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A partir de ese momento, los recuerdos de mi padre eran muy confusos y él no hacía ningún esfuerzo por aclarar la confusión.

—Me volví medio loco. O loco del todo.

Llegado ya el buen tiempo, un lunes les dieron a Chueca y a él la orden de incorporarse a una larga expedición de camiones que transportaban pontones y pontoneros, alambre de espinos y zapadores para construir trincheras.

Por razones estratégicas, fueron por carreteras comarcales del interior, pasando por Vilafranca, Montblanc, Borges Blanques, hasta Flix, a las orillas del río fronterizo, abrumados por la desolación de un paisaje intensamente bombardeado por los franquistas. A medida que se acercaban a primera línea de combate, los pueblos estaban más y más devastados, convertidos en amasijos de ruinas, y la expresión de los rostros de los campesinos que los miraban desde la cuneta hablaba de un fracaso irremediable. Mi padre decía que no se sentía muy afectado por ello. Les devolvía la mirada con indiferencia. En aquella época bebía mucho y todo le daba igual. Se acabaron los fines de semana en Barcelona y eso tampoco le importó. Le daba igual estar aquí que allí, dormir en una cama, o en un catre, o en un pajar, o en el suelo, bajo una tienda de campaña.

Durante abril y mayo, fue repitiendo ese trayecto, porque se preparaba una ofensiva. Un día les hicieron ir a los cuarteles Karl Marx, que se encontraban en la Ciudadela, para cargar un nuevo reemplazo de soldados que iban al frente. Eran chavales de diecisiete o dieciocho años, nacidos en 1920 o 1921, que no tendrían que haber hecho el servicio militar hasta el 41. La Quinta del Biberón. Vestían con ropa de calle, ni siquiera tenían botas militares ni correajes. Sólo les habían dado un fusil, un macuto para las municiones y un par de bombas. Muchos de ellos sollozaban tan disimuladamente como les era posible. Mi padre vio a muy pocos arrebatados por el ardor guerrero, por no decir ninguno. Y también había tipos de treinta años, del reemplazo del 27. Asustados, cabreados, resignados al matadero. En ese momento respiró mi padre la derrota, mucho más que entre las ruinas del frente.

«¡Resistir es vencer!» era la consigna que proclamaban los políticos a gritos y los carteles a cuatro colores. Y mi padre pensaba (pensaba, que no decía para que no le fusilaran por derrotista): «Tonterías. Si no nos rendimos de una vez es porque sabemos que, cuando lleguen, nos pasarán a cuchillo, como hicieron en Badajoz».

Y no desapareció su desaliento cuando se inició la entusiasta ofensiva y los republicanos, el 26 de julio de 1938, cruzaron el Ebro e hicieron retroceder a los fascistas veinticinco kilómetros, y reconquistaron once pueblos. «¿Para qué?», se preguntaba. Oyó decir que era una operación para distraer al enemigo, que estaba asediando Valencia. «Bueno, ¿y qué?». La derrota se percibía en cada metro cuadrado del terreno, en la cara de los soldados exhaustos y de los oficiales irritados y desorientados, en la desorganización anárquica de un ejército pobre y sin recursos, en los discursos histéricos y absurdos de Companys y los demás políticos que continuaban azuzando a los soldados a continuar combatiendo.

—Teníamos —decía mi padre, apesadumbrado y avergonzado— sólo trescientos cañones viejos y estropeados en toda Cataluña, y ellos nos atacaban con tres mil piezas de artillería modernas y en perfecto funcionamiento. Ellos eran un ejército profesional, bien pagado por los patrocinadores de la guerra, y nosotros éramos una pandilla de desharrapados. Cuando entrenaban a los reclutillas de la Quinta del Biberón, sólo les hacían desfilar arriba y abajo, marcando el paso, «uno, dos, uno, dos, uno, dos, derecha, izquierda», como si los preparasen para el desfile de la jura de bandera. Cuando montaban en los camiones no sabían aún cómo cargar un fusil, ni cómo desmontarlo, o limpiarlo, ni siquiera cómo apuntar con él.

