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El mundo se vino abajo.

Literalmente.

El mismo día en que murieron Elena y Tomasín, tres horas después, a las diez y media, los aviones italianos habían vuelto para bombardear la ciudad con saña y ferocidad criminales y alcanzaron una panadería de la calle del Carmen y la escuela Milà i Fontanals, llena de niños a esa hora. Y a las dos de la tarde, tres horas después, atacaron otra vez, y los proyectiles cayeron sobre un camión, cargado con cuatro toneladas de natamina, que estaba aparcado en la esquina de la calle de Balmes con Gran Vía de les Corts Catalanes, la calle Cortes, produciendo más de la mitad de las mil víctimas que se podrían contabilizar al final de la jornada. Y a las diez y media de la noche de ese mismo día, ocho horas después, más toneladas de destrucción cayeron del cielo, esta vez sobre los barrios ricos de San Gervasio y el Putxet. Y a la una y cuarto de la madrugada, tres horas después, sonaron otra vez las sirenas, aunque esta vez fue falsa alarma. Pero a las cuatro y cuarto del 18 de marzo, tres horas después, el monstruo sobrevoló nuevamente Barcelona y la machacó a conciencia. Y a las siete de la mañana, tres horas después, la pesadilla destruyó más casas del Eixample y de Sant Andreu. Y a las nueve y media de la mañana, dos horas y media después, las sirenas, el rugir de los motores y el susto de las explosiones volvieron a enloquecer a los ciudadanos. Y a las dos del mediodía, cuatro horas y media después, se repitió el ataque. Y a las tres de la tarde, una hora después, este piso en el que estoy escribiendo volvió a ser zarandeado porque las bombas caían ahí al lado, en la avenida Mistral y en un garaje de la calle de Aragón.

Hasta el sábado por la tarde no pudieron desenterrar los cuerpos.

Estábamos en ese rincón del parque de la Ciudadela protegido por un seto, frente a la escultura lánguida y triste de una mujer abatida por el dolor que un día talló Josep Llimona. El Desconsuelo. Sentados los tres en un banco de piedra, mi padre en el centro, Víctor a un lado y yo al otro, y comprendí que mi padre nunca había podido compartir aquellos recuerdos con mi madre ni conmigo porque había amado mucho, muchísimo, a Elena y a Tomasín, igual como había adorado a Aurorita Escolá, y probablemente consideraba que la permanencia de aquellos sentimientos en su corazón era una especie de infidelidad hacia mi madre. Eso me ha hecho pensar muchas veces en los equívocos que perpetúan la incomunicación y empobrecen la relación entre dos personas.

Llegaba mi padre el sábado, 19 de marzo, San José, que todo hay que celebrarlo, por la tarde, directamente del cuartel de Vorochiloff para pasar el fin de semana con su familia, como de costumbre, con un par de frascos de mermelada de ciruela en el macuto. Caminaba deprisa, con paso casi alegre, sobrecogido ante las ruinas producidas por los ataques aéreos pero relajado, confiado porque todo aquello nada tenía que ver con él. Sólo experimentó un principio de sobresalto al ver que Miguel Jinete lo estaba esperando sentado a la terraza del bar Las Arenas, el que hay junto al portal de esta casa. Miguel le salió al paso y mi padre exclamó alegremente: «¡Coño!, Miguel, ¿qué haces por aquí?», y el policía le impidió que siguiera andando, y su expresión, sus ojos, la mueca de su boca, ya lo estaban diciendo todo.

—Ha pasado algo, Fueye…

Mi padre quedó petrificado en mitad de la acera, como una estatua, tieso de horror, con la violenta sensación de que su cerebro se vaciaba de todo pensamiento y sentimiento. Y continuó impávido, aturdido, incapaz de entender nada, durante el resto del día, cuando lo llevaron al depósito del Clínico para identificar a su pelirrojita, Elena la Buena Cocinera, su compañera desde hacía diez años, llenando la casa de olores exquisitos, toda una vida, una vida completa y acabada, y su hijo Tomás, Tomasín, que se reía como loco viendo a los Hermanos Marx, que se le caían los cacahuetes del cucurucho, y todas las ilusiones, todas las esperanzas, todo el futuro.

—Poco antes de morir —contaba Teresa tan ensimismada como él—, una señora le preguntó qué quería ser de mayor, y él dijo: «Policía, como mi tío Miguel, para proteger a los buenos y matar a los malos». Es lo último que le oí decir.

