy militar.
—Descanse —todo muy militar.
—Dice aquí que es usted especialista en la lucha contra el anarquismo —murmuró el joven capitán.
—Sí, mi capitán —Miguel ya estaba sacando de su cartera un grueso paquete de documentos y los depositaba sobre la mesa. «Más de doscientos folios», decía en su escrito.
—Aquí tiene un resumen de mis operaciones contra el terror anarquista, desde la época en que el general Severiano Martínez Anido era gobernador militar de Barcelona, y durante la dictadura de Primo de Rivera, y durante la guerra. Sé que el general Martínez Anido conoce mis actividades de información y ha intercedido por mí…
El coronel se interesó por los papeles, sin tocarlos, apenas acariciándolos con la vista. Murmuró, en un rezongo grave, «el general Martínez Anido murió en diciembre pasado; ya no está para avalar a nadie», y levantó sus ojos curiosos hacia el interrogado.
—¿Y cómo sabes tanto de anarquistas?
—Me infiltraba entre ellos, mi coronel.
—Te infiltrabas entre ellos. Te hacías pasar por uno de ellos.
—Sí, mi coronel.
—Y hablabas como ellos. Y vivías como ellos.
—Sí, mi coronel.
—Y cantabas sus mismas canciones…
—Sí, mi coronel. Y los denunciaba, y desarticulábamos sus células, y los desarmábamos. Y acabábamos con ellos, mi coronel. Ahí está documentado.
—¿Los llevabais a la checa de San Elías?
—Sí, mi coronel.
—¿Y los interrogabas tú mismo? —se le hacía la boca agua.
—Sí, mi coronel.
—¿Era tan tremenda, como se dice, la checa de San Elías?
—Sí, mi coronel.
—¿Tortura psicológica? ¿Con luces intermitentes y escenarios extraños, y dibujos en las paredes para distorsionar la realidad…?
—Sí, mi coronel. Y la ducha de agua congelada, y la silla eléctrica y la guillotina.
—Dicen que echabais los cadáveres a una piara de cerdos que había por allí.
—Sí, mi coronel.
—Estoy deseando conocer ese sitio.
—Cuando quiera se lo puedo mostrar, mi coronel.
—Así que torturabas y matabas siguiendo las órdenes del Marxismo Internacional, ¿no? Eso es lo que me estás contando. ¿Tú qué eras? ¿Del SIM? ¿Estalinista? ¿Trotskista?
Miguel Jinete tragó saliva y respiró por la nariz.
—Me daba igual quién diera las órdenes con tal de acabar con la lacra anarquista. Y, al mismo tiempo, le recuerdo que colaboraba con la quinta columna, mi coronel. Yo era el agente Z-23 y se me otorgó el grado de sargento del ejército nacional. Supongo que tienen constancia de ello.
—Sí, sí. Pero en la checa de San Elías también les dabais lo suyo a los sacerdotes, y a gente de derechas.
—Yo nunca lo hice, mi coronel. No encontrará a nadie que pueda declarar contra mí.
—¡Los mataste a todos! —gritó el coronel a la vez que descargaba una palmada sobre la mesa y soltaba una risotada salvaje. Miguel Jinete no supo si debía sonreír o no. Asistió impasible al estallido de hilaridad y esperó a que el oficial franquista recuperase las formas para volver a contemplar las telarañas que eran su musa inspiradora—. Infiltrado entre los anarquistas, espía para nosotros, qué vida la tuya, siempre disimulando, siempre disfrazándote, siempre mintiendo. Qué asco. Y ahora el embustero viene y me cuenta una historia que yo me tengo que creer.
—El señor Villarroya confirmará mis palabras, mi coronel. Yo le salvé la vida, a él y a su esposa, los protegí, los alimenté. Y le pasaba información para que él la transmitiera al ejército de Franco. Ahora mismo —metió la mano en la cartera de piel y sacó otra carpeta marrón que dejó sobre el escritorio, cerca de las manos que el oficial mantenía allí posadas, como si estuviera a punto de impulsarse para saltar sobre él—, ahora mismo traigo información sobre todos los parientes, conocidos y simpatizantes de las células anarquistas que desmantelamos.
