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Hasta que intervino el gobierno de Madrid.

El miércoles 5 llegaron al puerto de Barcelona dos destructores, el Lepanto y el Sánchez Barcaiztegui. A las tres de la tarde, mediante una nota escueta, el ministerio se incautó del Orden Público de Cataluña y nombró delegado del Estado a un teniente coronel del ejército para que pusiera orden.

Ese mismo día, llegaban de Valencia ochenta camiones y dos compañías motorizadas, un total de cinco mil guardias de asalto. Miguel Jinete los vio desfilar desde el balcón de la Comisaría Central y recordó a los dos mil guardias civiles que el día 19 de julio se habían puesto a las órdenes de Companys en aquella misma avenida, y los camiones de anarquistas que dos días antes habían cruzado por allí delante, armados y alborotando, para socorrer a sus camaradas de la Telefónica. También estos guardias de asalto gritaban y disparaban al aire, fanfarrones y provocadores. Su grito era «Muera la FAI», «Muerte a la anarquía», en una manifestación bastante anárquica por cierto. Parecían sedientos de sangre.

Fue un ejército de ocupación el que terminó con la supremacía anarquista en Barcelona. Cuando el teniente coronel, el comandante al que acababan de nombrar comisario general del Orden Público y un siniestro agente del Servicio de Investigación Militar (SIM) entraron en las oficinas de la comisaría, Miguel tuvo por primera vez la sensación de pertenecer a un ejército vencido que entregaba su bandera y se sometía a la penitencia. La segunda vez sería cuando entraron los franquistas.

—Señores —dijo el teniente coronel en un castellano muy castizo—, el Estado me ha encargado una misión, una única misión, que se puede resumir en una única palabra: disciplina. Barcelona, que debía ser modelo de sensatez e integridad, se ha convertido en un caos sin ley ni orden ni concierto. Pero esto se acabó. Se acabó la autonomía catalana y se acabaron las dispersiones. Ahora, aquí, quien manda es el Gobierno Central y el Gobierno Central me ha encomendado que ponga firmes-firmes a todo Dios. Y voy a empezar por ustedes. Al pie de la letra. Quiero decir que, a partir de ahora, cuando entre en esta sala un superior, aquéllos que estén por debajo de él en rango y responsabilidad deberán ponerse en pie, firmes y responder siempre «Sí, señor» o «A sus órdenes», y obedecer sin rechistar. No voy a tolerar la menor irregularidad. Supongo que no debo recordarles que estamos en guerra y que todo aquello que nos entorpece ayuda al enemigo, y quien ayuda al enemigo es un traidor, y a los traidores se les fusila.

Al oír que el teniente coronel no iba a tolerar la menor irregularidad, Miguel Jinete se dio por aludido. Siempre se había sentido el agente más irregular en aquella empresa. Permaneció en un rincón, enfrascado en ordenar los montones y montones de folios que tenía preparados, mientras sus superiores actuales y los anteriores estaban reunidos en el despacho central. Cuando salieron, como se temía, él fue una de las primeras personas con quien quisieron hablar.

—Tú sabes mucho de anarquistas, ¿verdad? —le preguntó el teniente coronel—. ¿Y cuál es tu versión de lo que ha sucedido estos días? En Valencia y Madrid se da por supuesto que, tanto el POUM como la FAI son quintacolumnistas que luchan a favor de Franco. Se dice que la derrota de los sublevados el 18 de julio en Barcelona no fue más que una puesta en escena porque sabían que los ciudadanos nunca se pondrían de su lado. De esta forma, todas las armas de la ciudad quedaron en manos de los faístas y no de los comunistas o los de Companys, por ejemplo. Y, desde entonces, esa gentuza se ha dedicado a desprestigiar la República hasta conseguir que la opinión pública esté deseando que Franco gane la guerra. ¿Te parece que es así? Pues vamos a demostrárselo al presidente de la República, que todavía no sabe quiénes son éstos del POUM.

El teniente coronel era hombre de mucho discurso y poca atención. Alguien lo definió como una persona muy abierta al monólogo. Miguel en seguida entendió que no esperaba que respondieran a sus preguntas y se limitó a depositar ante sí el montón de folios que traía. Un breve informe y una larguísima lista de nombres.

—Ahí tiene todo lo que yo sé del anarquismo de Barcelona. Aparte de las doscientas personas que ya hemos detenido, éstos son los parientes, amigos, conocidos, simpatizantes de la acracia o del trotskismo que yo tengo censados. Sólo habrá que preguntar a estas personas lo que queremos saber. Y ahí no está todo. Yo no puedo saberlo todo. Pero lo que no sepamos, se pregunta.

Escribía Miguel Jinete en sus papeles: «Una persona elemental y obtusa, cuando está enfadada y ofendida, sólo piensa en el castigo. No en la solución de problemas. No en restablecer la paz. No en comprender la situación para evitar que se repita. No. Sólo piensa en la venganza, en la revancha, en desahogar la rabia de la manera más dolorosa posible sobre quien le ha causado la ofensa. Si esa persona elemental y obtusa, además, es militar, ansiará torturas y fusilamientos. Por eso, aquel teniente coronel sonrió cuando yo dije “lo que no sepamos, se pregunta”. Porque, para un militar elemental y obtuso, preguntar es casi sinónimo de interrogar. Y, cuando se interroga a un enemigo, se le tortura».

