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«4 de mayo de 1937.»Día del Sacrificio.

»… En ocasiones, hay que sacrificar alguna pieza. Es una decisión difícil, incluso dolorosa, y te puedes equivocar, pero…».

El resto de aquel día 3, mientras en la ciudad dejaban de funcionar los tranvías y la sensatez en general, y se desataba una batalla tan furibunda como la del día del levantamiento, Miguel Jinete lo pasó en la Comisaría General de Vía Durruti escribiendo un largo informe y sometiéndose al interrogatorio de sus superiores. Incluso el consejero Aguadé quiso ir a verle un momento, antes de recibir al president Companys, que llegaba desde Benicarló.

Se rindieron a la evidencia de que Miguel Jinete había desmantelado una importante y peligrosa conspiración de los anarquistas, y se olvidaron de preguntar por qué no lo había denunciado antes o si podrían continuar confiando en él. Valentín Cubero y Luis Valladares certificaron el terrible sacrificio que había representado para él acabar con el cabecilla de la trama porque habían sido testigos de la muerte de Juliol y sabían lo que aquel hombre significaba para Miguel.

Él, sin embargo, conservó su actitud impertérrita y dura para asegurar que no terminaba allí el conflicto. Aseguró que, si bien los anarquistas tenían el defecto de ser desorganizados e indisciplinados, eso les daba la ventaja de agruparse en células muy distintas y distantes entre sí. Y liquidar a una de esas células no era garantía de haber terminado con ellos, ni siquiera con una mínima parte. Cabía suponer que habría otras muchas cuadrillas autónomas por la ciudad dispuestas a tomar las armas. Basándose en ello, pidió libertad de movimientos para el día siguiente. Sus jefes comprendieron que, después del valioso servicio prestado a la República, se retirase a su casa, abatido por la melancolía.

Cuando salió de comisaría, y ya había barricadas por toda la ciudad, se armó de coraje para ir a visitar a Víctor y a Carmen al piso de la carbonería. No estaban allí. Sólo encontró a la Caraqueso aburrida y al niño dormido.

—No sé dónde están. No me han dicho nada. No han venido en todo el día.

No respondió al teléfono a las dos de la madrugada, cuando lo reclamaban porque los anarquistas estaban asaltando el Palacio de la Generalitat. Y, a las diez de la mañana del día 4, limpio y fresco, vestido con un traje gris sobre camisa sin cuello, como un vulgar asalariado, ya se dirigía a la calle Cortes, donde estaba el bar El Tranvía. Llevaba la pistola Astra A-40 del 9 largo metida en su funda de cuero, bajo el faldón de la chaqueta y sobre el glúteo derecho. Lleno el cargador de ocho cartuchos y dieciocho balas más sueltas en el bolsillo.

Tuvo que dar un rodeo por la calle Diputación para evitar el intenso combate que se desarrollaba cerca de la Universidad, frente a la sede de las patrullas de control. Un caballo y dos hombres muertos en medio de la calzada, guardias de asalto disparando parapetados detrás de los plátanos de la calle. Ese penetrante silbar de las balas.

El bar El Tranvía tenía la persiana metálica echada a medias, pero Miguel sabía que encontraría a sus dueños en el interior porque vivían allí. Se agachó para entrar.

Sólo un par de velas encendidas ponían luz a la espesa penumbra.

—¿Quién anda ahí?

Sifrot surgió de entre las sombras, detrás de la barra, y, al verle, frunció el ceño. No sonrió como solía, ni le abrió los brazos. Torció el gesto.

—Salve, camarada —le dijo Miguel, como en los viejos tiempos.

—¿Qué haces aquí?

Juliol había advertido a los miembros de «Progreso Hoy» que no debían fiarse de Miguel Jinete. Los había puesto contra él.

—¿Dónde está tu mujer? Que venga.

Sifrot no estaba dispuesto a obedecer sus órdenes ni sus malos modos. Miguel tuvo que esgrimir la pistola y ponérsela a dos dedos del pecho.

—Dile que venga.

—Conchita. Ven.

