63

El lunes al amanecer, mi padre salió de esta casa de Gran Vía con Entenza, donde ahora escribo, y se fue, a pie, Entenza arriba, pasando por delante de la cochera de los tranvías y de la cárcel Modelo, hasta el cuartel de Vorochiloff. Tenía la sensación de que abandonaba a su esposa y a su hijo a un gran peligro.

Confiaba en la ayuda de Miguel Jinete como otros confían en la ayuda de Dios.

Se encontró con Chueca, que venía encendido.

—Tendríamos que quedarnos para matar a todos los putos comunistas —le dijo entre dientes, mirando de reojo y con odio al teniente que les daba órdenes.

Montaron en el viejo Chevrolet y salieron de Barcelona.

—Bueno —dijo Chueca con un suspiro, y carraspeó—, me comentabas el sábado que no hay que decir nunca «Buen provecho», ni «Ustedes gustan»…

Mi padre suspiró también antes de proseguir la conversación:

—Ni «Mucho gusto» ni «El gusto es mío».

—No jodas.

Entretanto, Miguel Jinete había pasado la noche en la sala de visitas, en compañía de Luis Valladares y Valentín Cubero, los dos escoltas de Artemio Aguadé.

«… Hay fichas muy valiosas que uno desea y debe preservar a toda costa. Fichas sin las cuales uno corre el riesgo de verse mutilado, cojo, ciego, ante las acometidas del adversario. Pero también hay momentos en que el jugador se plantea: “¿Por qué? ¿A qué viene tanto empeño por defender esta pieza? ¿Qué gano teniéndola ahí?”. Hay ocasiones en que perder una torre, un caballo, una reina, es inevitable e incluso aconsejable, por mucho que nos duela».

El escrito de Miguel sobre el jugador de ajedrez utilizaba este párrafo para reflexionar sobre Juliol. Si hubiera podido correr en su ayuda la noche del 2 de mayo, le habría advertido, tal vez incluso le habría confesado que era policía y le habría convencido de que desistiera de llevar a cabo sus planes delirantes. Pero dudaba: ¿le habría advertido realmente? ¿Le habría confesado que era policía? ¿Le habría convencido de que desistiera de llevar a cabo sus planes delirantes? ¿Y qué respuesta esperaba obtener de Juliol?

Dice en sus notas que aquella noche se rindió, se tumbó en el sofá y trató de dormir. No dice que durmiera sino que trató de dormir. Lo imagino toda la noche con los ojos abiertos, la mente llena de recuerdos de Juliol, el hombre eternamente agarrado al vaso de aguardiente, el que le enseñó a leer y a escribir, el que lo llevó de la mano por primera vez a visitar el lejano mundo de los ricos, mundo imposible e irreal de sombreros de copa y abrigos de pieles y automóviles. Los abrazos de Juliol y el olor penetrante y adorable que se desprendía de él. «¿Por qué? ¿A qué viene tanto empeño por defender esta pieza? ¿Qué gano teniéndola ahí?».

Por la mañana, cuando le subieron el desayuno, trató de convencer a sus guardianes de que le dejaran libre.

—Se está preparando algo terrible. Los anarquistas lo tienen todo preparado para dar la réplica si se sienten agredidos. Si intervenimos ahora, quizá evitaremos daños mayores.

Valentín Cubero, muy recio y severo, insobornable, replicó con acritud:

—¿Sabes algo que no nos has dicho?

Calló Miguel, inquieto, para no verse acusado. Y pasaron un par de horas más. Recorriendo de un lado para otro el amplio despacho del director.

—Bueno, sí, sé algo. Y necesito vuestra ayuda.

Los dos escoltas plantados ante él como inquisidores.

—¿Qué sabes?

—Hay un tipo en Poblenou. Tiene un gran cargamento de armas y municiones, y dinamita, sobre todo dinamita, oculto en alguna parte. Hace años que viene diciendo que un día los comunistas irán a por los anarquistas, como en Rusia, y hace años que viene elaborando un plan de réplica. Hará estallar un camión de explosivos, no sé dónde, y al mismo tiempo intervendrán las baterías de antiaéreos de Montjuïc, que están dirigidas contra la ciudad, y una compañía de carros blindados se lanzará sobre la plaza de la Revolución y atacará la Generalitat.

No le creyeron. No le quisieron creer. Supusieron que les contaba aquello con alguna oscura intención.

