Miguel Jinete limpió a conciencia el primer piso de aquella casa oculta en un callejón sin salida de Poblenou, compró unos muebles y arregló la instalación eléctrica.
Abajo, la puerta de la carbonería, con la persiana metálica echada, era un rincón inhóspito donde los torbellinos creados por el paso de los trenes arremolinaban basura y donde iban a morir los perros. La puerta de acceso a la vivienda parecía no haber sido utilizada en años porque Miguel se había entretenido en ensuciar la cerradura de manera que pareciera vieja, oxidada e inservible.
En lo alto de la escalera de doce peldaños, después de tanto abandono, el contraste resultaba desconcertante. Una estufa, dos camas, la cuna, la cómoda, la mesa de comedor, las sillas y dos sillones usados pero de apariencia confortable. Y un flamante aparato de radio en lugar preferente. Se veía el esfuerzo de un hombre torpe pero bienintencionado para hacer habitable lo que siempre había sido cavernoso. Se respiraba todavía la mugre que los abuelos de Miguel habían permitido que se acumulara durante toda su vida, pero Carmen pensó —pensó, que no dijo— que, si abría las ventanas y aireaba un poco el ambiente, el hedor se iría en seguida.
La cocina era un poco más precaria, en el fondo más oscuro de la vivienda, negra y de techo bajo, pero la alacena estaba llena de conservas y embutidos, un tesoro de valor incalculable en aquellos tiempos de crisis.
—Tendrás todo lo que necesites —dijo Miguel—. Cuando haga buen tiempo, podrás subir a la azotea y ducharte con agua de lluvia.
Procuraba no mirarla a la cara, como si temiera que de los ojos de Carmen hubiera de salir una luz cegadora. Ella apretaba los labios y fumaba. Doll la Caraqueso cargaba con el niño.
—Yo vendré, de vez en cuando, por si te falta algo —dijo Miguel.
Le dio las llaves y salió a la calle para ir al bar Luys donde le estaban esperando.
Luego a Carmen se le llenarían los ojos de lágrimas, y se abrazaría a Víctor, y le susurraría el oído:
—Viene a por mí. Me quiere joder.
—¿Pero qué dices? —protestaría Víctor.
—Siempre ha querido joder conmigo.
—¡Por favor, Carmen! ¡Es mi amigo!
—No es amigo de nadie.
—¡Que te calles! Somos hermanos, hemos crecido juntos…
—¿Y qué? ¿Por eso supones que se tiene que comportar igual que tú?
Carmen no asistió a la cena de despedida porque allí iba a estar Teresa, y Elena, y Tomasín, y mi abuelo.
De vez en cuando, en el bar Luys daban fiesta a las putas para que camparan por su cuenta en la calle, o para que descansaran un día en sus casas, y hacían como si fuera un establecimiento familiar de un barrio decente. Juntaban las mesas, las mujeres cocinaban arriba, en el piso de Víctor, y organizaban la gran comilona con esposas y niños. Mi padre, y el abuelo Alberto de la triste figura, de luto desde la muerte de su hijo Ernesto y la señora Llusieta; y Elena, y Tomasín, y Víctor, y su Teresa de ojos grandes e incautos, madraza del Javier recién nacido, que reía y pataleaba en su cochecito, y Fráter y Teri Luys, con sus respectivas y niños. Y Miguel Jinete en el extremo de la mesa, ufano como un emperador.
Brindaron para desear suerte a mi padre, que se había alistado según el consejo de su amigo del alma. Era domingo, 11 de enero, y al día siguiente se incorporaría al cuerpo de tren. Ya le habían dicho que iba a tener un camión a su cargo para el reparto del correo por alguna zona de Cataluña, un trabajo seguro, de retaguardia, que le permitiría pasar los domingos en casa. Mi padre levantaba el vaso y sonreía a Miguel con gratitud, y Miguel levantaba su vaso con la mirada tierna y distante del modesto benefactor todopoderoso.
—Yo también me voy —anunció Víctor por sorpresa, después de exhalar un profundo suspiro.
La afirmación provocó la sorpresa de todos los presentes y el sobresalto disimulado de Teresa. Mi padre y Miguel habían invitado a Víctor a ir con ellos a las oficinas de reclutamiento del cuartel de Vorochiloff, pero él había declinado la oferta porque, según decía, se lo estaba pensando. Sabían que asistía a cursillos sobre primeros auxilios que organizaba la Cruz Roja y cosas por el estilo. De ahí la extrañeza general.
—Yo también me voy.
—¿Ah, sí?
—¿Dónde?
—Pero yo me voy a pegar tiros.