Estaban mi padre, Miguel y Teresa esperando en una sala, en medio de aquel caos de ayes de dolor donde se juntaban los heridos del frente con las víctimas de los bombardeos, cuando apareció Carmen, Carmen Brondo, sí, la hermosa Carmen Brondo, con aquellos ojazos, vestida con una bata gris, recogido el cabello en la nuca y unos cuantos folios en la mano. Empezaba a llamar a alguien y se interrumpió al ver a los tres presentes. Evitó la mirada acuosa de Teresa, y llevó sus ojos de Miguel a mi padre, detestando la presencia de uno y lamentando profundamente la presencia del otro. Ni ella misma sabía qué había pasado. No habían tenido tiempo todavía de registrar los cadáveres del día anterior.

—Elena —balbució mi padre—. Y Tomasín.

Consiguió no derrumbarse al verlos sobre las camillas, los miró como si no significaran nada para él, y se dejó abrazar por Miguel, y por Teresa. Le impresionó lo sucios y lo rotos que estaban, y le obsesionó la necesidad de lavarlos inmediatamente, porque quería ver el color de los cabellos de su pelirrojita antes de que se la llevaran al cementerio.

Los enterraron el domingo por la tarde, tan pronto como fue posible, en el cementerio de Montjuïc.

—Ni Carmen ni yo fuimos al entierro —confesó Víctor aquella tarde en el parque de la Ciudadela, en voz baja, con tanto sentimiento como si confesara un crimen—. Después de ver cómo Miguel mataba a Juliol, decidimos alejarnos de él. Ya no volvimos por la carbonería de la calle de la Vía. Primero, nos metimos en la chabola del Poblenou donde aún vivía mi hermano pequeño, Giordano Bruno, que acababa de regresar del frente tullido, sin los pies. Allí nos tuvieron un par de días. Yo estaba mal, me dolía el pecho y, además, estaba muy afectado por lo que había visto. Carmen era una bomba a punto de explotar. Si hubiese tenido oportunidad, creo que habría matado a Miguel. Yo no sabía qué pensar. En seguida, nos trasladamos a otra casa. Temíamos que Miguel tratara de localizarnos allí, como sabíamos que había ido al bar de Robador. Fuimos a buscar a la Caraqueso y al niño, y nos acogió uno que había trabajado con Miguel y conmigo en el muelle, uno de los barrenderos de carbón, un tal Ortuño, en la barraca que tenía en Can Tunis.

»Yo conseguí que no me obligaran a volver al frente. Por la herida y sus secuelas, y también por la edad. Me dieron el certificado médico de inutilidad para el combate y, con Carmen, nos pusimos a trabajar como voluntarios en la Junta de Defensa Pasiva.

Más tarde, cuando tuve acceso a los papeles de Madurga, pude contrastar lo que Miguel le había dicho a Teresa: que los oficiales del ejército perseguirían a Víctor y que era absolutamente imprescindible que se escondiera. Víctor movió la cabeza en sentido negativo, dando a entender que a Miguel no había que hacerle mucho caso.

—A veces tenía estas cosas. Mucha alarma, mucho misterio, «confiad en mí, que yo os salvaré». Y luego todo quedaba en agua de borrajas. Seguramente lo dijo porque quería que Carmen y yo nos escondiéramos juntos en la carbonería, lejos de Teresa. Yo no constaba en ninguna parte como anarquista y nadie me reclamó nada. Me pusieron a construir refugios por la ciudad, y Carmen empezó trabajando conmigo, pero tuvo que dejarlo el día en que la Caraqueso nos abandonó.

Le pregunté:

—¿Y Teresa?

Bajó la vista y tragó saliva. No tenía palabras para eso. Continuó:

—Para soportar el miedo a los bombardeos, Dolores la Caraqueso bebía coñac. Un día, se durmió tan profundamente que ni siquiera se enteró de que sonaban las sirenas, no llevó a Eduardito al refugio. La despertaron las bombas, que en Can Tunis también cayeron, y en abundancia, recuerdo que era un 1 de octubre, y al abrir los ojos vio que el niño no estaba allí. No salió a buscarlo, no se atrevió. Se quedó encerrada en la casa, llorando. Luego una vecina le llevó el niño, que se había encontrado en la calle, dos puertas más allá. No le había pasado nada pero, evidentemente, no permitimos que aquella mujer lo cuidara ni un día más. Así que Carmen se quedó en casa hasta que encontramos a alguien que se hiciera cargo del niño y entretanto yo estuve en una brigada de auxilio cuando las inundaciones del Besós, aquel mismo mes; sacando muertos del barro en La Sagrera, y en la brigada de reparación del puente que se cayó. Terminé como vigilante de un refugio en cuanto empezaron los bombardeos en serie y en serio. Tenía la llave y era el responsable de que todo el mundo entrara y saliera ordenadamente. Carmen empezó a trabajar en el Clínico, donde se había creado el primer banco de sangre del mundo. Estuvo colaborando allí y, cuando Teresa, mi padre y Miguel se presentaron para identificar los cuerpos de Elena y Tomasín, era una de las responsables de hacer constar a las víctimas de bombardeos en libros de registro con el fin de pedir responsabilidades penales y civiles a los fascistas, cuando terminara la guerra.

