Víctor sonreía para hacerse perdonar. Decía:
—Te prometes a ti mismo que, en caso de crisis, aguantarás el tipo y te morderás los labios antes de quedar en ridículo, pero llegado el momento es imposible, no lo puedes controlar.
Después del balazo, perdió el sentido y lo recuperó repetidas veces, como si su mente quisiera huir lejos de allí, a un benéfico estado de coma en que el dolor no existiera, y el dolor y la asfixia, en cambio, tiraban de él, despiadados, volviéndolo a la realidad sólo para torturarlo. Se recordaba arrastrado por encima de la alambrada que le rasgó la ropa y le provocó heridas de las que aún conservaba cicatrices. Oía gritos, voces mucho más asustadas que él, que le decían «esto no es nada, una simple rozadura, la bala no está dentro, no te han tocado por milímetros», pero él no podía prestarles atención ni tomárselas en serio porque estaba poseído por la terrorífica sensación de que los pulmones se le estaban encogiendo. No quería ofrecer aquella patética imagen de desesperación, pero no podía evitarlo. Se veía braceando, se imaginaba con los ojos desorbitados y boqueando como un pez.
La bala había trazado un profundo surco en el costado derecho de Víctor, a medio camino entre la axila y la cadera, y le había roto tres costillas, y una de ellas se clavó en el pulmón. De ahí venían el dolor penetrante, la asfixia y la fiebre.
De repente, iba viajando en un camión que lo zarandeaba violentamente con la intención de matarlo, y descubría que la presión en el pecho era debida a una venda que le apretaba demasiado, produciendo el mismo efecto que si alguien lo estuviera sofocando con una almohada. Y exigió a gritos, con chillidos femeninos y timoratos (así lo contaba él), que le quitaran la venda que le impedía respirar. Bajo una tienda de campaña donde eran muchos los heridos que aullaban y maldecían como condenados en el infierno, un hombre demasiado sereno para moverse en medio de aquel caos le puso la primera inyección de morfina. Eso no arregló demasiado las cosas porque, si bien le alivió el dolor, aumentó en cambio la sensación de asfixia. Se ahogaba, se ahogaba, no podía pronunciar de un tirón palabras de más de dos sílabas, sus pulmones debían de ser del tamaño de una aceituna y no podían contener el oxígeno que él necesitaba para vivir. Tenía la sensación de que, en la próxima inhalación o exhalación de oxígeno, le iba a sobrevenir el colapso mortal. «Ahora, cuando eches el aire, ya no podrás aspirar más. Nunca más. Se acabó».
También fue consciente de cuando le robaban. Mientras le quitaban el reloj de pulsera, metió la mano izquierda en el bolsillo y empuñó lo que allí llevaba, un encendedor antiguo de los que llevaban colgando una larga mecha amarilla. Lo escondió bajo la nalga. ¿Por qué el encendedor? No supo decirlo nunca. Sólo se le ocurría que quiso salvar alguna de sus pertenencias, una cualquiera, por pura dignidad. Además del reloj, le quitaron la pistola y una navaja.
Llegó a acostumbrarse al dolor y a la angustia de la falta de aire. Se decía: «Al igual que he soportado un par de días así, podré soportar un tercero, o un cuarto», o bien: «Y, si me muero dentro de cinco minutos, casi mejor porque esto no hay Dios que lo soporte».
Un médico de ojos turbios le dijo que «con lo suyo» no había nada que hacer. Sólo reposo, mucho reposo y paciencia. Esperar que las costillas y la perforación del pulmón se soldaran por sí solas.
Lo trasladaron a Barcelona en tren, con la pretensión de que se mantuviera durante todo el viaje sentado en un rudimentario banco de madera. Iba abotargado por la morfina y los antibióticos, resollando como un viejo, el aire arañándole las entrañas al entrar y salir, y terminó vomitando, y se desmayó y despertó en la cama de un hospital.