En agosto, tuvieron que ir al puerto de Barcelona a cargar barcas, tantas barcas como fuera posible, porque los nacionales habían abierto las compuertas de los pantanos de Tremp y Camarasa, con las riadas consiguientes, y troncos cargados con explosivos habían destrozado y arrastrado todos los puentes tendidos, cortando la retirada de las tropas republicanas. En septiembre, la Sociedad de Naciones ordenó que se retirasen las Brigadas Internacionales de nuestra guerra y la caravana en que se encontraba el camión de mi padre y Chueca se dedicó a recoger a los soldados extranjeros en distintos puntos del frente y a trasladarlos a Barcelona.

—… En octubre nos enviaron un par de veces a Figueres, un terreno que conocíamos, para transportar archivadores llenos de documentos, supongo que porque alguien previó que aquél sería el último reducto del Gobierno de la República. En noviembre ya volvimos al frente con la misión de evacuar heridos, y nos encontramos con la guerra de verdad, la guerra en su forma más espantosa.

»Los fantasmas de la derrota y el desaliento traían rumores horribles de la primera línea. Que los moros llegaban a la cabeza y violaban a mujeres y niños, e incluso hombres, antes de asesinarlos mediante los tormentos más salvajes que se puedan imaginar. Prometían benevolencia y ecuanimidad con el vencido y reunían a los oficiales y mandos del ejército republicano, y a los alcaldes y funcionarios públicos y maestros, y a todo aquél que creyeran que había ocupado un cargo de responsabilidad, o a cualquiera que señalase el dedo del delator, y los fusilaban sin juicio ni piedad. Se rumoreaba que los franquistas multiplicaban por diez la violencia que pudieran haber ejercido sus enemigos, ¿y cómo no nos lo íbamos a creer después de los espantosos e inhumanos bombardeos de la aviación italiana y alemana sobre la población civil?

»Un día de la segunda quincena, cuando ya habíamos dado la batalla del Ebro por perdida, habíamos cruzado para acá en retirada y habíamos volado el puente de Flix, acabábamos de cargar en el camión a quince o veinte hombres heridos en un pueblo del que nunca supe el nombre, uno cualquiera de la ribera del Ebro. Era horroroso: al que no le faltaba un brazo, le faltaba una pierna, un par o tres estaban desmayados, quizá en coma, o muertos. Las llagas mal curadas, la sangre a la vista. Nos alejábamos del pueblo, subiendo por un cerro, cuando sobrevino un ataque aéreo. Íbamos nosotros solos, no sé por qué. De pronto, un estruendo a nuestra espalda y los gritos de los heridos que transportábamos. “¿Qué pasa?”. Chueca y yo nos volvimos. Horrible. La tierra estallando, las casas pulverizándose bajo las bombas de una escuadrilla de aviones alemanes que volaban bajos. Messerschmitts, me parece. Y uno de ellos debió de vernos, y avisó a sus compañeros, y vinieron a por nosotros. Yo di el grito de alarma, no sé qué dije, y saltamos del camión enloquecidos. Quisimos ayudar a bajar a los chicos que no podían por su propio pie, pero no llegamos a tiempo de sacarlos a todos. Los aviones estuvieron en seguida allí. Todos los que pudimos corrimos, nos desperdigamos tratando de ocultarnos en un paisaje desértico. Un par buscaron amparo bajo un árbol raquítico, otros se pegaron a las rocas, se acurrucaron en zanjas. Tendríais que haber visto a aquellos pobres chavales, heridos, arrastrándose, pegando saltos, gimoteando, suplicando piedad entre las rocas. Yo apenas pude dar dos zancadas y me tiré de cabeza al suelo, como quien se lanza a la piscina. Y ahí me quedé, tapándome la cabeza con las manos, la espalda expuesta al sol y a las balas. El sonido de las ametralladoras retumbando en mi cerebro y el silbido de las balas saturando el aire. Perforaron la lona del camión y dieron a dos de los chicos que iban dentro y que murieron en el acto destrozados. No hubo más víctimas y el camión no estalló como yo esperaba, porque no hicieron más que una pasada, por divertirse.

»Mientras aguardábamos inmóviles por si volvían, Chueca estaba cerca, y le dije: “Chueca, yo me voy de aquí. Ya no aguanto más. Se acabó. Esto es una mierda. Esta guerra está podrida”.

»Chueca me sonrió. Me tendió la mano. “Que tengas suerte, dandi. Ha sido un placer”.