—Anda ya —escupió Luis Valladares, despreciativo—. ¿Por qué no lo habrías dicho antes? —Miguel no sabía qué responder—. Y, si lo sabías, ¿por qué no detuviste a ese tipo y a su grupo? ¿Les has dejado campar, tan tranquilos, para que se fueran armando y armando? ¿No habría sido mejor neutralizarlos antes de que terminaran de acumular ese arsenal?

—Hablaré con el consejero —dijo Valentín—. Él sabrá qué hacer.

—No —Miguel se puso ante la puerta para cerrarle el paso—. No, por favor. Tengo que ir yo en persona. Esto tenemos que arreglarlo nosotros —el otro se disponía a hacerlo a un lado de un empellón, de manera que rectificó—: Bien, de acuerdo, es mentira, me lo he inventado.

—¿Por qué te lo has inventado?

—Porque… —mintió—: Porque sé dónde guardan los milicianos un tesoro en oro y plata y piedras preciosas que sacaron de las iglesias. Sólo quería llegar yo antes que nuestros compañeros. El que llegue primero se lo va a quedar.

Luis Valladares y Valentín Cubero se miraron. Acaso en los ojos del primero hubiera un asomo de codicia, pero no en los de su compañero, incorruptible. Miguel se trasladó a un rincón. Y pasó otro largo rato. Siempre pendientes de los ruidos procedentes del exterior. Cada petardeo de motor de coche les parecía el inicio de un tiroteo. Un sobresalto y, luego, nada. No llegaba nunca, no pasaba nada. Miguel se tranquilizaba con la idea de que, si nadie asaltaba la Telefónica, Juliol no tendría que poner en marcha su plan.

Valentín Cubero fue a comprar algo para comer.

—Y… —dijo Luis durante su ausencia—… eso que has dicho del tesoro…

—Me lo he inventado.

—Vamos.

—Me lo he inventado, de verdad. Sé que hay almacenes como el que digo, llenos de tesoros, sé incluso que hay tipos que se los han ido llevando en barcos al extranjero. Pero no sé dónde están.

Luis frunció los ojos.

—¿Qué te traes entre manos?

Miguel ya había abandonado. Decidió que no podía hacer nada por Juliol.

—Nada.

Llegó Valentín y comieron sardinas con pan negro. Y ya eran las dos. Y bebieron cerveza, y se hicieron las dos y media. Y en todo el edificio resonaron botas a la carrera y el estrépito de chasquidos metálicos de cerrojos de mosquetones. Movilización general. Por fin. Gritos de mando.

—¿Y si fuera verdad? —soltó Valentín Cubero de repente.

—¿Verdad? —se sobresaltó Luis Valladares—. ¿Lo del tesoro?

—No. Lo de la conspiración anarquista. Los antiaéreos dirigidos contra la ciudad, los carros blindados, el camión de dinamita…

Miraron a Miguel.

Entonces, les llegaron los disparos, como truenos de una tormenta lejana. Un destacamento de guardias de asalto comandado personalmente por Rodríguez Sales, comisario general de Orden Público de la Generalitat, acababa de llegar a la Telefónica y sus ocupantes los habían recibido a tiros desde las ventanas. Desbandada. En segundos, la batalla campal. Los transeúntes gritaban y echaban a correr en busca de un refugio donde guarecerse.

—¿Dónde irías?

—Primero, al Centro Libertario de Poblenou, para ver si estamos a tiempo de pararles los pies. Si llegamos tarde, tendremos que ir a donde esconden las armas.

—¿Sabes dónde las tienen escondidas? —se escandalizó Valentín.

Miguel asintió:

—En el cementerio —y, en seguida—: Ese tipo, el que lo ha organizado todo, es… como mi padre, el hombre que me enseñó todo lo que sé. Por eso, no… —tragó saliva. Acababa de entregarse a ellos en cuerpo y alma.

Valentín Cubero se levantó y se dirigió al teléfono. Miguel y Luis le vieron descolgar el auricular y pulsar el botón que lo comunicaba con la telefonista. Pidió que le pusiera en comunicación con el castillo de Montjuïc, concretamente con el comandante en jefe de artillería encargado de la batería antiaérea. Tuvo que esperar un tiempo, crispado por las detonaciones que llegaban de la cercana plaza de Cataluña.