Llegó Conchita y, al ver a Miguel y su pistola, se quedó plantada, con las manos unidas a la altura del pecho, estrujando una bayeta. Tomó una bocanada de aire interminable, hinchando el pecho como si no hubiera suficiente aire en todo el bar para evitarle la asfixia. Como si se encontrara en una situación temida y descorazonadora.

—¿Dónde están los otros del grupo?

—¿Para qué quieres saberlo?

—¿Dónde están los otros del grupo?

—¿De parte de quién estás, Miguel?

—¿Dónde están los otros del grupo?

La pistola.

—Están con Juliol.

—No están con Juliol. ¿Dónde están los otros del grupo?

—Eres policía, ¿verdad?

—Te voy a matar Sifrot. A ti y a tu mujer.

—No sé dónde están —temblor en la voz. Un día, Sifrot se sentó a la mesa de los ácratas porque le gustaba lo que decían y leían, y disfrutaba de la buena sintonía existente entre ellos. Nunca fue un anarquista convencido. Aquellas enseñanzas le parecían una utopía inalcanzable, puro ilusionismo—. No sé dónde están. La policía detuvo anoche a Sánchez y lo llevó a la comisaría del Sur, la que está aquí, en la calle Cortes, cerca de la plaza de España. Hicieron piña en torno a su mujer, la Reme, y le prometieron que hoy mismo irían a sacarlo de allí. No sé nada más.

Sánchez, el guasón. El que, medio en serio, medio en broma, pedía armas, pistolas, revólveres, dinamita.

—¿Y Guitard?

—No sé nada de Guitard.

No sabían nada. Ni Sifrot ni su paralizada esposa. Un buen policía en seguida sabe si le están ocultando algo o no.

«… A veces, hay que sacrificar alguna pieza. Puede ser en defensa propia, porque es la única manera de impedir que acorralen a tu rey…».

Apretó el gatillo y la Star cobró vida en su mano. Primero contra él, que estaba al otro lado del mostrador y salió despedido contra la estantería de atrás, rompiendo botellas y vasos. Su esposa sumó un chillido al estrépito. Miguel no le dio tiempo de aterrorizarse más. Lo justo. Chillido abortado por el segundo disparo, pam, y la vio desaparecer en la sombra.

Sacó el cargador de la pistola. En el bolsillo contó dos balas, una y dos, y las colocó cuidadosamente, presionando con el pulgar que se pringó un poco de grasa. Una y dos. Encajó de nuevo el cargador en la culata con un golpe seco. Salió a la calle. Se fue caminando hacia la plaza de España. En toda la ciudad resonaban ecos de disparos. Un terrible castillo de fuegos artificiales que no decoraba el cielo.

A lo lejos, Miguel distinguió la multitud que hormigueaba frente a la comisaría del Sur, precisamente un poco más allá de la esquina de la calle Cortes con Entenza, debajo mismo de este piso, donde vivían mi padre con Elena y Tomasín. Tiraban desde la sede policial y corrían los asaltantes abajo vaciando Máusers y pistolas y revólveres desde detrás de los árboles y de un tranvía varado en sus raíles, vacío y deformado por los balazos. El aire estaba saturado de silbidos, impactos, roturas de cristales, gritos, ayes, maldiciones, humo de pólvora que irritaba los ojos.

Miguel llegó allí agitando un pañuelo blanco, como hacían todos los transeúntes ocasionales y, cuando estuvo muy cerca, escondió la bandera blanca y corrió agazapado hasta el tranvía tras el que se aglomeraban cinco o seis chavales de no más de quince años, armados y enfurecidos.

Quizá Elena, Tomasín o Teresa advirtieran su presencia entre la masa que asaltaba la comisaría de abajo. No sería extraño que estuvieran atisbando por el balcón, y podrían ver el tranvía que estaba detenido al otro lado de la calle Cortes. De ser así, se preguntarían qué estaba haciendo Miguel Jinete entre tanto sindicalista rabioso. ¿No era él policía? ¿Estaba asaltando una comisaría gubernamental? ¿O es que los policías de la comisaría eran anarquistas? No: porque los asaltantes parecían obreros. ¿Pero quién podía garantizar ya nada? Las dos mujeres y el niño eran los ciudadanos confundidos y perplejos, acojonados por las decisiones de los locos del fusil.

