Hay quien dice que el gobierno de Largo Caballero cayó porque no quiso declarar fuera de la ley a los miembros del POUM y la presión estalinista fue excesiva. Tras él, llegó Juan Negrín y, con Negrín, se acabó la revolución. Declaró que respetaría la propiedad privada, se abrieron las iglesias al culto, se anularon las colectivizaciones, se vieron nuevamente sombreros y corbatas por la calle, volvieron a verse pastelerías y joyerías de lujo y muchos señoritos y señorones salieron a la luz, sabiéndose a salvo de la revancha obrera. La paz estaba garantizada por aquellos guardias de asalto secos, agresivos y suspicaces que infundían más miedo que respeto con sus flamantes fusiles Mossin-Nagant.
Y como si hasta aquel momento el espíritu de la revolución anarcosindicalista la hubiera estado protegiendo de manera prodigiosa, en cuanto ese espíritu desapareció, cayó sobre Barcelona la guerra en su aspecto más salvaje y cruel. A partir de mediados del 37, la escasez se convirtió en carestía absoluta y empezó la época de los bombardeos.
El primero que sufrió la ciudad después de los sucesos de principios de mayo fue el 29 de ese mismo mes, un sábado en que mi padre se encontraba en casa. Los aviones italianos, Saboya S.81, llegaron de madrugada, a traición, cuando todo el mundo dormía. Las sirenas crisparon la ciudad y, antes de que mi padre, Elena, Tomasín y Teresa hubieran podido saltar de la cama, ya los ensordeció el estruendo de los motores de siete pavas y, a través de las rendijas de las persianas, penetró el fulgor de las bengalas que lanzaron para orientarse. No bajaron al sótano de la casa, ni tomaron ninguna otra precaución. Decía mi padre que, sobrecogido por la sorpresa, pensaba que, si no se habían resguardado antes de que estallara la primera bomba, ya era demasiado tarde, ya no tenía ningún sentido la huida. Abrió el balcón y asistieron a un espectáculo mágico. Los focos antiaéreos del Carmelo buscaban al enemigo danzando en la oscuridad, y estallaban en lo alto los proyectiles defensivos como cohetes de verbena. Las explosiones de las bombas sacudían la atmósfera, a lo lejos; e, inesperadamente, ya no fue tan lejos. Cayeron dos o tres muy cerca, a tres manzanas de aquí, en la calle de Aragón, porque buscaban la vía del tren que allí corría por la superficie. Y, en seguida, otras dos bombas en la plaza de España, junto a la plaza de toros de las Arenas.
Esta casa tiene las vigas de madera y acusa cualquier tipo de vibración, como si estuviera construida sobre cimientos flexibles. Cuando de pequeño yo corría por el pasillo, tremolaban las llamas de las velas y repiqueteaba la cristalería dentro de los muebles, de manera que imagino el estremecimiento de estos tabiques cuando las ondas expansivas llegaban hasta aquí. Y, como las bombas eran incendiarias, al sacudón del estallido seguían las llamaradas que se elevaban por encima de las azoteas.
Mi padre se recordaba en el balcón que daba a la calle Cortes, abrazado a Elena y a Tomasín, apiñados los tres con Teresa, que apretaba contra su pecho al pequeño Javier que no dejaba de berrear, paralizados por el espectáculo infernal, atemorizados por la amenaza de que alguno de los proyectiles pudiera colarse por el balcón abierto. Los corazones latiendo dolorosamente entre las costillas, cuatro bocas abiertas y sin aliento. Y el llanto exasperante del niño.
Lo cierto es que, en esta casa, nunca faltó algo de comer. De su viaje semanal, mi padre solía traer algunos huevos, hortalizas o frutas, y a eso se añadían las aportaciones generosas de Miguel Jinete que proporcionaba azúcar, harina, arroz y hasta chocolate, que conseguía en los almacenes de abastos que había en Vía Durruti, cerca de la comisaría. No obstante, tanto Elena y Teresa como Tomasín debían disimular su fortuna porque el hambre genera crispación, y envidia, y odio, y en aquella época el odio podía inspirar denuncias, detenciones y castigos ejemplares. El hombre gordo y bien vestido despertaba a su paso comentarios mordaces, «estraperlista hijo de puta», y hasta nostalgia de los faieros o cenetistas que unos meses antes los habrían colgado de los huevos sin pestañear.