Era un antiguo colegio de la zona alta donde unos pocos médicos y enfermeras, con escaso material quirúrgico, trataban de atender a una cantidad ingente de heridos que no hacía más que incrementarse. Víctor fue a parar a una habitación de privilegio con otros tres heridos, de los cuales uno tenía amputadas las manos y otro se había quedado ciego y no paraba de llorar.
Así es como uno se va curando. Un día, no sabe si ha aumentado su capacidad de soportar el dolor o si es el dolor el que ha remitido. A las seis de la primera madrugada que pasaba allí, una enfermera exhausta le llevó un tazón de chocolate con churros. Ni siquiera fue capaz de mirarlo, su olor ya le causaba náuseas. Bueno, pero uno tiene que alimentarse, de manera que la segunda mañana, o quizá la tercera, como no había nada más, ya se comió un churro. Y al poco ya se vio con ánimos de tomarse incluso el estofado de mediodía.
Y en seguida estuvieron allí los amigos. Mi padre con Elena y Tomasín, y Miguel, y Teresa y el niño, Teri y Fráter. Los otros dos hermanos, Llibert y Giordano Bruno, estaban en el frente.
—Pues tienes buena cara —le decía mi padre, para animarlo.
—No te extrañe. Aquí me dan de comer más que en toda mi vida. Chocolate en el desayuno, y luego escudella, huevos fritos, fricandó, pan, vino… Como en el Ritz.
—Pues aprovéchalo, porque vienen tiempos muy duros —comentó Miguel, agorero.
Se pusieron serios.
—Cuéntame. ¿Cómo están las cosas?
—Cada vez peor. Ha habido algunos tiroteos entre gente de la CNT y la UGT. Corren por ahí unos panfletos que dicen que los anarquistas están haciendo el juego a los franquistas. Que esos incontrolados, matando a quien matan, están aumentando las simpatías por los fascistas, y además les están ahorrando trabajo porque cuando ganen, si ganan, ya tendrán la mitad de la faena hecha. Algún gracioso a la FAI la llama Fai-lange.
Víctor tenía la necesidad de suspirar, pero aún le dolía el pecho.
—Hace tiempo que esto se prepara —informaba Miguel, tanto a sus amigos como a los otros heridos ocupantes de la habitación, que escuchaban en silencio—. Desde que, en noviembre pasado, los rusos empezaron a enviarnos armamento. Como es natural, Rusia quiere ayudar a los comunistas, no a los anarquistas, y menos si éstos están haciendo la revolución con el culo. Y el Gobierno de la Generalitat, que no sabe qué hacer, que anda por ahí como un pato mareado presionado por los comunistas y los de la Lliga y demás, pronto va a disolver las patrullas de control. Y entonces sí que se armará la de Dios.
Víctor desvió la mirada hacia mi padre.
—¿Y tú qué me cuentas, Fueye? Hazme reír un poco, coño, que con estas noticias me vienen ganas de morirme. Pero sólo un poco, que la risa me duele.
Según recordaba Víctor, mi padre contó el chiste de los tres paisanos que se habían perdido en medio de la guerra, con la niebla de las bombas y el canguelo, la confusión, tiros por aquí, tiros por allí, y se encontraron con una patrulla que en seguida los encañonó con sus Máusers. Y pregunta el cabo:
—¿Tú qué eres? ¿De Franco o de la República?
—¡De la República! —dice uno.
Y tratatatatá, lo fusilan allí mismo. Cae redondo.
—¿Tú qué eres? —le suelta el cabo al segundo—. ¿De Franco o de la República?
—¡De Franco, viva España!
Y tratatatatá, lo cosen a balazos allí mismo. Y dice el cabo al tercer paisano:
—¿Tú qué eres? ¿De Franco o de la República?
Y dice el paisano:
—¡Mierda, dilo tú primero!