»Y, bueno, el caso es que no queríamos ver a Miguel. Sabíamos que iría al entierro de Elena y el crío, y no queríamos encontrarnos con él. Por eso no fuimos.

Mi padre hizo un gesto con la mano que significaba: «No importa». Ya se habían dado las explicaciones oportunas cuando había llegado el momento, ya habían tenido tiempo de perdonárselo todo.

Después de la ceremonia funeraria de aquel domingo 20, mi padre se emborrachó. Una larga borrachera que casi duraría una semana.

—Me volví medio loco —decía—. O loco del todo. No diré que no supiera lo que hacía, pero sí que no me comportaba como antes, no me reconocía. Me sentía torpe, tonto, inoportuno, caprichoso. De pronto, me pareció que había que hacer un esfuerzo demasiado tremendo para vivir, para comportarte como los demás esperan que te comportes, para sonreír cuando toca, para ser comprensivo, amable, generoso, animoso, optimista. Y me relajé. Me solté, renuncié a todo esfuerzo y pensé: «así soy yo realmente, cuando no finjo», y dejé de ser comprensivo, amable, generoso, y resultó que era una mierda. Y no me gustaba vivir en mi compañía.

El lunes, a primera hora de la mañana, su compañero Chueca fue a disculparle ante los oficiales del cuartel de Vorochiloff, «que en un bombardeo habían muerto su mujer y su hijo, que ya tenía casi cuarenta años, que necesitaba un permiso, al menos de una semana». Le dijo un capitán:

—¿Qué coño te has creído? ¿Que esto es una excursión al Montseny? ¡Estamos en guerra! ¡Y la estamos perdiendo, coño! ¡Y el soldado que no está en su puesto cuando se cuenta con él es un desertor, y en guerra a los desertores se les fusila!

Chueca se retiró unos metros, esperó a que el capitán regresara a aquel despacho que no había abandonado desde el 19 de julio de 1936, montó en el camión y se fue. Tenían entonces uno de aquellos tatuados con las siglas 3HC en caracteres cirílicos, popularmente conocidos como Tres Hermanos Comunistas. Antes de atravesar la barrera, le dijo al centinela: «Oye, que le digas al capitán que por fin ha venido Gavanza y que está listo para el servicio».

Realizó él solo el recorrido aquella semana del 21 al 26 de marzo, haciendo constar en todas partes que mi padre lo acompañaba. Entretanto, mi padre se reponía en este piso de Gran Vía, consolado por la sacrificada Teresa.

—Teresa era una mujer espléndida —decía años después con nostalgia—. Excepcional. Tenemos tendencia a ignorar e incluso despreciar a las personas modestas y grises, que no se significan y no destacan. Hasta que necesitamos ayuda y resulta que son ellas, y sólo ellas, las que surgen de la nada y se entregan a nuestro cuidado con abnegación de santas.

»Ella se recuperó antes que yo del golpe, y eso que había estado a punto de morir. Tendríais que haberla visto, cojeando, y con aquella cara deformada por los hematomas, y sin embargo atendiendo a su hijo Javier con todo esmero, y yendo de un lado a otro de la casa para traerme al sillón lo poco que yo comía y lo mucho que bebía para anestesiar mi dolor. Bebía coñac Sorel. Antes del desastre, bromeábamos: “Coñac Sorel, el que nos trae Miguel”. Recuerdo los ojos de Teresa tan grandes, redondos y brillantes, atentos a mis sentimientos y a mis necesidades. Una sonrisa tímida, dulce, para invitarme a levantar el ánimo, pero reprimida para no herir mi susceptibilidad, no la fuera a considerar irreverente. Se sentaba a mi lado, ponía su mano sobre la mía y podía estar mucho rato ahí, callada, sólo haciéndome compañía y soportando mis lamentos o mis furias.

En el parque de la Ciudadela, mi padre se secó las lágrimas, suspiró, se irguió, en un intento de recomponer su imagen elegante y digna.