Miguel preguntó a uno de aquellos muchachos con voz cargada de autoridad:

—¿Sabes dónde está la Reme? —el otro lo midió de arriba abajo desconcertado, y Miguel le repitió sin miedo, de igual a igual—: ¿Sabes dónde está la Reme? ¡La Reme, la mujer de Sánchez, el detenido que venimos a rescatar! ¡Soy amigo suyo!

Contestó una chica muy guapa, casi una cría, con gorro y correajes de miliciano:

—Está ahí delante. Detrás de ese banco.

Sí, la vio, muy cerca. A cuatro patas, muy azorada, tras el banco de piedra del paseo. La llamó, se hizo notar.

—¡Reme! ¡Ven pa’cá!

Ella arqueó las cejas, sorprendida pero confiada.

—¿Miguel? ¿Cómo estás aquí? —como diciendo «Aquí, entre tus enemigos, cuando deberías estar disparándonos desde esos balcones».

—¡Ven pa’cá! ¡Han detenido a Juliol! ¡Lo han llevado a San Elías!

Oh, no, San Elías, la prisión terrible, el convento maldito donde se contaba que habían hecho desaparecer a tanta gente. La Reme parpadeó, contuvo el aliento. Era un buen motivo como para avanzar a gatas, incorporarse un poco y ganar con cuatro saltos el resguardo del tranvía. Se puso en pie y se encaró con Miguel.

—¿Qué estás diciendo?

—Han llevado a Juliol a San Elías —repitió Miguel mientras miraba a un lado y a otro, como persona muy importante y muy atareada que busca soluciones—. Vamos a hacer una cosa, Reme. Primero, liberamos a tu marido de ahí dentro. Luego nos reunimos todos los del grupo para sacar a Juliol de San Elías.

Un pedazo de pan. Tan cándida como sus ojos azules de lento parpadeo.

—¿Nos vas a ayudar? ¿En serio?

—Claro.

—¿Pero cómo piensas…? —la mujer, desconcertada, no sabía si Miguel iba a hacer valer su condición de policía y se preguntaba cómo iban a reaccionar aquellos muchachos apasionados—. Nos quieren aniquilar, Miguel.

—No te preocupes. He oído decir que han sacado tropas de artillería del frente de Huesca para traerlas a Barcelona a luchar contra Companys y los comunistas —seguramente, la Reme no se percató de la ironía de las palabras de Miguel—. ¿Quién más del grupo está aquí contigo?

—Ussía, el Gafas. Está ahí enfrente, ¿lo ves? Junto a la pared de la comisaría.

Ahí estaba el estudiante, con sus gafas, bajito y frágil, armado con pistola y con una expresión feroz que le sentaba como una careta de cartón.

—Vamos allá.

Se alejaron del tranvía y del tiroteo. Cruzaron Entenza como si fueran a Universidad y, luego, la calle Cortes en un círculo amplio y prudente.

—¿Pero qué piensas hacer? —preguntaba la Reme mientras corrían.

—Lo haré desde dentro —dijo él—. La revolución desde dentro.

—A mí me parece bien pensado —aprobó ella, con la respiración alterada por la carrera—. Guitard y Ussía dicen que eso es contrarrevolucionario, pero a mí me parece una buena idea…

—¿Dónde están los otros? —le interrumpió Miguel con brusquedad.

—¿Qué?

—¿Dónde están los otros? Fábregas, su mujer, Guitard, los otros.

—Ah. A Elisa, la mujer de Súñer, la han herido. Nada, un rasguño. Los Fábregas se la han llevado a su casa. Pero, mira, lo que te estaba diciendo, cómo hacen las bombas, lo sabes, ¿verdad? Los obuses que tiraron desde aquel barco contra la casa Elizalde: tienen suficiente fuerza como para atravesar los muros pero explotan después, cuando están dentro del edificio.

—¿Dónde viven los Fábregas?

—¿Qué?

—¿Dónde viven los Fábregas?

—Ah, en la calle Jaume Fabra, cerca del Paralelo, junto al cine América. Una vez, hicimos una reunión allí.

Miguel lo recordaba.

—Ah, sí.