Elena y Teresa eran muy conscientes de que los vecinos comían muy mal o no comían. Que tenían que hacer larguísimas colas para comprar el pan, o el aceite, vigiladas por guardias de asalto a caballo que preservaban el orden. Que desayunaban harina de maíz disuelta en agua, y lentejas para comer y, con un poco de suerte, lentejas para cenar, y poco más. Aunque el racionamiento garantizaba cien gramos de bacalao, carne o pescado, en las carnicerías sólo se encontraba algo de tocino cuando lo había, que era imposible ver huevos y fruta y que los pescadores no salían a faenar porque las patrulleras fascistas ametrallaban sus barcos. Había quien cocinaba gatos, o palomas, o almortas, o algarrobas, y se fumaban hojas de patata secadas al sol.
Y semejante escasez debía ser compartida con compatriotas de todos los puntos del país que habían tenido que dejar sus casas y se batían ya en retirada. Gente de Aragón, que huía de la espantosa violencia del frente, y de Málaga y del País Vasco, con su lehendakari incluido, todos se iban distribuyendo por pisos de Barcelona donde quedaran habitaciones libres.
La portera de esta casa poseía una miserable vivienda en la azotea, poco más que una chabola, y en ella cuidaba tres gallinas que ponían huevos. Cada dos días, venían unos soldados para llevárselos, con el pretexto de «alimentar a nuestros camaradas del frente», y lo que les daban a cambio no bastaba para saciar el apetito del matrimonio y los cuatro chiquillos que tenían. Elena empezó dándoles sobras de comida «para las gallinas» y, cuando ya se hizo evidente que eran ellos quienes consumían aquellas migajas, amplió el concepto de sobras y se volvió todo lo desprendida que le permitía la prudencia. Resultaban terribles las miradas rencorosas de algunos vecinos, como los Navío, que apenas se contrarrestaban con las excusas de que «mi marido está en el frente, jugándose la vida, y allí los alimentan muy bien», y la reivindicación de que había que considerar a mi padre como un héroe porque «había ido voluntario, a su edad, que ya tiene casi cuarenta años, demasiado mayor para estos trotes, y delicado de salud».
A la irritación vecinal se añadía el terror de las bombas. De repente, los simulacros de bombardeo se hicieron realidad. Las sirenas, la estridencia de los motores, el mensaje por radio y a través de los altavoces de las calles, «¡Atención, barceloneses! Hay peligro de bombardeo, dirigíos con calma y serenidad a vuestros refugios, la Generalitat de Cataluña vela por vosotros», el precipitado descenso a las terroríficas catacumbas, las restricciones de gas y electricidad, las farolas pintadas de azul, que daban luz tenebrosa a las calles, las carreras para sepultarse en refugios, sótanos, alcantarillas, el metro, y las explosiones sobrenaturales, que hacían castañetear los dientes.
El 19 de diciembre, domingo, a las nueve y media de la noche, las pavas italianas descargaron muerte sobre el cercano Montjuïc, y se rompieron los cristales de casa. Aquella vez, ni mi padre, ni Elena, ni Tomasín, ni Teresa pudieron verlo porque estaban hacinados en el sótano con los otros vecinos, mordiendo el bastoncillo, o el pañuelo, o la mano entre el pulgar y el índice para proteger los tímpanos. Luego salieron a la calle y tuvieron que afrontar la nauseabunda destrucción. El tranvía destrozado, humeante y lleno de carne humana, los muebles escupidos fuera de la casa en ruinas, los efectos personales impúdicamente expuestos, el cuerpo del niño colgando del árbol, los gritos desconsolados, los llantos, la rabia y ese desaliento traidor porque hace el juego al enemigo, porque es lo que éste busca, matar el alma más que el cuerpo.
Se impuso la espantosa evidencia de que querían matarlos a todos, a ellos, los niños, las mujeres, los ancianos que se habían quedado en la ciudad y no empuñaban armas ni agredían a nadie. El sistemático ataque contra la población civil e inocente, una nueva forma de guerra inventada por los asesinos fascistas, esos militares que se ufanaban de ser expertos en el arte de ganar guerras. Se les había ocurrido la brillante idea de que, si mataban a las madres y a las abuelas y a los hijos de quienes combatían en el frente, eso los desmoralizaría, los deprimiría y, por tanto, los haría más vulnerables y vencibles. Y, según lo pensaron, lo hicieron. No trataban de destruir industrias o edificios militares estratégicos, más bien al contrario: debían andar con cuidado con ellos porque las industrias podían pertenecer a alguno de los que financiaban el levantamiento, y en los cuarteles había oficiales amigos y posibles colaboradores.