—¿Villarroya? —le interrumpió el coronel sin tocar la carpeta.
—Un industrial, mi coronel —apuntó el capitán joven de las gafas, que parecía algo contrariado porque su superior le robaba protagonismo—. Ha colaborado muy eficazmente con nosotros desde la quinta columna. Él avala a Jinete.
—Un industrial catalán —comentó el coronel, con la atención fijada en la telaraña—. Me cago en los industriales catalanes.
—De hecho, el fundador de la fábrica, padre de este Villarroya, no era catalán, mi coronel —le corrigió el capitán—. Era de Soria.
—Vive aquí. Podría haberse ido a montar sus fábricas a otra parte, a Soria, por ejemplo. Pero vino aquí. Industriales catalanes hijos de puta. Los dejamos montarse aquí la industria española y convierten esta tierra en un nido de anarquistas, comunistas, marxistas, masones y separatistas. Y, cuando se ahogan en su mierda, nos piden que vengamos a salvarlos. Hijos de puta —hablaba sin gritos, sin pasión, como si sólo tratara de razonar con las telarañas—. Ahora los enviaremos a la mierda. Vamos a terminar con la industria en Cataluña, ya se lo puedes decir. Nos la llevaremos a España y aquí que se jodan. Ese mierda que lo avala estará pidiendo limosna dentro de un año. Se van a enterar los catalanes de quiénes somos. Tanto separatismo y tanta anarquía y tanta mierda, joder —gritó de pronto—: ¡Madurga!
El falangista que contenía la respiración en el sofá del rincón junto a Quintán se puso en pie de un brinco y disparó el brazo en alto.
—¡A sus órdenes, mi coronel!
—No hace falta que grites tanto. Tú te quieres quedar en Barcelona, ¿verdad?
—Me han destinado aquí, mi coronel —afirmó el falangista, por si acaso desear vivir en Barcelona fuese algo penado por la nueva ley—. Cumplo órdenes.
—¿Sabes para qué te necesitamos, si es que te necesitamos, Jinete? —el coronel derivó su atención hacia Miguel Jinete, que se encorvaba ligeramente delante de él—. Para que le enseñes a un forastero leal como Madurga cómo es esta ciudad, cómo son sus calles y sus habitantes. La vida del policía está en la calle y tú has sido policía y conoces las de aquí. Madurga es un buen policía, leal a la causa, y no las conoce, por eso te necesita. Él necesita que le enseñes la calle y tú necesitas que él te ponga collar y bozal, de manera que os necesitáis mutuamente. Y, para empezar y para que te portes bien, empezarás recibiendo una gratificación de trescientas pesetas al mes.
Hay una fotografía de Madurga y Miguel Jinete en el fútbol, los dos con abrigos gruesos, gafas oscuras y sombreros de gángsters. Reconozco en el de la foto al viejo desastrado Mariano Madurga que yo conocí. No era tan alto como Miguel Jinete, ni tan corpulento. Parecía un niñato ingenuo aprendiendo a comportarse como un adulto perverso. En sus ojos esa curiosidad juvenil y estúpida de quien busca emociones por todas partes.
En su escrito titulado «Mi perro Madrugón», dice Jinete: «Me lo adjudicaron como perro pastor diciéndole que yo era mal ganado.
»Fue fácil de domesticar. Se quería comer Barcelona y tío Miguel lo llevó de la manita a conocerla, y Barcelona se lo comió. Tío Miguel le dio a probar manjares cuando el pobre desgraciado había sufrido hambre desde su más tierna infancia, lo emborrachó con whisky cuando él creía que el néctar era como el aguardiente de su pueblo, comió chuletón cuando el ruido de las tripas de sus vecinos atravesaba las paredes, y de postre le di a probar un dulce bombón».
«Dulce bombón», decía.
«Suerte tuve de él, mi fiel, leal, querido, entrañable Madrugón».