Así fue como nacieron en Barcelona las checas. Lo que en Rusia se conocía como Cheresvechainaia Kommissia (Comisión Extraordinaria, abreviada con sus iniciales CHK), cuya misión consistía en combatir la contrarrevolución, el sabotaje y la especulación. Y Miguel Jinete se convirtió en un chequista.

El convento de San Elías, en la calle San Elías 26, entre Tavern y Brusi, que, desde julio del año anterior, había sido prisión infernal para religiosos, rentistas y representantes de la patronal, a partir de aquel momento pasó a ser prisión infernal para trotskistas y ácratas. A la mayoría de los cuarenta miembros del Comité Central del POUM que fueron detenidos se los trasladó a Madrid, pero algunos de ellos murieron en los sótanos de San Elías o en la carretera de la Arrabassada.

Los guardias de asalto llegados desde Valencia paraban a cualquiera por la calle, y le exigían la cédula con malos modos, como si todos fueran sospechosos. Detenían a quienes aún conservaban el carnet de la CNT o del POUM. Hacían pedazos los carnets en público, como ejemplo y escarnio. En aquellas fechas empezó a escucharse el grito que más adelante se haría tristemente famoso entre quienes hablaban catalán: «¡Habla en español, coño! ¡Habla en cristiano!».

Miguel se encontraba en las salas de interrogatorio a militantes del POUM que lo miraban fijamente a los ojos y le decían: «¿Cómo es posible? ¿Estamos luchando en primera línea de fuego, jugándonos la vida contra los fascistas de Franco, y entretanto, en la retaguardia, nos torturáis y nos ejecutáis acusados de alta traición? ¡Sois cómplices de Stalin, que es peor que Hitler!».

Miguel soportaba mal aquellas miradas y no sabía cómo responder al absurdo. Por eso pidió que limitaran su trabajo a lo que él denominaba «ablandar al cliente». Él proporcionaba listas de nombres, investigaba, se infiltraba e informaba. Y, luego, «ablandaba al cliente». Tampoco le gustaba dar el tiro en la nuca, que dejaba para otros, «que sabían más de leyes que él».

El convento de San Elías resultaba un decorado perfecto para la tortura y las ejecuciones. Los sótanos eran auténticas mazmorras medievales, que combinaban con los grilletes, los látigos, las tenazas, los machetes, la sangre, los gritos del reo y las risotadas de los verdugos.

Allí, en un sótano húmedo y mal aireado, Miguel Jinete se ceñía los nudillos de hierro y recibía a los detenidos desnudo de cintura para arriba.

—Vamos a entrenarnos, campeón, que no sabes la suerte que has tenido. Hoy te toca entrenar con Gironés en persona. ¿Has oído hablar de Gironés, campeón? Dicen que se retiró hace dos años, cuando lo tumbó Miller con aquel crochet a la sien; dicen que se fue a México; pero no, ca, sigo aquí, no me he ido, no me he retirado. Soy Gironés y te voy a hacer una demostración. Arriba los puños, campeón, y pelea como un hombre. Anda, pega, pega. Estás perdido.

Los nudillos de hierro arrancaban sangre de los labios y de las cejas y hasta rompían pómulos y mandíbulas. Mientras pegaba, Miguel solía cantar su tango preferido: «El recuerdo que tendrás de mí/ será horroroso,/ me verás siempre golpeándote/ como un malvao…».

Aquellos días, en su tiempo libre, buscaba a Víctor y a Carmen. La siguiente vez que fue a buscarlos a la carbonería, ya no estaban allí tampoco ni la Caraqueso ni el pequeño Eduardo. Fue al piso de Sant Rafael y nadie respondió a sus llamadas, y al bar de la calle de Robador para hablar con los hermanos Luys.

—No sé nada de Víctor —le dijo Fraternal, y se le notaban las ganas de añadir: «Y, si lo supiera, tampoco te lo diría».

Cada sábado visitaba a mi padre cuando sabía que llegaba de permiso. Preguntaba por Víctor con insistencia, de una manera que mi padre definía como desesperada. Interrogaba a Elena, a Teresa, incluso a Tomasín, como si se le fuera la vida en ello. Y tuvo que darle la noticia de lo sucedido con Juliol, naturalmente.

—Juliol ha muerto —empezó diciendo con la mirada gacha—. En estos días absurdos. Tenía un camión lleno de dinamita y estaba dispuesto a hacerlo estallar. Se había vuelto loco. Quise impedírselo, quise impedírselo por las buenas, hablando, convenciéndole, pero él estaba dispuesto a encender la mecha, inmolándose él y asesinándome a mí y a todos los que estábamos alrededor, de manera que tuve que… —pausa dramática con los ojos aprensivos fijos en mi padre—… tuve que disparar. Tuve que matarle —se interrumpía para tomar aire. Mi padre frunció el ceño, quizá más atento a la angustia del amigo que a la noticia que acababa de traerle—. Víctor, me temo que Víctor no lo entendió. Por favor, si lo ves, si viene a verte, si puedes hablar con él, dile que lo siento, que no quise, que quise hablar con él, que le debo una explicación.

Mi padre le dijo que sí, que bien, que así lo haría, y procuró no pensar mucho más en ello.

Escribió Miguel Jinete: «Me sentía solo e incomprendido. Si al menos hubieran permitido que me explicara.

»El recuerdo que tendrás de mí será horroroso…».

Torturas. Tiros en la nuca. Y tanta y tanta gente convencida de que eso era bueno y necesario para el bien de todos.