Habló:

—Soy el inspector Valladares de la policía. Le hablo desde la Comisaría General de Orden Público, con motivo de los disturbios que acaban de producirse en el centro de la ciudad. Debemos asegurarnos de que podemos contar con sus efectivos ante cualquier eventualidad —calló. Escuchó apenas cinco segundos y cortó la comunicación. Se volvió hacia Luis y Miguel y dijo—: Me acaba de enviar a tomar por culo. Dice que nos van a joder vivos, a todos los comunistas de mierda. Exactamente ha dicho «putos rusos comunistas asesinos de mierda».

No hubo que decir nada más. Salieron corriendo. Bajaron las escaleras estrechas que conducían a la calle Mieres. Salieron a Vía Durruti a tiempo de ver pasar un par de camiones cargados de muchachos con pañuelos rojinegros al cuello, con fusiles y pistolas ametralladoras, en dirección a la plaza Cataluña. Alguno disparaba contra las azoteas. El guardia de asalto que custodiaba la puerta, muy asustado, les dijo que no quedaban coches, que se los habían llevado todos.

Saltaron a la calzada y abordaron la camioneta de un pintor de brocha gorda, con su escalera y sus botes de pintura, que se había detenido al paso de los anarquistas.

—Queda incautado este camión —gritó Valentín al tiempo que arrastraba al conductor fuera del vehículo y ocupaba su lugar al volante. Luis y Miguel subieron con él—. ¿Dónde está ese Centro Libertario?

—Yo te guío —le dijo Miguel Jinete.

La flamante radio que Miguel había incluido entre los enseres del piso de la carbonería interrumpió el programa musical para dar la noticia de que fuerzas policiales estaban combatiendo en la plaza de Cataluña contra «fuerzas atrincheradas en el edificio de la Telefónica». Parecía que el locutor estaba tan pendiente de lo que sucedía en la calle como el resto de los ciudadanos y, apenas había sonado el primer tiro, se había abalanzado sobre el micrófono para dar la voz de alarma: «¡Ha empezado el Fin del Mundo!».

Víctor estaba en cama, convaleciente, inmóvil para hacerle caso al doctor, reposo absoluto, y Carmen le leía una novela, Crimen y castigo, las tribulaciones del pobre asesino Raskólnikof. «… A cambio de una sola vida, miles de seres salvados de la corrupción. Por una sola muerte, cien vidas. Es una cuestión puramente aritmética…». Una lámpara de pantalla de pergamino concentraba toda su luz en el hermoso y enérgico perfil de Carmen, en sus manos pequeñas y huesudas. Caraqueso jugueteaba en el suelo con Eduardo, parloteando los dos, diciendo nonadas. Y la radio interrumpió un cuplé. Cuando se escuchó la noticia, Carmen y Víctor apenas tuvieron que intercambiar una mirada para entenderse. Pensaron en Juliol.

—Voy yo —dijo ella.

—No, Carmen. Tengo que ir yo.

Caraqueso quién sabe en qué pensó. Tal vez sólo «me voy a tener que quedar sola con el niño otra vez».

—Tendrás que quedarte con el niño, Doll —anunció Carmen.

Y ella dijo:

—Claro.

Víctor salió torpemente de entre las sábanas. Se vistió con la ayuda de Carmen. Tiritaba.

—Era miedo —me confesó Víctor cuarenta años después—. Desde que me habían herido, me sentía débil y vulnerable y nunca había sentido tanto miedo de morir.

Veinte minutos después, ya estaban recorriendo las calles del Poblenou, donde los vecinos bajaban las metálicas y estrepitosas persianas de sus negocios, y pudieron ver a la gente lanzándose escaleras del metro abajo, pensando sólo en buscar refugio en sus casas.

Miguel y los otros dos policías tuvieron que frenar en seco una travesía antes de llegar al Centro Libertario, ante cuya puerta unos hombres estaban construyendo un parapeto con muebles, y tres o cuatro milicianos armados oteaban el horizonte en busca del enemigo atacante. Alguien se fijó en los policías y paralizó todo movimiento, alerta, preguntándose si debía dar la voz de alarma o no.

—No des marcha atrás —recomendó Miguel—. Nada de movimientos bruscos. Bajemos de la camioneta y vayamos hacia la esquina con calma. Ya correremos cuando no nos vean.

—¿Y dónde hay que ir ahora? ¿Al cementerio?

—No está lejos.