—Me volví un poco loco —reconoció—. Aquellos días tuve un comportamiento grotesco, desquiciado. ¿Sabéis qué pensé? Que realmente existía la maldición de los Gavanza y las mujeres. Siempre había tenido la sospecha, porque mi padre decía que se le habían muerto las dos que tuvo y, aunque Hortensia siguiera viva, su historia había sido igualmente trágica. No era de extrañar que mi padre rehuyera empecinadamente la solicitud de la señora Llusieta. Y el recuerdo de la muerte de la señora Llusieta no hacía más que confirmar mis temores. Y yo me había enamorado de Aurorita Escolá, y pasó lo que pasó, y luego construí mi vida en función de mi queridísima pelirroja y del chistoso Tomasín, y habían muerto en mi ausencia. Yo decía: «Si al menos me hubiera estado jugando la vida»… Pero no: estaba dándome una vuelta por las masías de Gerona, enseñándole modales a Chueca. Teresa se lamentaba: «Yo les dije que no fuéramos a comprar zanahorias. Habían estado cayendo bombas toda la noche. Elena dijo que, precisamente por eso, al hacerse de día, dejarían de bombardear. Me fui con ellos pensando que, si teníamos que morir, lo haríamos todos juntos».

Durante aquella semana en que Chueca encubrió su deserción, mi padre fue a ver a Hortensia a la Bombonera. Quizá le pasó por la cabeza que, puesto que nunca podría volver a tener una novia formal ni casarse como era debido, tendría que regresar al consuelo de las putas. Para siempre. Tuvo esa idea muy presente en los años que siguieron. Era un apestado y se prohibió a sí mismo recurrir a ninguna otra mujer decente. Pero quizá también fuera a la Bombonera para buscar el amor de madre, y para darle amor de hijo, puesto que ella también era una víctima de la maldición de los Gavanza.

Hacía tiempo que no pisaba el burdel, y lo encontró más deteriorado y siniestro, con las paredes resquebrajadas y sucias. Le sorprendió el cartel que había quedado colgado en lugar preferente, desde la época del gobierno de CNT y FAI: «Se ruega que traten a las mujeres como camaradas. El Comité». También le sorprendió encontrarse con un Miguel muy atribulado, que cuchicheaba en un rincón con don Julián Villarroya. Fumaban Camel, con el paquete bien a la vista, sobre una silla, lo que en aquellos tiempos era señal de lujo, desvergüenza y estraperlo, y manoseaban con avidez unos documentos.

—¿A usted le parece que no basta? ¿Cree que no va a bastar? ¿Pero qué más quieren?

Hortensia debía de tener poco más de sesenta años y los llevaba muy bien. Aun cuando no se había maquillado y su tez pálida revelaba que hacía mucho tiempo que no se sometía a los rayos del sol, aun cuando vestía una bata de andar por casa, su figura esbelta y su andar majestuoso le daban un aire aristocrático de actriz soberbia. Le abrió la puerta de su habitación. Una habitación de puta a la que había añadido un sillón de orejas, casi un trono, y tres cuadros de evidente valor. Ella se sentó en el trono y él en la cama. Le contó que acababa de perder a su mujer y a su hijo en los bombardeos y ella no supo consolarle bien. Dijo que en la guerra ya se sabe. Y mi padre dijo que «ésta es la tarjeta de visita de esos hijos de puta, que además de hijos de puta son imbéciles, porque la mitad de la población los estaba esperando con los brazos abiertos y, ahora, con esta salvajada…», y ella respondió que, en una guerra, todo el mundo es malo, imbécil y salvaje. Y él entendió que ella daba la bienvenida a las bombas y a la destrucción porque tenía la intención de dar la bienvenida a los franquistas. Y le sorprendió que, acto seguido, su madre le pidiera, en el tono neutro de quien identifica pedir con mendigar:

—Llévame a tu casa. Yo no puedo vivir más aquí.

—Pero no… —desconcertado, mi padre no sabía qué decir—… Ya no hace falta que viváis aquí. Mucha gente que permanecía escondida ha salido ya, y ha recuperado sus casas…

—Si voy a mi casa, tendré que hacerlo con Julián, y él está muy bien aquí, entre putas. Es su ambiente preferido, su ambiente natural. Aquí puede conspirar para mayor honra y gloria de Franco. ¿No lo has visto ahí afuera, con ese amigo tuyo, el contrabandista, los dos jugando a los espías? Viene día sí día también con listas y listas y listas de personas. Papeles y papeles. Es un gran coleccionista de documentos. Y Julián se comporta como si él solo estuviera dirigiendo los ejércitos franquistas desde este prostíbulo —y, con una frialdad estremecedora, añadió—: Si me llevas a tu casa, renacerá mi condición de madre y te cuidaré.

