Hacía tres días que estaban en aquella posición, en lo alto de un cerro, y desde el primer instante unos veteranos malparidos no dejaban de tomarle el pelo al más joven de la columna. Lo emborrachaban, cuchicheaban con él, le metían miedo. Le hacían callar para que escuchara el silbido de las balas perdidas y se quedaban atentos a aquellos sonidos mortales como quien mira al cielo esperando ver una estrella fugaz.
—¿Lo oyes? —le decían—. ¿Lo oyes? Si estuvieras de pie, esa bala te habría arrancado la cabeza.
La verdad era que no se oía nada, pero el primer día el pobre chico había ido a gatas todo el rato. Cavaba agachado, como un jorobado, montaba guardia en cuclillas, comía de rodillas.
—¿Pero qué haces, Viñas? ¿Qué te pasa?
—Es que… Las balas perdidas…
Ja ja ja.
Se llamaba Viñas y era muy joven e ingenuo. Decía que se había alistado por sus ideales, para cambiar el mundo. Los veteranos decían que le habían obligado sus padres para cobrar las diez pesetas diarias y conseguir cada día el chusco de pan que el chico les enviaba.
El segundo día, como reacción a la broma del primero, el chico andaba bien erguido, incluso cuando pasaba por algún lugar descubierto.
—¡Me cago en diez, Viñas! ¡Agacha la cabeza, que te van a dar!
Lo cierto es que nadie creía que hubiera enemigos en ninguno de los cerros vecinos, todos semejantes, de la misma altura, separados por pequeñas depresiones.
Habían llegado en seis camiones, tres de los cuales iban ocupados por los treinta soldados de la columna, y los otros tres cargados de sacos terreros, alambre de espinos y herramientas. Víctor eligió aquel punto porque en él se encontraba el cráter de un obús, de dos metros de diámetro por uno de profundidad, y pensó que les facilitaría el trabajo. Una de las colinas de la izquierda estaba ocupada por un puesto del POUM, que se distinguía por su bandera roja, y no se veían por ninguna parte banderas monárquicas, ni de la República, que a veces también enarbolaban los franquistas. La columna comandada por Víctor plantó allí la bandera rojinegra que indicaba que eran anarcosindicalistas y el primer día habían improvisado un parapeto de rocas para instalar la anticuada ametralladora que debía protegerlos. En seguida se habían entregado a cavar una larga trinchera, a apilar sacos terreros y a tender una alambrada en el mismo borde del terraplén que descendía hacia el valle. Los dos primeros días, de los treinta hombres que formaban la columna, nueve se dedicaban a montar guardia, por turnos, las veinticuatro horas, muy atentos al menor movimiento que pudiera observarse en las colinas cercanas; dieciocho trabajaban durante doce horas, de ocho de la mañana a ocho de la noche, con descansos cada dos horas; y los dos soldados restantes procuraban la intendencia: iban con uno de los camiones al campamento base a buscar aprovisionamiento, y cocinaban.
Pero se fueron convenciendo de que no había franquistas en las proximidades. En otras zonas donde habían trabajado, los oían charlar o cantar o reírse, y se habían intercambiado insultos. «¡Fascistas hijos de puta!», «¡Rojos de mierda, os vamos a cortar los cojones!», «¡Desgraciados, ésta no es vuestra guerra! ¡Vosotros sois obreros como nosotros!». «¡Viva España! ¡Viva Franco!», «¡Viva la revolución!». Ante el silencio y la quietud que los rodeaba, Víctor limitó las guardias a un centinela en cada turno, encargado de la ametralladora, y así podían tener a veinticuatro hombres trabajando.
—Cuanto más cavemos, antes terminaremos la trinchera. Con un poco de suerte, después de ésta podremos tomarnos unos días de permiso.
Víctor estaba al frente de la columna. Cuando se había alistado en Barcelona, le habían dado automáticamente el grado de cabo, debido a su edad, y al llegar al frente, lo ascendieron a sargento, así, sin más, por la edad, y habían puesto treinta zapadores a sus órdenes. En aquel ejército popular y populachero, existía una cierta confusión entre oficiales, mandos y soldados rasos, todo el mundo se llamaba de tú y, si se terciaba, todos opinaban. Le encargaron que cavara trincheras y estableciera posiciones. Eligió aquel cerro para el futuro puesto de mando: una trinchera en forma de estrella, otra trinchera de evacuación y un búnker subterráneo para los mandos y el nido de ametralladoras.