Se apearon del vehículo del pintor de brocha gorda y caminaron tranquilamente mientras los hombres armados, cien metros más allá, los señalaban, se daban codazos, se preguntaban: «¿Y ésos?», «Espera a ver». Alguno debió de decir: «Espera a ver», porque no dispararon.

Me dijo Víctor:

—Siempre me había gustado mucho el cementerio de Poblenou. Ya de pequeño, me parecía un lugar misterioso, atractivo como una casa de fantasmas. Mi madre, o mis hermanos, me habían contado historias tremendas ambientadas en aquel escenario. Los muertos salían de sus tumbas y hacían fiestas algunas noches. Un hombre fue enterrado vivo y, cuando consiguió levantar la losa de su sepulcro, se encontró con una multitud de cadáveres putrefactos que le daban la bienvenida. Luego nos colábamos con Miguel, de noche, saltando el muro, para comprobar si las leyendas eran verdad, y recorríamos aquellas calles conscientes de que los panteones estaban llenos de muertos. No sabes lo excitante que resultaba eso.

»Es una fachada neoclásica, rectilínea, simétrica y racional, sin cruces ni vírgenes, con una puerta que da la sensación de ser pequeña, como el acceso a una cripta. Y, sobre todo, en la fachada principal, a ambos lados de esa puerta, hay dos triángulos enormes con aberturas en medio, como ojos, que te hacen pensar en ese símbolo que representa que Dios todo lo ve. Sin embargo, nunca tuve la sensación de que aquél fuese un recinto sagrado, ni de curas ni de nada por el estilo. Al contrario, aquello respiraba muerte, demonio, pecado, algo impuro, sumamente tentador.

»Bueno, pues aquel día, cuando llegamos con Carmen y encontramos abierta la verja de par en par y entreabierto el portón, pensé en ladrones de tumbas y en profanaciones nefandas, pero se diría que los sacrílegos no habían podido ir más allá de aquella entrada. Volví a ver aquel recinto tan misterioso como años atrás, tan profano, herético y diabólico, pero ya no me pareció que se desprendiera de él magnetismo alguno. Al contrario: me detuve asqueado y Carmen tuvo que tirar de mí.

Atravesaron aquella especie de túnel oscuro, y tuvieron que bajar unas escaleras antes de llegar a la ciudad de los muertos, ordenada racionalmente en calles flanqueadas por elevados edificios de nichos, que desembocaban en plazas amplias decoradas con jardincillos, donde se agrupaban las grandes residencias, los mausoleos señoriales de los poderosos. Quieta ciudad de los muertos que parecía réplica en miniatura de la urbe que bullía más allá del muro.

A Víctor se le ocurrió lo mismo que a Miguel: Juliol necesitaba un camión para sus planes, y por allí no podía entrar un camión. Sólo había un acceso posible, en el otro extremo del camposanto. Empujó a Carmen en aquella dirección. Le ardían el pecho y la cabeza, como si estuvieran a punto de estallar.

Miguel, Valentín y Luis habían ido directamente a la calle de Rera el Cementiri Vell hasta encontrar abierto el portón de hierro que daba a la amplia explanada por donde entraban los carruajes y se ponía la tarima del discurso final en los funerales de grandes personalidades.

El camión estaba en la calle del fondo. Allí asomaba su morro. Habían dado un par de zancadas cuando un hombre salió de la nada, como un fantasma. Llevaba una pistola en la mano. Gritó: «¡Eh!», y se interrumpió como quien se muerde la lengua. Había reconocido a Miguel. Era Segura, aquel estudiante de gafas que siempre formulaba preguntas usando la palabra «exactamente».

—¡Miguel! —parpadeaba, agarrotado e indeciso, miraba a Luis y a Valentín, nervioso hasta el frenesí—. ¡La policía ataca a la clase obrera!

Miguel supo de inmediato que no era bienvenido. Que había perdido la confianza de Juliol. Debería haberlo supuesto cuando su mentor no lo había invitado al gran acontecimiento.

Se acercó a Segura como para hacerle algún tipo de confidencia, le agarró de la muñeca, le retorció el brazo en la espalda y le arrebató la pistola. Lo hizo caminar delante de él hacia el camión.

Era una calle con nichos a un lado y panteones al otro. Juliol y un par de jóvenes estaban cerrando la caja del camión, ya habían terminado de cargarlo, echaban los cerrojos. Se quedaron estupefactos al verlos.