Mi padre se alejó agazapado, casi a gatas. Algo más allá, entre las rocas, vio correr a alguno de los heridos que también había decidido renunciar al absurdo de la guerra. No fue difícil. Aquellos aviones podrían haberlos matado y en aquel momento serían cuerpos muertos en la cuneta. Desaparecidos en combate. Y el desbarajuste que había observado en los pueblos por donde habían pasado garantizaba que, si andaban con cuidado, nadie se iba a fijar en ellos.

Estuvo muchos días caminando sin ir a ninguna parte. Se desprendió de todos los efectos militares que pudo, correajes, pistola, la cazadora y la gorra con los distintivos del cuerpo de tren, y en la primera hoguera que encontró arrojó toda su documentación. Sólo conservó, con fervor supersticioso, el chisquero que Víctor le había regalado. En aquel instante quiso creer que aquel objeto había salvado la vida de su amigo y también se la salvaría a él.

Cuando encontró unas maletas abandonadas, se hizo con un abrigo de civil que le venía grande y una gorra, y cambió las botas por unas zapatillas de andar por casa. Con aquellas pintas, y unos pantalones de pana, y sobre todo sus cuarenta años, su aspecto esquelético y desmejorado, lo tomaban antes por un campesino desposeído de sus tierras, ahuyentado y enloquecido por la guerra, que por un desertor. Se mezcló entre los miles de civiles que llenaban las carreteras en un éxodo sin destino, cargando sus pocas pertenencias, y vivió de la caridad o de las sobras del rancho de los soldados que encontraba por el camino.

Más tarde, cuando llegó el frío, se recordaba desnudando a un muerto, en la cuneta de una carretera, quitándole las botas y la chaqueta y la camisa, y dejándolo allí tirado, con las carnes al aire, aquellos ojos que parecían cerrados de manera obsesiva, un rostro terrorífico que más de una vez se le aparecería en sueños.

Vagó sin rumbo y vivió una vida olvidada, sin conciencia de vivirla, y al fin se dejó arrastrar por la riada de gente en dirección a la frontera francesa. Hacía un frío espantoso, empezó a nevar. Pensaba en Teresa, la veía en el piso de Gran Vía, sola con el niño, pasando frío, y se sentía culpable por abandonarla. La recordaba cuidándole, y se decía que no podía ir a reunirse con ella, primero porque era la esposa de Víctor, y luego porque tenía que salvarla de la maldición de los Gavanza. Por las noches, lo atormentaban pesadillas en las que la veía violada por las tropas moras de Franco.

Intervino Víctor:

—… Y, entretanto, nosotros te dimos por muerto, cabrón, que podrías haber dicho algo. La última vez le dijiste a Teresa que te ibas al frente del Ebro, y ya no supo más de ti —continuó el amigo de mi padre—: Si hubieras vuelto a casa, a tu casa de Gran Vía, me habrías encontrado a mí. A mí y a Teresa, esperándote.

Asentía apesadumbrado por sus errores. Sí, Teresa, Javierito y él esperándolo en la casa de Gran Vía, Teresa, Javierito y él, los tres juntos, la familia reconstruida. Se explicaba:

—No era fácil vivir con Carmen, ¿sabes? Fue soportable mientras yo convalecía de mi herida y ella era mi enfermera, bueno, quiero decir que al menos no llegábamos a las manos. Pero en seguida afloró aquella loca explosiva que no podía evitar la destrucción de aquello que amaba. Habíamos discutido porque queríamos hacer el amor y nos lo impedía la presencia de la Caraqueso o Eduardito, o porque ella quería hacer el amor y yo no, o porque yo quería hacer el amor y ella no, o por cuestiones políticas, o porque ella era más desordenada que yo, o porque ella abominaba del Miguel asesino y yo salía en defensa del Miguel amigo de la infancia, o porque a mí no me gustaba cómo cuidaba del niño, o por mi derrotismo, o por su triunfalismo, todo era motivo de discusión. Y un día ella me lanzó un zarpazo, y yo le crucé la cara de un bofetón, y le grité que viviría mejor con Teresa, que era mi esposa, que era con quien tendría que estar viviendo, y ella se mostró de acuerdo y además me tildó de cobarde por andarme escondiendo y abandonándola, a ella y a Javier, y aquel día me fui a vivir al piso del bar Luys. Y al día siguiente, fui a buscar a Teresa y al niño al piso de Gran Vía.