Y ella, sin dejar de correr a su lado, sin resuello:

—Pues eso… Las bombas explotan después, cuando están dentro del edificio. Así causan muchos más estragos. Pues yo digo que tenemos que hacer lo mismo. Si tú estás dentro, o sea, dentro de la policía, puedes causar muchos más estragos. Y, de paso, sacas a Mariano… —se refería a su marido.

Fuera ya del radio de acción de la comisaría, llegaron hasta el portal de este edificio donde escribo ahora, en el chaflán, entre la tienda de comestibles y el bar Las Arenas. Se pegaron a la pared para acercarse donde estaba Ussía bien decidido a entrar en la sede policial a por su amigo.

Le llamaron: «¡Ussía! ¡Ven pa’cá!».

El chico los vio y dudó. Lo atrajeron más los aspavientos de la Reme que la presencia de Miguel. Se acercó.

—Salve, camarada —lo saludó el policía.

—¿Qué hace éste aquí? —con su habitual expresión de sabelotodo, «a mí no me engañas», mueca de insolente desafío, «soy demasiado listo para que me jodas, desgraciado».

La Reme:

—Que dice Miguel que vamos a hacer la revolución desde dentro…

Miguel casi daba la espalda al sabelotodo, como buscando soluciones y respuestas en otra parte. Tenía la mano derecha y la Star dentro de la chaqueta y, por debajo del brazo izquierdo, disparó a través de la ropa. Ussía cayó como un fardo y el policía señaló a lo alto del edificio de enfrente gritando: «¡Un paco!», igual que si acabara de descubrir la presencia de un francotirador en una de las ventanas. En medio de la traca de estampidos, la detonación de su arma apenas se había destacado. Había pocos asaltantes a la vista en aquella esquina, pero todos hicieron caso de su grito y se agacharon y corrieron. La Reme vio el agujero que él mismo se había hecho en la chaqueta, bajo la axila, y la sangre de Ussía que le había salpicado, y gritó: «¡Te han herido, estás herido, Miguel!». Y él se aprovechó de la confusión. Se apoyó en la pared como si le fallasen las piernas. Se agarró del brazo de la Reme, que también estaba preocupada por huir del fuego del francotirador fantasma. La Reme no paraba de gritar: «¡Un paco, un paco, Miguel, te han herido, jolín, te han herido!», y a duras penas se tragaba los «por dios» y «virgen santa». En su aturdimiento, resultó muy fácil arrastrarla al interior de la portería. Esa misma portería que veré ahora, cuando salga a comer. Ahí le disparó. En el corazón, para que no sufriera.

Más tarde, cuando terminó la batalla con la intervención de la policía y la derrota de los jóvenes sindicalistas, o quizá al día siguiente, cuando salieran para hacer las compras, Elena y Teresa encontrarían el cadáver en el zaguán. Mi padre recordaba que Elena se lo había contado. Una mujer muerta de un tiro en el pecho. No era tan extraño, después del intenso combate; había muertos por todas partes. Pero encontrarte uno al pie de la escalera de casa siempre impone más, claro está. Y ni ella ni Teresa ni mi padre habrían podido sospechar jamás que aquella pobre víctima estuviera directamente relacionada con ellos, con su historia, con su amigo y protector Miguel Jinete que, después del asesinato, encogió la cabeza entre los hombros, como quien sale al aguacero, y se lanzó a la carrera por la calle Entenza abajo, hacia la avenida Mistral, sin que nadie le dijera nada. Se cruzó con coches de policía que llegaban a toda velocidad para ayudar a sus compañeros acorralados en la comisaría. Calculó que ellos se encargarían de Sánchez, el bromista. Con que los sindicalistas hubieran herido o matado a un policía, aunque sólo fuera uno, bastaría para que los agentes de la ley y el orden se vengaran ensañándose con el detenido. No era probable que saliera vivo de allí.

«… A veces, hay que sacrificar alguna pieza… la inmolación también puede tener una finalidad estratégica: si el adversario mata a tu caballo, pierde una posición central privilegiada que estorbaba tus movimientos y te abre camino para tu ofensiva…».

En la esquina de Mistral con Floridablanca, se metió en un portal, recostó la espalda contra la pared, extrajo el cargador del arma y repuso los cartuchos gastados. Uno y dos. Aún le quedaban dieciséis en el bolsillo.