Mi padre experimentó una especie de ataque de pánico. «Ya te digo que estaba medio loco». No quería a Hortensia en su casa. No quería que lo cuidara. Prefería las atenciones de Teresa. Pero no encontraba palabras para negarse. No podía decirle: «Tú no quisiste ser mi madre y yo no quiero ser tu hijo», entre otras cosas porque había corrido a la Bombonera en busca de su abrazo. Adujo, vagamente, que no estaba viviendo solo, que debía consultarlo con la gente que tenía con él en su casa. «La gente», dijo, refiriéndose a Teresa. No quería que Hortensia pudiera pensar que había sustituido inmediatamente a Elena por su mejor amiga.

En cambio, cuando salió de allí, siempre aturdido, «un poco loco», dirigió sus pasos hasta casa de su padre, en la calle de Borrell… Luego le diría a Teresa que fue para pedirle permiso antes de meter a Hortensia en casa, porque le parecía que el abuelo Alberto podía tomárselo mal, si no se lo consultaba antes.

Teresa le dijo:

—¿Por qué tenías que pedirles permiso? Si no vienen nunca por aquí. Y ésta es tu casa.

Mi padre decía y se decía que sólo había ido a pedir ese permiso, pero quizá subió al piso de Borrell sólo porque ni el abuelo Alberto ni Cándido habían ido al entierro de Elena y Tomasín. No quería exigirles explicaciones ni discutir con ellos, sólo necesitaba comprobar que estaban ahí, y tal vez transmitirles que no pasaba nada, que lo comprendía y que consideraba que seguían siendo una familia bien avenida. Por eso, en aquellos días de confusión y depresión, se le ocurrió que Hortensia era un buen pretexto para la visita.

Era el atardecer, en plena restricción eléctrica, y el piso de planta irregular y rincones agudos y obtusos únicamente estaba iluminado por una lámpara de carburo. Encontró al abuelo Alberto en la cama, muy delgado y desmejorado. Tenía fiebre alta y tosía mucho. Dijo que estaba un poco resfriado y que se sentía muy débil. Mi padre le llevaba una lata de carne. Cándido lo recibió con malos modos, como si le ofendiera ser objeto de la caridad de su hermanastro.

Mi padre se sintió muy tonto al contar torpemente que, a lo mejor, Hortensia se iría a vivir con él.

—¿Ahora vas a meter a esa mujer en tu casa? —lo ridiculizó Cándido—. ¿Ya has olvidado lo que hizo a padre? ¿Y lo que te hizo a ti, ya puestos?

Aquel día, mi padre se enteró también de que Miguel había ido al almacén de coches en que se había convertido la plaza de toros de Las Arenas, y había conseguido para el abuelo Alberto y Cándido un par de vehículos que había hecho reparar y poner a punto para que los utilizaran como taxis.

—¿Dos? —le había gritado Cándido a la cara—. ¿Sólo dos? ¿Sabes cuántos coches teníamos, y cuántos camiones, cuando vinieron tus amigos de la FAI y nos los quitasteis?

—No digas mis amigos de la FAI —le corrigió Miguel sin sulfurarse.

—Cuando viniste, conducías un coche de la FAI, que llevaba las letritas pintadas, y nos dijiste que eras de la FAI, y nos ordenaste que regaláramos toda la flotilla a tus amigos de la FAI. ¿O no es verdad?

No fue Miguel quien le contó esto a mi padre, ni siquiera lo mencionó cuando se encontraron con motivo de la muerte de Elena y Tomasín. Fue Cándido, aquel tenebroso atardecer de marzo, muy orgulloso de haber sido capaz de escupir a la cara de quien les había echado una mano.

Por fin, Hortensia no vino a vivir a este piso de la calle Cortes. Mi padre no regresó a la Bombonera, no se puso en contacto con ella, y el lunes 28 de marzo ya se trasladó al cuartel de Vorochiloff y se encontró con Chueca y salieron a su misión semanal por tierras de Gerona. Corrían rumores de que se les iba a terminar el privilegio porque se necesitaban camiones para trasladar efectivos al frente del Ebro.

Algún día de aquella semana, Chueca indicó a mi padre que se detuviera en la masía donde había matado al muchacho emboscado. Mi padre, avergonzado todavía por aquel incidente, no se movió del camión, y su compañero fue a la casa y, al rato, salió cargado de embutidos y carne de cerdo.

—La semana pasada —se explicó Chueca cuando reemprendían el camino—, les dije que tenían que hacer la matanza, que necesitábamos embutidos. Sólo tenían un cerdo, pero que se jodan. Tú lo necesitas más que ellos. He pensado que, para consolarte, no había nada mejor que estas butifarras —y, después de una pausa, añadió—: Eso sí: se lo pedí con muy buenas maneras.