57

Un sábado de febrero de 1937. A última hora de la tarde, mi padre llegaba a casa cargado de regalos. Mermelada, hortalizas, algún queso. Besaba a Elena y a Tomás, hablaba con ellos, les contaba unas anécdotas y chistes. Se bañaba, se afeitaba, se ponía su mejor traje y se iba al bar de los Luys para cenar un poco y preguntar por las últimas noticias que se tuvieran de Víctor. Allí solía encontrarse con Miguel y departían un rato con Fráter y Teri —y quizá con las chicas, aunque eso a mi padre no le gustaba mencionarlo—, jugaba una partida de manilla o de dominó y regresaba a casa pletórico habiendo recuperado su condición de ciudadano de a pie.

—Las cosas estaban cambiando —comentó mi padre ante mis preguntas, sonriendo un poco—. Elena empezó a insinuar que no le gustaba mucho que yo me fuera al bar Luys las noches de los sábados. Decía que, en todo caso, le gustaría ir conmigo, y tuvimos algunas discusiones al respecto. En aquellos días ya se hablaba de feminismo. La revolución había implicado a la mujer, que tenía que hacer trabajos que hasta entonces sólo habían hecho los hombres, porque los hombres estaban en el frente, y Elena y su amiga Teresa empezaron a asistir a reuniones de agrupaciones como Dones Lliures, que era de la CNT, o Unió de Dones de Catalunya, y allí se concienciaban mientras tejían jerséis para los soldados, y organizaban tómbolas y rifas para las víctimas de la guerra. También visitaban a los heridos en los hospitales, o hacían compañía a las viudas y los huérfanos. Y terminaban reclamando que debían ser tratadas como los hombres, reivindicando sus derechos de igualdad. Pero añadían: «Como mínimo, mientras dure la guerra».

Elena se había comprado un mapa de España y otro de Cataluña, y los había clavado en la pared principal del comedor. En el mapa de España, calculaba cada día cómo progresaba la guerra en sus diferentes frentes, según las noticias de los diarios. En el mapa de Cataluña, seguía el recorrido de su marido. «Hoy papá está aquí», le decía a Tomasín. «Hoy debe de haber ido de aquí a aquí».

Pongamos que fuera el domingo 7 de febrero, cuando todavía no se había producido el espantoso bombardeo de la ciudad a cargo del crucero italiano Eugenio di Savoia, el primero que causó víctimas y aterrorizó a los barceloneses. Aprovechando que era uno de esos días soleados, mediterráneos, en que el frío no es impedimento para ir a pasear por el parque de la Ciudadela o para ir a la plaza de Cataluña, a dar alverjas a las palomas. A Tomasín y a Elena les gustaba contemplar los escaparates de las tiendas del centro con aquellos cristales cruzados por artísticos dibujos hechos con tiras de papel adhesivo que evitarían que, durante los bombardeos, se convirtieran en una granizada mortal.

A mediodía, el vermut con aceitunas y patatas en un bar de las Ramblas; quizás a comer a Ca l’Agustí, donde a mi padre ya lo conocían; y por la tarde a una chocolatería de la calle Petritxol donde servían tazas de a cinco, quince o veinticinco céntimos, con madalenas. A Tomasín le gustaban mucho las ensaimadas, pero de eso no había porque Mallorca había caído en manos de los fascistas.

O, si no, se iban a un cine, al Avenida, junto al Paralelo, por ejemplo, a reírse un rato con los Hermanos Marx en Una noche en la ópera. Fantásticos, los Marx, gran éxito. Cuando Groucho le daba la nota del restaurante a la señora gorda y le decía: «Esto es carísimo, yo en su lugar no lo pagaba». O «la parte contratante de la primera parte es igual a la parte contratante de la segunda parte». El éxito de los Hermanos Marx en España se debía sin duda a que estrenaron esta película en pleno período revolucionario. Eran los cómicos más dinamiteros, irreverentes, surrealistas y cáusticos de la época. Y Tomasín tenía una risa estrepitosa, estupenda y contagiosa. Se retorcía en la butaca, tenía que sujetarse la tripa porque las carcajadas le dolían allí, se partía de risa. Se le caían los cacahuetes del cucurucho. Se le veía feliz de tener consigo a su padre. Lo miraba con arrobo, no paraba de preguntarle cosas.

—Como tú ahora —me decía mi padre, y me daba una palmada en el hombro.

Mi padre y Elena se tomaban de las manos, se sonreían y se sentían dichosos. Y se besaban. Sí, se besaban en mitad de la calle, cosa insólita hasta el momento. En aquella sociedad joven, atrevida, revolucionaria y en guerra, sobrecogida por la conciencia del peligro de muerte, las parejas hacían ostentación de su cariño en público, porque nada incita más al sexo que la proximidad de la muerte.