Si al principio pareció algo sumamente peligroso, a la larga Víctor iba comprobando que no lo era tanto. Ése era un punto donde se preveía que estaría la primera línea de fuego, pero todavía no lo era.
Hacía un frío polar. A lo largo de la jornada, no se daban cuenta porque los días eran claros, el sol calentaba y los chicos sudaban la gota gorda cavando la zanja en aquella maldita tierra dura, pedregosa y polvorienta, pero en el último descanso, entre las cinco y las seis de la tarde, iban notando poco a poco que el frío se les metía en los huesos y recordaban que no tenían más que quince capotes para los treinta, y sólo las mantas que cada uno se había traído de su casa. Dormían pegados los unos a los otros, para transmitirse calor humano.
—Sargento: estoy muerto de frío —dijo Viñas.
Víctor estaba sentado en un rincón de la trinchera estrellada, engrasando el viejo fusil ruso que le habían dado y que tenía grabada la fecha de su fabricación: 1898. Disfrutaba de la puesta de sol y probablemente estaba pensando en Carmen, o en Teresa y Javier, o en Carmen y Teresa y Javier y Eduardito. Echó una ojeada al joven soldado que se había plantado ante él. Vestía camisa de franela, un jersey de lana, un grueso chaquetón de piel, pantalones de pana, botas, un gorro que le tapaba las orejas y guantes. No le pareció probable que muriera congelado.
—No te preocupes. Mañana terminamos la trinchera y nos vamos. Ésta es la última noche que pasarás aquí.
—No, es que se me ha ocurrido que no lo podré soportar. He pensado… Ahí abajo, junto al torrente, está esa caseta, ese corral, lo que sea. Y he pensado que voy a ir a pasar la noche ahí abajo…
—No, Viñas. Tú vas a pasar la noche aquí.
—No, escuche, mi sargento. Iré abajo y pasaré la noche allí y mañana, en todo caso, reviento la caseta con esta granada…
El chico sostenía en la mano una de las pocas granadas de mano de que disponían. Víctor se puso en pie.
—¿De dónde coño has sacado eso? ¡Dámela!
Eran artefactos muy peligrosos. Las llamaban «bombas FAI» y decían que eran «imparciales» porque igual mataban al enemigo que al que las lanzaba.
—… Reviento la caseta y así tendremos leña para hacer una hoguera. Las vigas, los marcos de las ventanas, lo que sea…
—Estás loco, ¿quién te ha metido esa idea en la cabeza? ¡Que me des ese chisme!
—… Podemos poner una contraseña por si las moscas. Por ejemplo, yo digo: «¡Leña!», y contestan: «¡Al mono!»…
—¿Me estás tomando el pelo? ¡Me cago en diez, dame la bomba!
Le echó un zarpazo, pero el chico alejó la mano, dio un paso atrás, tropezó con una piedra, dio un traspiés.
—Voy a bajar, sargento.
Estaba muy asustado, aquella bomba era un peligro inminente y al otro lado de la trinchera se oían las risas ahogadas de los veteranos.
—¿Te han gastado otra broma esos tíos? —murmuró Víctor entre dientes—. ¿Qué te han dicho?
A Viñas se le arrugó el rostro.
—Dicen que soy comunista, que soy un espía y que esta noche me van a matar… ¡Yo no quiero pasar la noche aquí, sargento!
—La madre que los parió.
—Y dicen que usted también es comunista. Que los mandos son comunistas y que traen a los anarcosindicalistas a los lugares de más peligro para que nos maten…
El chico había bajado la guardia. Víctor dio un paso al frente, le agarró del brazo y le arrancó la bomba de entre los dedos. Alejó de un empellón a Viñas, que se dio con la espalda contra la pared de la trinchera, le dijo «Espera aquí» y echó a caminar por el estrecho pasillo hacia el otro extremo donde estaban los bromistas.
—Yo no soy comunista, sargento —casi sollozó Viñas a su espalda.
Víctor estaba más que harto de aquellos veteranos. Era muy difícil mantener la disciplina en aquel ejército revolucionario y rebelde donde cualquier grito de mando y cualquier arresto se podían considerar una manifestación de fascismo. Empezaba a creer que la única manera de meter en cintura a los guasones era con un par de hostias bien dadas. Maldijo una vez más la estampa de quienes insistían en cagarse dentro de la trinchera, que era una especie de carrera de obstáculos pestilente, y tomó conciencia de que, en tres días, habían convertido aquel lugar en un estercolero donde se mezclaba la basura con montañas de excrementos, y lo interpretó como una metáfora de la guerra misma. La llegada de los soldados afeaba el paisaje, lo ensuciaba, lo descomponía en honor a la Diosa Muerte.