Bombardearon el día 1 de enero de 1938, y el 7, y el 8, y el 11. Bombas incendiarias sobre la población civil.
Al principio, Tomasín se lo tomaba como un juego, a ver quién llegaba primero al refugio, a ver si conseguían buen sitio en los bancos de piedra, y luego escuchaba el estruendo sobre su cabeza y resultaba emocionante preguntarse qué estaba sucediendo ahí afuera.
Los cuatro jinetes del Apocalipsis, la Muerte, la Guerra, el Hambre y la Victoria del Enemigo, galopaban sueltos y desbocados por la ciudad.
El 16 de marzo de 1938 le llegó a Elena la noticia de que al día siguiente habría zanahorias en una tienda de la esquina de la calle Cortes con Calabria, dos travesías más allá de esta casa. Tomasín se puso muy contento porque le gustaban mucho las zanahorias. Precisamente aquella noche se inició una serie de bombardeos devastadores. A las diez, las sirenas arrastraron a Elena, Tomasín y Teresa al sótano de la finca, donde se instalaron con los otros vecinos. Retumbaban las detonaciones sobre sus cabezas y crujía el edificio mientras todos ellos se preguntaban, una vez más, si la casa resistiría en caso de ser alcanzada de lleno, si aguantaría el impacto aquel subterráneo que no había sido concebido para pasar pruebas como aquéllas; si se vendría abajo la casa y obturaría la entrada y no podrían salir.
A Tomasín sólo le preocupaba una cosa:
—¿Iremos a comprar zanahorias? ¿Tú crees que mañana venderán zanahorias, mamá?
—Claro que sí. Si nos levantamos temprano. Mañana todo habrá terminado y todo será como antes.
Pasaron la noche en aquel encierro tenebroso y agobiante. Y sonaron las sirenas, y los antiaéreos, y las bombas destructoras, a medianoche, y luego a las dos menos cuarto de la mañana. Y las miradas de los vecinos envidiosos reptaban por la oscuridad, y la palabra «estraperlistas» sonó alguna vez más alta y clara de lo prudente. La tempestad infernal rugiendo por encima de sus cabezas y Tomasín obsesionado con sus zanahorias.
A las siete de la mañana del 17 de marzo, el silencio indicaba que había pasado el peligro. Elena y Tomasín se plantaron ante la tienda de Cortes y Calabria sin haber dormido y agotados, pero eufóricos como si acudieran a una fiesta, y ya encontraron una cola de diez señoras que esperaban con impaciencia. Teresa dejó al niño con la portera y se reunió con ellos. Abrió el dueño a las siete y media y empezó a atender, de buen humor, a las amas de casa congregadas. Tomasín había heredado de su padre (de mi padre) la habilidad de contar chistes y estuvo haciendo reír a la concurrencia con aquél del que dice: «Tira el ancla», y el otro responde: «¿Por qué, si está nueva?», y aquél al que preguntaban: «¿Usted no nada nada?», y contestaba: «Es que no traje traje». Una de las señoras que esperaban, muy risueñas, simpatizó con él y pegó la hebra con las preguntas típicas, «¿cuántos años tienes?», «¿qué quieres ser cuando seas mayor?». Tomasín respondió:
—Policía, como mi tío Miguel.
—Policía —respondió sorprendida la mujer que tenía edad suficiente como para haber conocido la policía de Arlegui y Martínez Anido.
—Sí, señora. Porque protegen a los buenos y matan a los malos.
—No sólo a los malos —masculló el ama de casa con sarcasmo—. No sólo a los malos.
Ya se estaban acabando las zanahorias y les iba a tocar el turno, y el tendero y la señora de delante se hacían un lío con la cartilla de racionamiento, si cortaba un cupón o dos, o cuántos, y Tomasín saltaba de impaciencia, «no se las quede todas, señora, por favor, no se las quede todas», y Elena se reía de su espontaneidad y le recriminaba la impertinencia con chistidos benévolos, cuando sonaron las sirenas como aviso de bombardeo. Luego, el martilleo de los antiaéreos. Luego, el bramar de los aviones.