—¿A pegar tiros?
—Al frente de Aragón.
Mi padre miró a Teresa, y supuso que todos estaban haciendo como él. La vio pálida y, más que desconcertada, aterrorizada. Con ojeras oscuras. Sin respiración.
—¿Pero cómo? ¿Por qué?
—Porque cada vez tenemos más rusos en casa y, si queremos que nos continúen vendiendo armas y tanques, acabarán por exigir que el gobierno extermine a los trotskistas y anarcosindicalistas como lo hicieron ellos en la Unión Soviética. Porque los chicos de la CNT y los de UGT ya han empezado a tirotearse unos a otros. El 3 de diciembre, los de la FAI se cargaron a Andreu Revertés, el comisario general de Orden Público, y los de UGT ya están pidiendo venganza a gritos. Me voy al frente porque mi padre me enseñó que hay que luchar por la justicia. No por las ideas políticas, pero sí por la justicia. Porque no merece la pena vivir en un mundo injusto.
Sólo hablaba para Teresa. Ella bajó la vista, sumisa. Cada vez más pálida.
—Palabras —confesó Víctor muchos años después—. Las palabras nunca quieren decir únicamente lo que dicen. «Me voy porque lo he pensado y creo que es lo mejor» puede significar «Me voy porque no quiero pensar, porque no tengo otra salida, porque todo lo que hago es peor».
»Huía —nos confesaba a mi padre y a mí, cabizbajo—. Huía de Carmen, porque pensaba que sólo yéndome al frente podría librarme de su influjo, de su posesión. Y huía de Teresa, para no hacerle más daño y para que su mirada desolada no me hiciera más daño a mí. Y huía también de los anarquistas y del horror que se estaba preparando, de aquella especie de trampa hacia la que corríamos ciegos y enloquecidos. Huía de la inconsciencia de aquellos idealistas ofuscados por la revolución, que no se daban cuenta de que aquello no tenía sentido. Aun si ganábamos la guerra, ¿qué se creían? ¿Que podrían extender su revolución por todo el país? Así que me fui.
Víctor en fuga. A sus setenta y cinco años, confesaba su vergüenza, y me la confesaba para que yo tomara notas y escribiera este libro, en un acto de expiación imprescindible. Le vi otra vez enmarcado en la puerta de casa, abrazado a mi padre aquella noche de reencuentro, mirándonos a mi madre y a mí, y entendí que no había bajado desde el pueblo a Barcelona únicamente para disfrutar con su amigo de la agonía del dictador sino también, y sobre todo, para pasar revista a su vida y pedir todos los perdones necesarios. Perdón por haberse fingido muerto cuando no lo estaba. Perdón por su relación con Teresa y con Carmen. Perdón por haber abandonado a Teresa y a Javier recién nacido. Perdón por todas las veces que había corrido a esconderse, abrumado por responsabilidades que no era capaz de cargar.
—No os preocupéis —dijo aquel día de enero de 1937—. Para ir a la guerra, ya lo dijo Durruti: sólo hace falta valor y saber matar.
Siguió la cena de despedida con vino y risas, y chistes de mi padre, «¡Soldado, ice la bandera! ¡Pues le quedó a usted muy bonita, mi capitán!», las carcajadas de Víctor y la perplejidad de Miguel, que nunca entendía los chistes, y borracheras lenitivas, y sollozos sofocados, y aquella palidez fantasmal de Teresa.
Y Víctor, al final, huyó. Continuó huyendo. Una vez más. Se puso en pie.
—Ahora, tengo que irme.
Mirando intensamente a Teresa para hacerse perdonar. Ella respondió con una mueca que significaba «Claro, como quieras, mi amor». Nadie le preguntó dónde tenía que ir a aquellas horas. Y a mi padre le extrañó la serenidad en los ojos redondos de Teresa, que no se humedecieron.
Cabizbajo y furtivo, abochornado, Víctor se escabulló fuera del bar, y corrió hacia Poblenou, a la carbonería de la calle de la Vía, donde Carmen se le abrazaría y le diría que Miguel se la quería tirar.
La pelirroja Elena se acercó a Teresa cuando nadie se fijaba en ellas, se sentó en la silla de al lado, cuchicheó:
—Teresa, estás muy pálida, ¿te encuentras bien?
—Sí, sí, claro. Bueno, no me gusta que Víctor se vaya… al frente, pero claro, es lo mejor que puede hacer. Es muy idealista.
—Tienes que convencerle de que no se vaya.
—Qué.
—Javier y tú lo necesitáis.
—No, no. Yo no puedo pedirle que se quede. Y él no podría quedarse. Es muy idealista. No.