Este chiste no tiene ninguna gracia pero, en aquellos momentos, provocaba risas nerviosas y escalofríos en el espinazo porque resumía de forma cruel la guerra que estaban viviendo, todas las guerras en general. Contaba el chiste que, en el frente, ante el enemigo o ante el pelotón de fusilamiento, las ideologías se desvanecían. Los paisanos —como decía mi padre en el chiste—, los ciudadanos de a pie, no los políticos, ni los aventureros, ni los amantes de la violencia sino aquéllos que se habían encontrado con un fusil en la mano sin querer, en la guerra dejaban de pensar. Ante una situación de vida o muerte, daba igual si uno pensaba que había que repartir las riquezas o bien acumularlas. Aquél era el chiste de la supervivencia, tanto en el frente como en la retaguardia. La supervivencia.
Se rio Víctor a duras penas, feliz de haberse encontrado con sus amigos. Y, por sorpresa, sacó de entre las sábanas un objeto y se lo echó a mi padre para que lo pillara al vuelo.
—Toma, que te lo has ganado.
Era el chisquero de larga mecha amarilla que había salvado del saqueo.
Cuarenta años después, a estas alturas del relato, mi padre se levantó de la silla y se fue a su estudio. Después de estar enredando un rato entre sus cosas, regresó al comedor donde le esperábamos Víctor y yo, mostrando un antiguo encendedor del que pendía una mecha amarilla.
—¡Coño, el mechero! —exclamó Víctor muy complacido.
—Desde aquel día —dijo mi padre—, siempre lo llevé conmigo. Ha encendido muchos cigarrillos este aparatejo.
Es un mecanismo muy elemental. Una ruedecilla arranca a una pequeña piedra la chispa que prende en la gruesa mecha de tela. No salta la llama, sólo la brasa suficiente para alumbrar un cigarrillo.
Durante el resto de la velada, los dos amigos estuvieron jugando con el chisquero como si fuera un valioso amuleto.
—Pero no me hagas reír tanto, Fueyito, que se me saltan los puntos. Cuéntame cosas tristes.
Así que mi padre le contó sus aventuras en la retaguardia. La historia de la gallina, probablemente, «ja ja ja, que te he dicho cosas tristes, joder, que me vas a matar», y la historia del emboscado en la masía. La estremecedora sangre fría de Chueca cuando fue a matar al muchacho.
—… Cada vez que pasamos por aquella zona, Chueca se empeña en que nos detengamos en la masía. Y las visitas son auténticos saqueos. Le saca al matrimonio de todo, gallinas, conejos, embutidos, de todo. No le basta con haberles matado a un hijo. Y encima Chueca va diciendo que un día de éstos terminará tirándose a la vieja.
Incluso contando aquella historia tremebunda, mi padre conseguía que su público se riera a gusto.
Mientras duraba su disertación, Víctor observó que Miguel miraba el reloj, agarraba a Teresa del codo, cuchicheaba con ella y se la llevaba fuera de la habitación.
El pasillo estaba ocupado por las miserias de la guerra. Colchones en el suelo pegados a la pared, dejando apenas dos palmos de espacio para que médicos, enfermeras e intrusos pudieran circular. Vendajes ensangrentados, ayes y estertores, gemidos suplicando ayuda, maldiciones y blasfemias. Si Víctor había ido a parar a una cómoda cama de una habitación de cuatro era gracias a las influencias de su amigo Miguel, eso no se le escapaba a nadie.
Hizo caminar a Teresa hasta una estancia donde no estorbaran. Se mostraba preocupado. Le dijo sin rodeos que Víctor estaba en peligro. Los oficiales de su batallón lo consideraban un anarquista descerebrado y por tanto culpable de cualquier cosa, de haber abandonado a sus hombres, de haberse expuesto inútilmente, de haber ordenado la retirada, aunque no la hubiera ordenado, de lo que fuera. Antes de que se hubiera repuesto del todo, los oficiales comunistas se presentarían en el hospital y le pedirían cuentas y lo arrastrarían fuera de allí, quizás a la cárcel de San Elías. Se acercaba inexorablemente el fin del reinado anarquista.
—¿Y qué tenemos que hacer? —preguntó Teresa, desconcertada como siempre, perdida en la maraña de aquel mundo tan superior a sus posibilidades.
