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Entre los papeles de Miguel Jinete que Madurga me entregó metidos en aquella maleta desvencijada de mimbre, había una libreta escolar, de páginas rayadas para caligrafía y márgenes delimitados por una línea roja, donde había escrito con letras que querían ser góticas: «Día del Sacrificio». Empezaba diciendo: «La vida es como una gran partida de ajedrez. El mundo es el tablero y hay peones y alfiles y torres y reyes y reinas. Y hay jugadores. Hay quien elige pieza y quien elige ser jugador. Yo elegí ser jugador porque tenía miedo. Porque tanto los peones como los reyes tienen que matar o morir, se la juegan, deben atenerse a unos objetivos y puede ser que no lleguen al final de la partida. El rey, concretamente, seguro que morirá. El jugador, en cambio, nunca muere, ni siquiera cuando es derrotado. Siempre tiene la oportunidad de volver a iniciar una partida. Por eso quise ser jugador. Uno se sentía mucho más seguro entre jugadores, allí, en aquel despacho de Vía Durruti que afuera, en las calles, en el tablero, donde los ciudadanos vivían con el ansia de no saber a qué casilla los íbamos a mover y qué misión les íbamos a encargar ni si los íbamos a sacrificar o no.

»Aquella noche del 2 de mayo de 1937, en el despacho del jefe superior, desperdigados en torno a la mesa y el tresillo del rincón, y de pie, alguno apoyado en la pared, nos habíamos reunido siete u ocho jugadores. Bebíamos coñac, fumábamos puros habanos, nos reíamos a carcajadas. Porque sabíamos que a nosotros nadie nos iba a mover ni, mucho menos, a sacrificar. Éramos los que movíamos las piezas.

»Entró el comisario diciendo:

»—Qué. ¿Cuándo vamos a liquidar a los de la FAI?».

No sé quiénes eran los siete u ocho jugadores a que se refiere Miguel. En su libreta, él sólo cita el nombre de Artemio Aguadé, consejero de Interior del Gobierno de la Generalitat, y menciona al secretario y a ese comisario que podríamos suponer que fuera el comisario general Rodríguez Salas. También cita, más adelante, a Valentín Cubero y Luis Valladares, pero queda claro que ésos no eran más que escoltas del consejero, meros peones, lo que deja reducido a cinco o seis el número de «jugadores» presentes, uno de los cuales al menos era comunista.

El comisario fue quien entró risueño y formulando la pregunta que ya era una broma en el ambiente de la policía:

—Qué. ¿Cuándo vamos a liquidar a los de la FAI?

Artemio Aguadé (según Miguel Jinete) respondió:

—De eso estábamos hablando. Hay que hacerlo cuanto antes. Esto no se puede soportar más.

El comisario, que venía de guasa, cambió de golpe la sonrisa por la sorpresa y la preocupación. Le pusieron al corriente del tiroteo de aquella tarde, porque había pasado el domingo en el campo. Unos jóvenes idiotas del Estat Català habían disparado contra jóvenes libertarios y le habían dado a uno en el pecho. Precisamente cuando los chicos del Comité Regional de Juventudes Libertarias estaban hablando de que no debían dejarse arrastrar a la lucha.

—La bomba está a punto de estallar —dijo Artemio Aguadé después de un suspiro—. En los locales de sindicatos y asociaciones políticas se están haciendo turnos de guardia, y todo el mundo va armado. Por la calle, hay quien lleva granadas en el bolsillo. La bomba está a punto de estallar y más vale que la hagamos estallar nosotros, si queremos controlar los daños y las consecuencias. Estamos en guerra. En guerra contra los franquistas, quiero decir. No entre nosotros.

—Desgraciadamente, entre nosotros también —se quejó alguien—. Y el presidente Companys el primero. Desde que aplastaron el levantamiento con su salvajismo primitivo, y les dijo: «Hoy sois los dueños de la ciudad y de Cataluña». ¡Se lo tomaron al pie de la letra! Les dijo: «Si no me necesitáis o no me queréis, me iré». Y le dijeron: «No, quédate, quédate, pero calladito». Y aquí nos tenéis, calladitos, en manos de esas patrullas de control del tal Dionís Eroles. Perdiendo la guerra.