El Paralelo era un campo de batalla, una catástrofe natural. Allí, a los fusiles y las pistolas, se sumaban un par de ametralladoras pesadas y hasta obuses. El silbido escalofriante, las explosiones demoledoras, el tableteo pesado, el tintineo de miles de casquillos rebotando en el pavimento, todo contribuía a dar una terrorífica sensación de terremoto. Había muertos tirados y olvidados en un rincón, heridos gimoteantes y heridos blasfemantes, odio sólido, órdenes ladradas, el olor tóxico de la pólvora, la borrachera de la adrenalina. No se sabía muy bien quién era quién ni a favor de qué bando se luchaba.

En un balcón, un tipo con un megáfono se desgañitaba: «¡Dejad las armas! ¡Abrazaos como hermanos!». Probablemente, un auténtico anarquista, pacifista, vegetariano y esperantista. De un momento a otro, alguien le iba a pegar un tiro para hacerle callar.

Y la sorpresa de encontrar a aquella señora redondita y amable, la que hacía ganchillo durante las reuniones del grupo de afinidad del bar El Tranvía, ahora agarrada al asa de la gran ametralladora Hotchkiss, disparando toneladas de plomo, convulsionada por carcajadas salvajes, quién lo iba a decir.

—¡Elisa!

Estaba demasiado concentrada, como si se encontrara sentada ante la máquina de coser, efectuando alguna delicada filigrana. Miguel tuvo que inclinarse por encima de su hombro para hablarle al oído:

—¿Dónde está tu marido?

Dejó de disparar para mirarle. Se la veía excitada, enajenada, como después de un orgasmo violento e inesperado.

—¡Qué!

—Salve, camarada. Tu marido. ¿Dónde está?

—Han herido a Esperanza, la esposa de Súñer. Manolo la ha subido a casa para curarla.

—Aquí, en la calle Jaume Fabre, ¿verdad? Dime la dirección exacta. Tengo que hablar con él.

Instantes después, Miguel se alejaba de Elisa consciente de que acababa de perdonar la vida de alguien que algún día podría perjudicarle. Tarde o temprano, Elisa le contaría a alguien que Miguel Jinete era el fundador del grupo anarquista de acción «Progreso Hoy». ¿Pero quién la iba a creer?

Para llegar a la calle Jaume Fabre, Miguel tuvo que abrirse paso entre los feroces asaltantes del cine América. Tuvo que correr, echarse cuerpo a tierra cuando una explosión lo azotó con su onda expansiva, reptar, apostarse tras el montón de adoquines, sacos terreros y basura que componían la barricada, y disparar al tiempo que intercambiaba aullidos incomprensibles con algún guerrillero cercano.

Claro que, si pensaba que la realidad iba a resultar inverosímil, ¿por qué iba sacrificando las piezas de «Progreso Hoy»? Después de un titubeo, se justificó diciendo que una persona no puede crear un rumor convincente pero once sí. Y tomó conciencia: ¿once? Caramba, cuántas piezas sacrificadas.

Al entrar en la portería, el estruendo quedó atrás y, de repente, experimentó la sensación de sacudida de quien se sustrae a un vendaval. Se le relajaron los músculos, respiró mejor, sintió la necesidad de dejarse caer sobre los escalones para reposar. Pero se reprimió porque no podía permitírselo todavía. Subió las escaleras hasta el segundo piso. Forzó la puerta de los Fábregas con un puntapié. La Star A-40 en la mano. A por todas.

Nadie en el comedor, ni en la cocina, ni en el cuarto de baño. Piso modesto, inculto, burgués, de quedar bien, cuatro muebles baratos y dos cuadros chapuceros, pero mucho más lujoso de lo que Miguel podía suponer para un obrero de la construcción como era Fábregas. Claro que podía haber prosperado en aquellos años, desde que fundaron «Progreso Hoy». ¿Cuántos años? Más de quince ya, qué barbaridad.

Fábregas estaba en el dormitorio, con la esposa de Súñer, Esperanza, la de las vertiginosas caídas de ojos, desnudos los dos, follando desbocados, en pleno galope. Ella con las piernas en alto, los ojos centelleando de ilusión, y el vaivén del culo peludo de Fábregas, el soñador, el que planeaba comprarse una limusina cuando hicieran la revolución. Siempre había sido una persona ambiciosa.