»Ella me recibió con sonrisa y sin lágrimas, como si siempre hubiera creído que mi desaparición se debía a motivos de seguridad y no de encoñamiento. Se abrió a mí, permitió con mansedumbre que le hiciera el amor, y reanudamos nuestra vida matrimonial, ella tan apacible como de costumbre, yo culpable y solícito, los dos embobados y unidos por un Javier que ya tenía casi dos años.

»Aquellos días aprovechó Teresa para interceder en favor de Miguel. Me contó que mi amigo me había estado buscando con desesperación, que vivía mi ausencia con angustia, que la visitaba día sí, día también para decirle que me debía explicaciones por lo que consideraba un horrible malentendido.

»Un malentendido, sí. Así era como se refería a la muerte de Juliol. Teresa me hizo entender que Miguel se había visto obligado a apretar el gatillo; me convenció de que, en realidad, Juliol había provocado a Miguel para que lo matara cuando sacó aquella granada del macuto. Si hubiera permitido que la lanzara al interior del camión de los explosivos, habría volado todo el cementerio, habría muerto Juliol pero también los hombres que estaban con él, también Miguel, y yo mismo, y Carmen, que estábamos presentes. Miguel insistía en que yo había sido espectador de la situación y tenía que saber que lo que decía era verdad. Disparó contra Juliol, sí, disparó instintivamente, en defensa propia, y después, cuando había podido pensar en ello, había entendido que Juliol deseaba que él disparase, lo provocó porque ya no podía seguir viviendo después de aquel momento.

»No sé cuántas cosas más me contó Teresa, ni cuánto insistió, pero un día por fin decidí ir a encontrarme con Miguel de nuevo, dejando que pesaran más los años de amistad que nos unían antes que la puta guerra que nos convertía en bestias.

»Estaba muy desengañado. Supongo que no quería que el tiro que había matado a Juliol matase a más personas o vivencias. Supongo que ya había claudicado y me conformaba con aquella atrocidad porque sólo era una entre los millones y millones de atrocidades que cada día van pudriendo el mundo.

»Y un día de primeros de diciembre, un día que nevaba intensamente, fuimos con Teresa y Javier al bar Luys y allí estaba Miguel, tan fuerte y firme, elegante, guapo y seguro de sí mismo. Al vernos, se levantó de la silla como impulsado por un resorte y me abrazó como se abrazan los amigos después de años de no verse y después de muchos agravios perdonados, y nos sentamos a brindar con aquel coñac Sorel (el que nos trae Miguel) y fumamos Lucky Strike en aquella época de absoluta carestía. Hablamos de muchas cosas, claro está, pero sobre todo de tu padre. ¿Qué había sido de él? Miguel no tenía ninguna noticia. Nos prometimos buscarlo.

»—¿Y tú qué vas a hacer? —me preguntó Miguel.

»—Nada —busqué la mano de Teresa y la oprimí, para infundirle valor y para infundírmelo a mí—. Me quedo. No creo que nadie venga a por mí. No me dan miedo.

»—Deberían dártelo —dijo el policía—. Vienen cometiendo muchas barbaridades. Dan rienda suelta a la guardia mora, como una horda de vándalos, con permiso para el saqueo y la violación. “Transformaremos Madrid en un vergel”, ha dicho ese Queipo de Llano, ¿lo sabes?, «Bilbao en una gran fábrica, y Cataluña en un inmenso solar».

»Pero yo no estaba dispuesto a dejarme convencer. Miguel siempre agitaba la bandera del miedo. Miguel el Miedoso viendo peligros por todas partes, siempre usando el ataque como la mejor defensa. Al fin y al cabo, él había profetizado un montón de desgracias cuando yo saliera del hospital y nadie me había perseguido. Nos mirábamos fijamente a los ojos. “¿Qué pretendes?”. Miguel el Policía añadió:

»—Desde luego, en Jefatura no encontrarán ninguna constancia de tu pasado anarquista. Ya me he encargado yo de ello. Pero te fuiste voluntario al frente, y ahí sí que yo no podré hacer nada.