Intervino Miguel Jinete.

—Si empezamos a hablar del tema —y todos se volvieron a mirarlo. «¿Quién es ése?»—, si empezamos a hablar del tema, tenemos que actuar de inmediato. Que sea un dicho y hecho. Porque uno nunca sabe de quién se puede fiar. Si ahora hablamos de acabar con los anarquistas —murmuraban: «Es un experto en anarquismo»—, hay que ir a por ellos inmediatamente. Porque recuerdo que aquí ya se habló de eso. En un despacho de esta casa, Andreu Revertés en el mes de enero pasado ya habló de acabar con la FAI de una vez por todas. Y a la reunión asistía un tipo llamado Durán que corrió a contárselo a Dionís Eroles. Y el día 3 de diciembre, como recordaréis, Andreu Revertés apareció asesinado. En Martorell.

Una oleada de incomodidad sobrevoló a los reunidos. Nadie ignoraba que el chivato llamado Durán militaba en Esquerra Republicana de Catalunya, y el que presidía aquella mesa, Artemio Aguadé, pertenecía a Esquerra Republicana de Catalunya. Miguel acusó la mirada torva del consejero, pero continuó hablando sin perder el aplomo:

—O sea que propongo que esto sea un dicho y hecho. Soy especialista en el tema del anarquismo y os puedo asegurar que son peligrosos. No sólo porque van armados y tienen bombas de mano y son primitivos y destructores, sino porque hay soldados en puntos muy destacados y estratégicos, que controlan cañones antiaéreos y carros blindados.

—Necesitamos un pretexto —dijo el comisario.

—Está el asunto de la harina —murmuró el que debía de ser comunista—. No hay harina en Barcelona por culpa de la CNT.

—¡Por favor! —saltó otro, fastidiado, quizá irritado por el miedo—. No toques eso. La Consejería de Abastos es de los comunistas y todo el mundo sabe que son ellos quienes están especulando con la harina… digáis lo que digáis.

—No hay pretexto que valga —intervino de nuevo Miguel, saliendo al paso de discusiones que podían alejarles del tema principal—. Los anarquistas saben perfectamente que el cónsul de Rusia, ese Antonov Comosea y el representante del Komintern, el húngaro Geró o Comosellame, nos están presionando para acabar con ellos. Es un clamor popular. O se van los anarquistas o nos quedamos sin armas rusas, sin camiones rusos, sin el apoyo ruso, y sin eso no somos nada. Lo saben los anarquistas y lo sabe todo el mundo. ¿Por qué los estamos desarmando por la calle? ¿Por qué les rompemos el carnet de la CNT? ¿Por qué organizan mítines para decir a sus jóvenes que no se dejen arrastrar a la lucha? Saben perfectamente que vamos a por ellos. En el hotel Falcón, en las Ramblas, ayer estaban repartiendo cinturones y cartucheras. No necesitamos ningún pretexto. No engañaremos a nadie —sentenció—: Lo que necesitamos es un chivo expiatorio.

Un silencio helado.

—¿Un chivo expiatorio?

Y dijo Miguel:

—El POUM.

—¿El POUM?

—Sí, el Partido Obrero de Unificación Marxista. Los trotskistas de Maurín y Andreu Nin.

—Sí, ya sé, ya sé. ¿Pero el POUM? —quien preguntaba lo hacía conociendo la respuesta. Estaba poniéndole a prueba. Como en un concurso, como para asegurarse de que Miguel Jinete se movía por los ideales correctos—. ¿Por qué el POUM?

—Porque no podremos acusar directamente a los anarquistas de nada. Porque, hasta ahora, Barcelona ha sido la capital del anarquismo. Porque los anarquistas son héroes y tienen mucho apoyo popular.

—Pero… No entiendo. Vamos a ir contra los anarquistas, ¿no?