—¡Juliol, espera! —dijo Miguel.

Y Valentín:

—¡Policía!

Y Luis:

—¡Arriba las manos!

Cuando sus ojos vidriosos y miopes se fijaron en Miguel, Juliol se convirtió repentinamente en un anciano. Lo demudó una sombra de fatiga. Quiso pronunciar la palabra «Miguel» y no le salió. Movió la mano desmayada hacia sus hombres que ya levantaban las armas.

—Juliol —dijo la voz firme de Miguel Jinete—. Deja eso. Basta ya. Hemos perdido la batalla. Déjalo. Hay que ganar la guerra.

—¿Hemos? —soltó al fin el viejo anarquista—. ¿Hemos perdido la batalla? ¿A qué te refieres? ¿De qué hablas? ¿De ti? —vibraba el sollozo en su garganta.

—Deja eso, Juliol.

Víctor y Carmen habían pasado junto a panteones monumentales. Estatuas de mármol representaban a ángeles que asistían a personas yacentes y pacientes. Durante aquel recorrido, Víctor tomó conciencia de que un cementerio es un depósito de dolor. «Que descanse en paz», porque si no descansa en paz ninguno de nosotros lo haremos al morir. «No te olvidamos», no queremos olvidarte porque, si lo hacemos, nadie se acordará de nosotros cuando muramos. Resurrectionis horam mortuorum exspecto, porque sería demasiado horrible que no hubiera otra vida mejor. Un cementerio es un pozo negro de dolor y angustia, es una tenebrosa nada donde se va acumulando aquello que más ha aterrorizado a la Humanidad desde el principio de los tiempos.

Víctor se ahogaba, muy pálido, al borde del desmayo. Carmen temía una recaída, la neumonía con que les había amenazado el médico. Pero no podían detenerse. «No te pares, no te pares», resollaba él con voz estrangulada. Unas voces al fondo les guiaban el camino. Gritos crispados.

Recorrieron la calle de nichos pegados a la pared, desembocaron en un espacio abierto ocupado por grandes sepulcros y Víctor pudo ver a Juliol y a otras tres o cuatro personas junto a un camión y, más allá, a Miguel protegiéndose detrás de aquel estudiante ingenuo que se llamaba Segura y encañonando al viejo maestro con una pistola. Todos presididos por una talla espeluznante que representaba a un esqueleto alado besando a un hombre desnudo y exánime. El beso de la muerte.

—Deja eso, Juliol.

—Todo se confunde —balbució el viejo maestro, temblando de rabia—. Es el caos, el mundo al revés. Esto es la revolución. Todo mezclado, anarquistas con trotskistas del POUM, socialistas y comunistas en el PSUC… Lo de arriba abajo, lo de abajo arriba. Marxistas atacando a los obreros, hijos matando a sus padres…

—¡Sí, Juliol, el mundo al revés! —le interrumpió Miguel a gritos, con idéntica furia y sentimiento—. Camaradas que se devoran entre sí mientras los fascistas se van apoderando del mundo. Tú quieres destruir lo que tienes, Juliol, y los fascistas también quieren destruir lo que tenemos. ¿Piensas aliarte con ellos, Juliol? ¿Quieres facilitarle el trabajo a Franco? ¿Volar la Generalitat, diezmar a nuestros hombres, distraer la atención de los hombres que mueren en el frente?

—¡Nos estamos defendiendo! —aulló el viejo—. ¡Vosotros queréis matarnos! ¡Sólo nos estamos defendiendo!

—No puedo permitir que lo hagas, Juliol. Deja eso y vete a casa.

—¿Cómo te atreves a hablarme así, a mí? ¿Vas a enseñar a tu padre a tener hijos?

—Di a tus hombres que tiren las armas y tengamos la fiesta en paz.

—Eres un sucio hijo de puta —gruñó Juliol. Y metió la mano en el macuto que llevaba colgado. «Eres un sucio hijo de puta», con todas las letras y toda la intención—. Hijo sucio de una carbonería. ¡Hijo del infierno!

Salió su mano del macuto armada con una granada. Si la echaba dentro de la caja del camión, haría explotar la dinamita que lo llenaba y se desencadenaría el Apocalipsis. Sus acólitos levantaron las armas. Miguel empezó a disparar al mismo tiempo que avanzaba hacia el vehículo, empujando al aterrorizado Segura delante de él. Valentín y Luis también dispararon. Y los hombres de Juliol echaron a correr en todas direcciones y apretaron sus gatillos. Juliol había arrancado ya la espoleta de la bomba, tirando de la frágil cinta, cuando recibió los impactos del arma de Miguel.