Antes de que llegara al extremo donde sonaban las carcajadas y las voces de los veteranos, alguien gritó a su espalda:
—¡Pero, Viñas, ¿qué coño haces?!
Víctor se volvió a tiempo de ver al joven Viñas encaramado a los sacos terreros que coronaban la trinchera, y cruzando a tirones y tropiezos por encima de la alambrada.
Gritó «¡Viñas!» y volvió atrás a la carrera. El chico se lanzó al terraplén y se perdió de vista. Sin dudar, Víctor se encaramó también a lo alto de la trinchera, se subió a los sacos de tierra y se abrió paso por el engorroso obstáculo de la alambrada. Iba gritando el nombre de Viñas, y pensando que el chico había decidido pasarse al enemigo y que tenía que detenerlo para que no les contara lo que sabía. Después de las alambradas, se abría el terraplén que bajaba casi en picado hacia el valle. Al fondo, entre unos pocos árboles que delataban un arroyo, se veía la tosca construcción. Viñas, que había bajado rodando, ya estaba llegando allí. El barranco hacía tanta pendiente que Víctor tuvo que clavar los tacones de las botas y apoyar el culo para descender en línea recta.
Quedó encarado a la puesta de sol más hermosa de su vida. Lo cegó un sol rojo rodeado de cálidos anaranjados y amarillos.
De repente, se produjo el terremoto.
Una lluvia de balas golpeó un punto de la ladera en una súbita explosión de rocalla, como el chorro concentrado de una manguera que en seguida fue a buscarlo a él. Fue cosa de dos segundos, no más. Víctor vio con claridad cómo se acercaba la cadena de impactos que levantaba pequeñas erupciones a su paso, como un animal imaginario y feroz que se lanzara sobre él para morderle. Pensó que la ráfaga le iba a partir por la mitad. Pensó que había demasiada distancia entre impacto e impacto, y que las balas eran demasiado pequeñas como para que pudieran alcanzarle. Pensó: «Sería demasiada casualidad». Pensó que tenía una bomba de mano en el bolsillo y que, si una bala daba ahí, se acabó. Y detrás de ése se acabó había un silencio absoluto, la nada absoluta, el cerebro vacío.
—Dirás que pensé mucho, para ser apenas dos segundos —me comentó Víctor en el 75—. La verdad es que he vuelto a vivir aquella situación mil veces, a lo largo de mi vida, en sueños, en pesadillas que aún hoy me despiertan en medio de la noche. Y en cada pesadilla pienso una cosa distinta. Hay pesadillas en que las balas pasan sobre mí sin tocarme y experimento un gran alivio; otras noches se produce la oscuridad, la nada más angustiosa. No sé lo que pensé exactamente en aquel momento, pero te puedo decir que todas mis fantasías sobre la muerte están ambientadas en aquel escenario. Las cosas que nos pasan no quedan atrás y se pierden en el olvido, sino que se almacenan en algún lugar de nuestro cerebro, en una neurona infinita, capaz de conservar cada momento de la vida para que podamos revivirlo siempre que se nos antoje.
Fue un golpe en el pecho que lo cegó, lo ensordeció, le quitó la respiración y lo envolvió en un torbellino de dolor. Como un puñetazo en el estómago o un puntapié en los testículos, un dolor absoluto, difuso, la sensación de que el cerebro le iba a estallar o que se iba a ahogar en su propia sangre. Se le aflojaron las pieras y el siguiente pensamiento de pánico fue que, si caía al fondo del barranco, nadie podría bajar a recogerlo. De manera que, instintivamente, giró sobre sí mismo para ponerse de bruces contra la pared, y clavó las puntas de las botas y los dedos en aquella tierra, y se agarró a los escasos matojos que tenía al alcance, y con la mejilla pegada a la pared, con la sensación de ofrecer al enemigo el aspecto de una mosca a punto de ser aplastada de un manotazo, se oyó gritar:
—¡No os vayáis! ¡No os vayáis que estoy vivo!
Y continuó gritándolo muchas veces porque, automáticamente, por encima de su cabeza, sus soldados habían respondido al fuego enemigo con la gran ametralladora y con los Máusers y los mosquetones y estaba seguro de que, con el estruendo de los disparos, no lo iban a oír.
—¡No os vayáis! ¡No os vayáis que estoy vivo!
No lo iban a oír.
Nunca más volvió a ver a Viñas, ni a los veteranos juerguistas. Nunca supo qué fue de ellos.