Había momentos en que mi padre llegaba a pensar que nunca había estado tan bien. Le gustaba más andar con su viejo camión por los pueblos de Gerona que la penumbra aburrida de las oficinas de los Grandes Almacenes. Allí no se entendía con los jefes que le había impuesto la revolución. Según decía él, antes a cada cual le correspondía un puesto, un sueldo y una responsabilidad, y sólo tenías que aprenderte cuál era tu puesto y tu quehacer, y hacerlo bien, y santas pascuas. Cuando llegaron los del Comité de Gestión, sin embargo, se suponía que nadie era más que otro y no se permitía que nadie mandara porque nadie quería obedecer, y eso no hacía más que complicar las cosas. En su nuevo trabajo, en cambio, se sentía libre como un pájaro. Él era quien conducía el camión, un viejo Chevrolet de seis cilindros que se ponía en marcha con la manivela de arranque, y en su recorrido por las zonas rurales de Gerona solían detenerse en masías donde siempre podían picotear una cosa u otra. Esas mermeladas, embutidos, quesos, vinos que luego llevaba a casa los sábados. Y, además, cobraba diez pesetas diarias, que no estaba nada mal.

Lo acompañaba en el camión un tipo llamado Chueca, muy aficionado a los chistes. Era un joven mal afeitado y de cabello largo, herrero en la vida civil, que tenía vocación de señorito y se empeñaba en que mi padre le enseñara normas de buena conducta.

—¿Así que no es de buena educación usar el palillo para escarbarse los dientes?

—De ninguna manera.

—¿Y si se te mete un pedazo de carne entre los dientes?

—Te aguantas.

—Y dime otra cosa que nunca hay que hacer mientras comes.

—Hablar con la boca llena.

—Bueno, eso se entiende.

—Ni soplar el caldo o el plato caliente.

—¡No me jodas! ¿De verdad?

Se reía y repetía «no jodas» con admiración infantil.

Tranportaban el correo, y despachos oficiales, y paquetes personales, y a veces cargamentos de intendencia, ropa, armas y hasta alimentos, de Barcelona a Gerona por el Maresme, y de allí a Figueres, Olot, Ripoll, a veces hasta Puigcerdá, y de allí los sábados solían regresar hacia Barcelona por Manresa.

Un día llegaron a una masía y, mientras Chueca entregaba a los dueños lo que fuera que les habían llevado, mi padre se quedó junto al camión jugando con un cayado que encontró por allí. Lo balanceaba como si fuera un palo de golf, azotando la hierba, golpeando una piedra con estilo, zas, lanzándola a lo lejos. Cerca de él, cacareaba una gallina coqueta y despistada (mi padre en su relato utilizaba siempre estas palabras, «gallina coqueta y despistada»), picoteando esto o aquello y cloqueando en un monólogo interior muy superficial. Y a mi padre se le ocurrió una idea y casi de inmediato la puso en práctica. Balanceaba el bastón y zas, lo balanceaba y zas, y la gallina allí, en sus cosas, y mi padre que hace puntería, prepara el golpe y zas, le da a la gallina de tal manera que se quedó seca, convertida en un puñado de plumas. La metió en el camión y disimuló.

Luego fueron a una fonda que había junto a la carretera, a la entrada de Figueres, y pidieron que les cocinaran la gallina.

—La hemos atropellado sin querer con el camión —dijeron.

Mi padre se sentía tan bien que en aquella época incluso llegó a pensar en volver a dedicarse a la música. «Cuando tocaba en el Pompeya, tenía mucha más libertad», decía. Los domingos, mientras Elena y Tomasín se arreglaban para salir, solía desempolvar el bandoneón y tocaba sus tangos preferidos. Mano a mano, Cambalache, Cuesta abajo… Entre semana, Elena le conseguía partituras de tangos nuevos. Se pudieron comprar un gramófono que iba a cuerda y el domingo por la noche, cuando Tomasín ya dormía, escuchaban discos tomados de la mano, a la romántica luz de las velas o del carburo, y a veces incluso bailaban. Otros domingos fueron a ver La Corte de Faraón, que ponían en el Principal Palace, o una revista muy pícara que se llamaba Dues verges de preu, en el Español.

Así fue la guerra de mi padre durante un tiempo.

Y el lunes volvía al cuartel de Vorochiloff, se encontraba con Chueca, cargaban el viejo Chevrolet de seis cilindros, y se iban por el Maresme con dirección a Gerona, y vuelta a empezar.

—Oye, ¿y es verdad que las manzanas hay que comerlas sin manos, con el cuchillo y tenedor?

—Naturalmente.

—Pero, coño, ¿cómo es posible? ¿Y si te sale rodando la manzana? Yo lo probé y me salió rodando. ¿Cómo se hace?