»Le dije:

»—¿Cómo lo van a saber? ¿Y si lo saben, qué? Ni siquiera estuve un mes en primera línea, y no participé en ningún combate. Y, en todo caso, si las cosas se van a poner tan graves como tememos, quiero estar aquí para proteger a Teresa y al niño.

»En los días siguientes, fuimos al cuartel de Vorochiloff y, después de mucho preguntar, conocimos a ese tipo llamado Chueca, que nos dijo que Fernando Gavanza había desaparecido durante un ataque de la aviación fascista cerca del Ebro. Y ya nos tienes allí, llorando tu muerte como idiotas.

—Y entretanto —tomó la palabra mi padre— yo vivía una serie de aventuras espeluznantes. Pero fuimos tantos los que las vivimos, es la historia de tantos y tantos españoles, que no tiene nada de original contarlas. Llegué a Gerona, viví en casa de gente que conocía allí, y seguí el camino hacia Figueres y, de Figueres, a la frontera, siempre con la sensación de que los fascistas nos pisaban los talones. Me aterrorizaba que los franquistas se enterasen de que me había alistado voluntario al ejército. Eso les daría la idea de que era un encendido militante de izquierda ansioso por matar curas, monjas y empresarios. Días y días de marcha, durante los cuales llegué a pensar que, si hubiera regresado a Barcelona, tal vez habría podido reconstruir mi vida junto a Teresa, como si ella fuera mi última esperanza. Claro que probablemente eso hubiera traído una serie interminable de desgracias para ella, pero, en aquellos momentos de confusión mental, me decía que me daba completamente igual. Estaba medio loco.

»Me recuerdo en una carretera de Gerona, más allá de Figueres, una de aquéllas que conocía por haberlas recorrido con mi camión 3HC. Me dejaba llevar por una multitud encorvada por la derrota, supervivientes que empujaban o arrastraban carros de mano, alguno con caballerías, cargados con muebles, lámparas, alfombras y toda clase de objetos que consideraban imprescindibles para continuar viviendo. Me perdí entre los cientos de miles de hombres, mujeres y niños que lo habían perdido todo, que renunciaban a todo futuro y huían hacia la frontera como autómatas, arrastrando los pies junto a algunos vehículos militares, camiones, furgonetas, tanquetas, que avanzaban con lentitud exasperante. Y recuerdo el ruido de aviones que nos buscaban. Messerschmitts alemanes en vuelo rasante. La desbandada del pánico, el griterío, el horror cuando estallaba el tartamudeo de las ametralladoras. ¿Por qué disparaban contra aquellos despojos humanos que ya habían renunciado a la lucha, que no hacían más que huir, cuya muerte ya no iba a desmoralizar a ningún combatiente porque ya no quedaban combatientes que desmoralizar? ¿Por qué querían matarnos?

»Disparaban las ametralladoras y las balas destrozaban el asfalto de la carretera, destrozaban un carro abandonado, alcanzaban a alguien al azar, mujer, niño, anciano, lo que fuera, ¿qué más les daba?, era como cazar conejos. Imagino que los pilotos irían riendo como niños traviesos.

»Y a mí no me dio la gana. Toda aquella gente humillada, lanzándose de cabeza a la cuneta, temblando de miedo. No me dio la gana. Ya digo que estaba medio loco. Porque no tenía nada que perder, porque lo había perdido todo ya y mi vida, sin sentido, no valía nada. Incluso pensé que, si me mataban en aquel momento, sería una muerte digna, valiente, memorable, más digna que toda mi vida anterior. Y me quedé solo en mitad de la carretera y me volví hacia los aviones, furioso, y los vi picando hacia mí. Las detonaciones llenaban mi cabeza, los silbidos de las balas me envolvían como una mortaja, los impactos hacían saltar pedazos de asfalto a mi alrededor. Les mostré los dedos índice y meñique, putos cornudos, y les grité “¡Hijos de puta!” con tanta convicción, los maldije con tanto odio, que estoy seguro de que sus vidas empeoraron a partir de aquel instante.

»No me alcanzó ninguna bala. Salieron de sus escondites mis compañeros de viaje y me hablaron con admiración los unos y con recriminación los otros. “¿Pero no ves que te podrían haber matado?».