—Hay que aprovechar la confusión. Anarquistas y trotskistas se confunden en una amalgama. Atacar a los trotskistas es atacar a los libertarios. Si construyen una barricada, los dos estarán al mismo lado, codo con codo; disparar contra unos significa disparar contra los otros. Pero, cuando se evapore el humo, cuando hayamos ganado, diremos que nuestro objetivo real era el POUM, porque ellos son los contrarrevolucionarios, la quinta columna de Franco, fascistas, traidores, asesinos, cobardes, lo que sea.

—Pero los del POUM —se resistía uno aún—… La mitad de las Brigadas Internacionales son del POUM. Y están luchando en primera línea de fuego.

—Pero no son nada —insistía Miguel como un iluminado—. Son trotskistas, heterodoxos, no están con nadie, son los críticos, los criticones, los tocacojones, no siguen las consignas de la III Internacional, en Rusia acabaron con ellos igual que con los anarquistas. Trotsky ha sido deportado a Siberia o no sé dónde. El consulado ruso ya ha insinuado que ese diario del POUM, La Batalla, tiene tendencias fascistas, ya los hemos expulsado de todos los cargos de responsabilidad que ocupaban. Son minoría, no son nadie. ¿Sabéis lo contentos que se van a poner los rusos cuando digamos que la culpa de todo la tienen los trotskistas? Si lo hacemos así, seguro que nos envían unos cuantos aviones más, de propina. Pero, volviendo al tema, estamos de acuerdo en que hay que cortar las alas a los anarquistas, ¿verdad?

Siguió un silencio durante el cual pareció solidificarse el humo de los habanos. Había cambiado la expresión de los presentes.

—Hay que recuperar la industria de guerra colectivizada por los anarquistas —admitió uno—. O sea que sí, que hay que cortarles las alas.

—Hoy mismo —añadió otro.

—Mañana —murmuró Artemio Aguadé, cejijunto, después de consultar el reloj.

—¿Por dónde empezaríamos?

—Por la Telefónica —apuntó el comisario, como si hubiera pensado mucho sobre ello—. Es un centro de comunicación vital y, mientras la controlen ellos, estaremos controlados nosotros.

Unos minutos después, se levantaban todos, se ajustaban las corbatas, se ponían los abrigos. Tomaban sus sombreros quienes todavía se atrevían a llevarlos protegidos por su categoría de policías. Fueron saliendo. Quienes hablaban lo hacían con susurros crispados. «… Queda claro que este Jinete es comunista… sólo le interesa tener contentos a los rusos…».

Artemio Aguadé, consejero de Interior del Gobierno de la Generalitat, se detuvo ante Miguel y le sonrió.

—Así que tú eres el famoso Miguel Jinete —una pausa. Miguel no dijo nada—. Por lo visto, sabes mucho de anarquistas. Dicen que vives entre ellos, como uno de ellos. Y también sabes mucho de confidentes —añadió endureciendo la expresión, para demostrar que no había olvidado la alusión al «tal Durán de Esquerra Republicana»—. Bueno, pues te vas a quedar aquí, de retén, hasta nueva orden. No me gustaría que fueras por ahí contando a tus amigos anarquistas lo que aquí hemos hablado.

Miguel se quedó de piedra.

—Pero si he sido yo quien ha hablado. Si los anarquistas van a por alguien, será a por mí.

—Dame tu pistola.

«A veces, los jugadores nos estorbamos los unos a los otros. No hay que olvidar que, por encima de la gran guerra de las piezas en el tablero, está la competición entre las mentes pensantes que las mueven. De vez en cuando debemos recordar que nuestro enemigo no es el rey negro sino el camarada que está al otro lado de la mesa».

Artemio Aguadé le presentó a sus dos escoltas, jóvenes fornidos que no habían bebido coñac ni habían abierto la boca en toda la noche.

—Son Valentín y Luis. Se van a quedar contigo hasta que la Telefónica sea nuestra.

Miguel había desenfundado la pistola. La entregó como si no tuviera nada que ocultar.

—No te preocupes —añadió el consejero—. No tendrás que esperar mucho. Ahora iremos a dormir un poco y mañana, después del almuerzo, mandaremos nosotros.