—No me extraña —dijo mi padre con sonrisa socarrona—. No me cuesta creerlo. Ya te he dicho que, en aquellos tiempos de guerra, como reacción y supongo que para hacer ostentación de la libertad de que disfrutábamos, la gente, jóvenes y mayores, hacía demostraciones de cariño en plena calle como no se habían hecho antes. Se besaban en los labios en plena calle, sí, no te rías, entonces eso no era nada usual. La guerra tiene esos efectos. Y, más tarde, en Berlín, durante los bombardeos, vi a parejas fornicando en plena calle, follando, sí, follando contra la pared, y parecía incluso que esas personas no se conocían de antes, que acababan de encontrarse allí. Era el único recurso que se les ocurría para librarse de la angustia de la muerte.

Se volvieron hacia el intruso.

—¡Miguel!

—Salve, camaradas.

Coitus interruptus. «Que Dios te dé una buena muerte», gran deseo. Miguel disparó de inmediato. Pam, pam. No quería que la amargura de la muerte estropeara el placer del polvo. No quería ser cruel. Primero le agujereó el cráneo a él dos veces, pam, pam, y en seguida, para no dar tiempo al pánico, dos tiros más a la mujer entre las tetas, en pleno corazón, qué bien parpadeaba la jodida, fulminante, muerta en el acto.

«… A veces, hay que sacrificar alguna pieza… No es tan doloroso como parece. El jugador debe tener presente que mañana, cuando inicie una nueva partida, dispondrá de otra pieza igual. Tan igual que le parecerá la misma…».

Miguel colocó en el cargador las cuatro balas que había gastado. Había perdido la cuenta de las que le quedaban en el bolsillo, de manera que las sacó, las colocó sobre una mesa y las fue alineando cuidadosamente, una tras otra, para contarlas y tranquilizarse. Doce balas. Una docena todavía. Bien.

Ya sólo faltaba llegar hasta Guitard, el intelectual, el cerebro, el anarquista teórico.

No fue fácil salir del centro del infierno. Miguel tuvo que esperar en aquel piso del Paralelo, velando los cadáveres de los amantes interruptus, temeroso de que la redondita Elisa se cansara de disparar la ametralladora y subiera al piso para satisfacer alguna necesidad y lo forzara a sacrificarla también. Por algún motivo desconocido, a Miguel le habría repugnado especialmente disparar contra la entusiasta Elisa, apacible tejedora.

Luego se enteraría de que, a las dos del mediodía, dos carros blindados habían hecho un intento de atacar el edificio de la Generalitat en la plaza de la Revolución, pero ni siquiera se habían acercado. Dispararon una salva inofensiva y ridícula desde Vía Durruti y siguieron su camino, disimulando, despistados, como si se hubieran perdido o no supieran adónde ir.

Esperó a que amainara el combate, cansadas las armas de tanto disparar o exterminados los más recalcitrantes fusileros, y se escabulló al exterior, raudo y sinuoso como una víbora. Se extravió por las callejas del Poble Sec llevado por esa idea extraña de que, si uno no sabe dónde está, nadie podrá encontrarlo tampoco, y eran ya más de las cinco de la tarde cuando avanzaba por las calles de Sants, arrimado a las paredes, metiéndose en algún portal de vez en cuando para esquivar balas perdidas, y llegó finalmente al domicilio de Guitard.

No estaba seguro de encontrarlo allí, pero tampoco sabía en qué otro lugar buscarlo. Y creía conveniente dejar zanjado el asunto de una vez por todas aquel mismo día. Al llegar a la calle Gayarre, una bala rebotó en los adoquines demasiado cerca de él. A continuación, otro estampido, otro silbido rasgando el aire y otro impacto cercano, en la pared, y la evidencia de que él era el objetivo. Lo supo en seguida. Guitard. Apostado en la ventana de su casa. Esperándole. Armado. Muerto de miedo.