»La siguiente vez que nos atacaron los aviones, un tipo más viejo que yo, pero también más fuerte porque se veía que era un payés, me agarró de los hombros y me obligó a tirarme al suelo. Se lo agradecí sin énfasis. Me miró a los ojos y me dijo: “Chico: si no tienes ganas de vivir, no vivirás”. Y yo pensé: «Pues no viviré».

»Después de uno de aquellos ataques aéreos, encontré a una niña de unos siete u ocho años que lloraba, desconcertada y perdida, buscando a sus padres. Le pregunté: “¿Te has perdido?”, y me dijo: «Se me han roto las gafas». Se llamaba Esperancita, un nombre muy oportuno. Esperancita Muñoz García, y sabía decir la dirección de la casa donde había vivido en un pueblo de Málaga llamado Alhaurín de la Torre. Le tendí la mano, agarré la manita y dejó de llorar. Pero repetía con insistencia: «Se me han roto las gafas». Caminamos juntos un par de kilómetros antes de que aparecieran los padres de la chiquilla. Fue un reencuentro muy emocionante. Cuando los vio, echó a correr hacia ellos, gritó: «Se me han roto las gafas», y se abrazó muy fuerte a su madre.

»Al presentarnos, sólo se me ocurrió decir: “Malagueños, coño, como Picasso”. Estaba medio loco. «Quédensela, les dije, que yo traigo mala suerte».

»Me adoptaron unos días. Venían huyendo desde Málaga. “La guerra nos ha arruinado”, decían. Y yo les decía: «Mataron a mi mujer y a mi hijo. Y fijaos si serán imbéciles —porque yo, en aquellos días me empeñaba en decir que los franquistas eran más idiotas que malos; decía—: Han llenado Cataluña de odio y miedo, ¿y así piensan gobernarnos? Los recibirán con el saludo mussoliniano y hitleriano, que tanto le gusta a Franco, y darán vivas a la madre que lo parió, y se reirán muertos de miedo, ¿es que no se dan cuenta? ¿Es eso lo que buscan? ¿Gobernar a un pueblo muerto de miedo?».

»Y me dijo el malagueño: “Sí, Fernando, eso es lo que quieren, eso es lo que les gusta. Sólo saben odiar y temer. Están llenos de Santa Indignación y Santo Temor de Dios, indignación, que quiere decir rabia, y temor, que quiere decir miedo, rabia y miedo, y por eso sólo saben hacerse respetar por la violencia y por el miedo. No saben nada más”.

»Llegamos a la frontera. Había senegaleses de uniforme, con aros en la nariz y las orejas. Y magrebíes, supongo que argelinos, a los que luego llamábamos mojamés. Nos empujaban con las culatas de sus fusiles sin contemplaciones y decían Allez, hop, allez, allez. En seguida, unos militares con casco nos cachearon de arriba abajo repitiendo sin cesar la palabra: Pistolé, pistolé, pistolé, pistolé! Tenían miedo de que alguno de nosotros entrara armado en su país y organizara por segunda vez la toma de la Bastilla. Por un momento, tuve miedo de que me quitaran el mechero de Víctor, pero ni siquiera notaron su tacto al palparme los pantalones. Cuando me tomaron la filiación, dije que no era militar sino civil.

»Y así pasé a Francia.

»Pero, ya digo, éramos tantos y tantos y tantos los que vivimos aquellas peripecias, y tantos que vivieron peripecias peores, y tantos que murieron en el camino, que tengo la sensación de que no fue nada especial lo que a mí me pasó. En todo caso, lo horroroso es que tantas y tantas voces hayan sido amordazadas durante décadas, que el olvido haya caído sobre lo que cientos de miles de personas sufrieron. Tuvieron que esmerarse mucho los que vinieron después para soterrar la historia, para desfigurar la verdad, para hacernos creer que todo lo sucedido y lo que sucedería en adelante había de ser bueno, justo, necesario, equitativo y saludable para todos.

»Y empezaron por tratar de convencernos de que los rebeldes que habíamos empezado la guerra fuimos nosotros».

Reproduzco las palabras de mi padre tal como quedaron registradas en el magnetofón porque nunca nunca le había oído hablar de aquella manera, antes del día en que lloró en el parque de la Ciudadela frente a El Desconsuelo de Llimona.