Cuando ya no podían verla, Carmen Brondo salió de un rincón y se metió en el cuarto de Víctor. Se abrió paso entre mi padre y Elena y Tomasín, y Teri y Fráter. Una muchedumbre.
—Víctor.
Se inclinó hacia él. Le besó en los labios. Él le puso la mano en la nuca y la retuvo un momento, sólo un momento, antes de distanciarla de sí y tomar una profunda bocanada de aire.
—Me ahogo —dijo—. Me han jodido un pulmón.
Carmen no sabía qué añadir. Lo miraba en el fondo de los ojos como si allí dentro buscara a otra persona.
—Te ha durado poco la guerra.
(De eso se acordaban perfectamente, tanto mi padre como Víctor. En aquel momento, Víctor había pensado que iba a decir: «Te ha durado poco la fuga»).
En la sala de espera, Miguel acababa de explicar a Teresa las circunstancias adversas en que se encontraba Víctor. Ella lo escuchaba reverente y amedrentada, dispuesta a hacer cualquier cosa que él le pidiera.
—Tiene que esconderse. Desaparecer del mapa. Y, si tú estás de acuerdo, yo me encargo de eso.
—Claro que estoy de acuerdo.
—No podrás esconderte con él. Sería exponerse inútilmente. No conviene que os arriesguéis los dos juntos. Él tendrá más libertad de movimientos si va solo. Tú podrías irte a vivir a casa del Fueye, o del abuelo Alberto.
—No, no —replicó ella con timidez—. Yo tengo familia. Puedo… —lo pensó mejor—: Bueno, si Fernando me quiere en su casa… Elena y yo somos amigas, vamos juntas a la Unió de Dones… Estamos trabajando juntas casi cada día…
—Esto significa que no vas a ver a Víctor durante mucho tiempo.
—Bueno… Pero si es por su bien…
Miguel le dio un abrazo y le acarició el cabello.
—Bien. Sabía que podía contar contigo —se separó de ella y la miró a los ojos—. Eres muy valiente y abnegada, ¿sabes?
Cuando volvieron a la habitación, Carmen ya no estaba.
Y aquella misma tarde Miguel se presentó en el hospital con la arrogancia del policía despótico y la placa por delante.
—Tengo que llevarme a este hombre.
Se lo llevó como por la fuerza, porque en tiempo de guerra nadie se resiste a las credenciales de una autoridad con pistola. Al fin y al cabo, aquello significaba que quedaba una cama libre y ya se había puesto de manifiesto que la única forma de curar aquellas heridas era con paciencia y reposo. Los médicos dirían después que vino un policía y se lo llevó detenido y probablemente los militares tendrían otras cosas que hacer antes que perseguir a Víctor.
Bajaron a la calle y montaron en el elegante Buick decorado con las letras FAI garabateadas en sus puertas. Durante el trayecto hasta Poblenou, Miguel comentó:
—¿Sabes qué dicen por ahí que significan las siglas FAI? Federación de Automóviles Imponentes.
Víctor se rio todo lo que la herida le permitía. Era el primer chiste que le oía contar a Miguel en toda la vida. El poder potencia el sentido del humor.
Llegaron a la calle de la Vía. Entraron por la puerta disimulada que parecía impracticable. Miguel le ayudó a subir las escaleras hasta el piso. Allí esperaba Carmen.
—Miguel sabía que no tenía ninguna oportunidad con ella —concluyó mi padre— y propiciaba que vivierais juntos.
—No —le respondió Víctor, contundente—. Miguel nos obligó a vivir juntos una vez más para que nos diéramos cuenta, una vez más, de que era una pretensión imposible. En realidad fue una trampa. Pero no lo entendimos hasta mucho después. Yo salía de las garras de la muerte y creía que Carmen era la vida, la vida de verdad, la pasión, el coraje, la aventura, lo desconocido. En aquel momento, la vida que me ofrecía Teresa se me antojaba aburrida y sin emociones.
Lo decía con el pesar de quien reconoce que durante mucho tiempo vivió en el engaño. Más que en el engaño: en la estafa.