Hay instantes en que se para el mundo y aquél era uno de esos instantes.

Cayó el viejo como si le hubieran roto las piernas y, ya en el suelo, se produjo la explosión, una explosión de mierda, apenas un petardazo, y su cuerpo saltó como un pelele y quedó quebrado y grotesco entre las ruedas del camión. La deflagración no había alcanzado la dinamita.

Sin detenerse, Miguel disparó a la sien de Segura, dejó el cadáver por el camino, como un desecho, y se subió al estribo del camión, valiente, a pecho descubierto, para defenderlo. Alrededor, resonaban ensordecedoras las armas disparadas de cualquier manera. Humo de pólvora y silbidos de balas. Tiraba alguien parapetado tras el grupo escultórico del Beso de la Muerte. Valentín le replicó desde lo alto de un edificio de nichos donde se había encaramado usando una larga escalera. Apareció de la nada Súñer, el barrendero, aquel hombrecillo calvo, cabezón y dispuesto a cualquier cosa. De pronto, estaba corriendo hacia el camión con los ojos enrojecidos por la locura, empuñando un fusil con la intención de dispararlo contra el interior del camión y provocar el cataclismo. Miguel lo encañonó y apretó el gatillo antes de que llegara a su objetivo. Pam, y le dio en su cabezón, en aquella expresión voluntariosa, «si hay que hacer la revolución se hace y ya está». Pam, y Súñer fue de cabezón al suelo y siguió aquel brusco silencio, el gran vacío, la gran nada negra.

Valentín y Luis se acercaron a Miguel, en tensión todavía, atentos a posibles supervivientes, con las pistolas calientes y humeantes en la mano.

Miguel dirigió su mirada hacia donde estaban Víctor y Carmen, dándoles a entender que hacía rato que se había percatado de su presencia. Y que no había podido evitar lo sucedido.

Víctor no podía respirar, aturdido como si le acabaran de golpear en la cabeza con una barra de hierro. Boqueaba sin palabras. Y también lo vi aturdido y se quedó mudo, los labios apretados, mientras me lo contaba, tantos años después. Agarró una servillera de papel y procedió a limpiarse las gafas después de humedecerlas con el aliento. Cuando se las quitaba, parecía que se aislase del mundo, como si momentáneamente se encerrara en un reducto muy íntimo y exclusivo.

Me dijo:

—En aquel instante, fui absolutamente consciente de mi impotencia, de la mía y de la de todo el pueblo idealista, ingenuo, que pensaba que un día sería posible cambiar el mundo. Todas aquellas ideas utópicas de igualdad, fraternidad y libertad, el reparto de la riqueza, la abolición de la esclavitud, todo se va a la mierda cuando algún imbécil aprieta un gatillo, sea del bando que sea. Comprendí que es inútil tratar de arreglar este mundo, porque la esencia del hombre es la maldad, la torpeza, la idiotez, y cada vez que hemos querido erigir el templo de la Bondad, ha tenido que venir un papanatas a derribarlo. No merece la pena vivir aquí. Lo pensé en ese momento y todavía lo pienso. Aquella experiencia marcó mi vida para siempre. Vivimos por inercia, porque no pensamos, porque nos da mucha pereza morir y nos acostumbramos a vivir entre maldad y mezquindad y miseria y egoísmo y estupidez a base de convencernos de que, de vez en cuando, lo pasamos bien. No hay forma de describir la desolación de un momento como aquél. Miguel matando a Juliol. Qué asco. Qué asco de todo. Me fui. Carmen dijo: «Qué hijo de puta, siempre dije que era un asqueroso hijo de puta», tiró de mí, y nos fuimos.

—¡Víctor! —gritó Miguel.

Valentín y Luis iban a salir corriendo tras las dos presencias que desaparecían entre las tumbas, pero Miguel los detuvo:

—¡No! Dejadles —y un sollozo deformó su grito hasta el punto de que Valentín, que estaba a su lado, no pudo evitar consolarlo con un abrazo.

Miguel terminaba su descripción de la muerte de Juliol con una palabra en punto y aparte:

Lloré.