Salió disparado como conejo huyendo del cazador, dobló la primera esquina, disparó contra el cerrojo del primer portal que encontró, forzó la puerta y se metió en la oscuridad de un zaguán desconocido. Subió hasta el último piso, hasta la azotea. Conocía la geografía del barrio lo bastante bien como para saber que las azoteas estaban a la misma altura y no era difícil saltar de unas a otras. Abriéndose paso en un océano de ropa tendida, llegó hasta el edificio donde vivía Guitard. Una puerta inconsistente le permitió el acceso a otra escalera iluminada por una generosa claraboya. Bajó los escalones lentamente, de puntillas, hasta la puerta del piso de la última ficha que quedaba por sacrificar.

La descerrajó de un tiro. Entró.

—¡Salve, camarada! —gritó.

Le dispararon desde el interior. Se agachó, buscó la protección de un tabique, tropezó con una consola y la derribó con todo su contenido. Se rompieron un jarrón y un espejo.

—¡Miguel! —gimoteó la voz del teórico que sabía tanto de Bakunin, que solía leer párrafos de Kant, Spinoza y Kropotkin. A Miguel le pareció que vivía en una casa muy burguesa, casi rica.

—Hay que destruir para construir, Guitard. ¿Recuerdas?

—Por favor —lloraba—. Por favor. ¡Te ayudaré! ¡Haré lo que quieras!

Miguel tuvo lástima.

—¡De acuerdo, camarada! Sólo he venido para hablar. Tú mismo debes de ver que esto se está acabando. Quiero hablar del asunto. Cómo liquidamos «Progreso Hoy» antes de que nos liquiden los comunistas.

—¡Tú eres comunista! ¡Me quieres matar!

—¿Por qué dices eso?

—Has echado…

—¿Cómo puedes decir eso?

—Has echado la puerta abajo. ¡Vienes con pistola!

—¡Me has disparado desde la ventana! ¿Cómo quieres que venga? ¿Con un lirio en la mano, en son de paz?

—Por favor… —sollozaba.

—Tranquilo, camarada.

Miguel se incorporó y salió al pasillo. Al fondo, estaba Guitard con sus gafas, agachado, el fusil en el regazo, cabizbajo, llorando desconsoladamente.

—Nunca te lo perdonaré, Miguel —hipaba—. Nunca te lo perdonaré. Has jugado conmigo. Me engañaste.

—¿Quién te ha dicho eso, chico?

—Juliol.

A Miguel le rompía el corazón saber que Juliol había ido hablando mal de él. Destruyendo todo lo que él había construido. Destruir para construir. Qué absurdo, qué confuso.

Guitard levantó la vista. Las lágrimas le empañaban los cristales de las gafas. Estaba en muy mala postura para echarse el fusil a la cara y hacer puntería. Ni siquiera tendría tiempo de meter el dedo en el guardamonte.

—Miguel —dijo.

—Destruir para construir, Guitard.

Y él:

—Estoy muerto de miedo, Miguel. ¿Por qué me metiste en esto?

Miguel levantó el brazo y apretó el gatillo. Pam. Y pam, y pam, y pam, y pam. Cuatro o cinco veces. Muchas. Más de las necesarias. Luego, tendría que contar las balas que le quedaban en el bolsillo.

«Rey negro x peón blanco. Y así queda expuesto, roto el enroque, y ésa será su perdición. Así, ganaré la partida porque yo juego con las blancas. ¿Yo juego con las blancas? ¿Pero no es el rey negro quien va matando, quien ha sacrificado a todos los de “Progreso Hoy”? ¿Y el rey negro no era yo? Bueno, lo guía la mano de otro jugador pero es mi intención la que le ha llevado a sacrificar al peón. Es muy complicado. Y la vida es todavía más complicada que una partida de ajedrez».

Guitard sufrió unas cuantas convulsiones y murió.

A las seis de la tarde, los carros blindados volvieron a asomarse por la plaza de la Revolución, como quien echa una ojeada sólo por curiosidad. Y siguieron su camino errante. Los defensores de la Generalitat suspiraron aliviados y, como no habían sido agredidos ni por las tanquetas ni por los antiaéreos de Montjuïc, supieron que habían ganado una nueva batalla.

Y algunos de ellos, altos cargos, gente importante, pensaron en Miguel Jinete y se lo agradecieron.