Aquel sonido fantasmagórico tenía el poder de electrizar a todo el mundo. Cayeron al suelo la cartilla de racionamiento y las monedas del cambio, la señora de delante se agachó para recogerlas; la que había hablado con Tomasín pegó un empujón al chico y se puso a gimotear «deprisa, deprisa, coño, que vienen las pavas». Se desparramó la hilera de compradoras por las calles en busca de refugios, pero ya le tocaba a Elena y ahí quedaban cuatro zanahorias, y no podía irse en aquel preciso instante, «¡vamos, vamos, señora, que cierro!», «¡no cierre, sólo quiero esas zanahorias, tome, quédese con el cambio!». El ensordecedor rugido de los motores sobrevolaba la ciudad como el aliento del dragón y, cuando Elena, Tomasín y Teresa echaron a correr, ya sonaban explosiones lejanas, al otro lado de la ciudad.
Llegaron a la esquina de Rocafort, y Teresa tuvo la intención de meterse por la boca del metro, que en aquel instante engullía a una muchedumbre apelotonada y enloquecida, pero Elena y Tomasín no quisieron entretenerse, «¡vamos a casa, a casa, que está ahí mismo!», y Teresa vio que su amiga y el niño seguían corriendo, cruzaban la calle y se alejaban por la acera de la derecha de la avenida, y ella les siguió con la sensación de que la abandonaban, y corrió y corrió y corrió, sin aliento por la carrera y el espanto, y entonces sonaron las explosiones tan de repente y tan cerca, a su espalda, como si un gigante aporreara el pavimento con todas sus fuerzas. Teresa pensó que no podían estar bombardeando allí, a ella, porque allí no había ningún objetivo militar y se suponía que en las guerras los militares se mataban entre ellos, y aunque le habían dicho que los fascistas no lo hacían así, que Franco, y los alemanes, y los italianos, eran partidarios de la guerra de exterminio y habían soltado bombas sobre colegios y hospitales, no se lo podía creer, no se lo podía creer.
Diez metros más adelante, de una portería asomó un anciano alarmado, agarró a Elena de la manga y tiró de ella hacia el interior.
—¡Métase aquí, por Dios, que la van a matar!
Tanto el viejo como Elena y Tomasín se volvieron hacia Teresa y, al ver la enormidad de lo que le perseguía, abrieron tanto ojos y boca y con tal expresión de pánico que Teresa tuvo que mirar hacia atrás, por encima del hombro, como esposa de Lot, aun a sabiendas del peligro de convertirse en estatua de sal, y vio sobre la Gran Vía los seis bombarderos Saboya S.79, los falchi delle Baleari, y la explosión en mitad del bulevar que destrozó la fachada de la Mutua General de Seguros, y percibió aquel silbido penetrante que cortaba la médula y le advertía de que la próxima bomba iba a caer sobre ella, y se lanzó de bruces al suelo gritando y llorando. La interrumpió el cataclismo horrísono. Se sintió levantada del suelo, flotó en el aire y volvió a caer de bruces con un trompazo que repercutió en todo su cuerpo, desde la mandíbula hasta las rodillas, y perdió el mundo de vista en un parpadeo durante el cual fue cruelmente apedreada. Al abrir los ojos, no había mundo, estaba dentro de una impenetrable niebla blanca y pensó que había muerto, y en seguida que se había quedado ciega. Se había meado encima, había enloquecido, y lloraba, y lloraba, y no podía dejar de llorar, y, cuando consiguió ponerse en pie, temblorosa y dolorida, flotaba todavía en la niebla blanca e irreal, y, si tuvo que aceptar que seguía viva, era porque le dolían las rodillas y la mandíbula, y la cabeza, y la espalda, debido a la terrible lapidación sufrida, y, aparte del dolor, aquel llanto que la sacudía, y la desolación anticipada por lo que sabía que iba a ver en cuanto se disipara la niebla. Que la casa ya no estaba. La casa donde se habían metido Elena y Tomasín, y el anciano que pretendía salvarles la vida, el número 451 de la avenida de les Corts Catalanes, ya no estaba allí. En su lugar había una montaña de cascotes, ladrillos, vigas y muebles destrozados. Y Elena y Tomasín ya no estaban allí. Ya no estaban allí.
Me lo contaba mi padre, viejecito y encorvado, a sus setenta y cinco años, acodado en las rodillas, la mirada clavada en el suelo.
Lo sacudía el llanto.