—Y, a todo esto —pregunté—, ¿qué era de Juliol?
Víctor me miró y esbozó una sonrisa triste y nostálgica. «Juliol…».
—Recuerdo —respondió— que esta misma pregunta me la hizo Miguel un día de diciembre, cuando salíamos de la casa Cambó, junto a la catedral, donde se había instalado el Comité Regional de la CNT y de la FAI. Un día importante, aquél.
Mi padre no volvió a pisar el Centro Libertario del Poblenou, pero Víctor sí lo había hecho. Nunca olvidaría la educación que le había dado aquel viejo ácrata gruñón.
¿Qué era de él?
Sus sueños se habían hecho realidad y le costaba asimilarlo. Vivía estupefacto, desconcertado, y desconfiaba de tanta felicidad. Con una pistola al cinto, salió del bar y del centro, donde siempre lo habían visto, y se paseaba de barricada en barricada, de control en control, dando conferencias interminables e insoportables sobre Marx, Bakunin, Kropotkin y Stalin que nadie escuchaba. Tenía ya 62 años, estaba alcoholizado y torpe. No se quitaba de la cabeza que, durante la Revolución rusa, los anarquistas habían sido exterminados, acusados de ser pequeñoburgueses y antirrevolucionarios, y no paraba de repetir que a ellos también acabarían dándoles por el culo.
—… No basta con matar a todos los fascistas —decía, como quien habla solo—, ahora hay que ir a por los comunistas antes de que los comunistas vengan a por nosotros…
—Siempre ha sido clarividente —murmuró Miguel—. ¿Todavía habla de aquel arsenal escondido en el cementerio?
—El famoso cargamento de dinamita —confirmó Víctor, sonriendo condescendiente—. El camión convertido en una bomba inmensa que, al estallar, hundirá el palacio de la Generalitat. Y los conductores de carros blindados que irán directamente a la plaza de la Revolución, y los artilleros de las baterías antiaéreas de Montjuïc que dispararán sobre la ciudad. Ésas son sus fantasías y su tema de conversación preferido. La otra noche organizó una incursión en el puerto para hacerse con las armas de los oficiales de unos barcos que tiene allí la Transmediterránea. El Uruguay, el Argentina y no sé qué otro. Se llevaron muchas pistolas, ciento cincuenta fusiles Máuser, municiones, incluso dinamita encontraron… Al día siguiente, vinieron los guardias de asalto por el Centro Libertario, y aquel policía viejo y gordo, ¿cómo se llama?, Arredondo. Lo registraron todo y no encontraron nada. Ya te puedes imaginar dónde está.
Vivían como si no hubiera una guerra a pocos kilómetros, como si ni siquiera se hubiera producido la revolución. La guerra, para la ciudad de Barcelona, había terminado el día en que salió por la avenida del 14 de Julio, allá, el último vehículo de la bulliciosa columna Durruti camino del frente de Aragón. Autocares, autobuses, camiones, coches particulares, todos con el distintivo de la CNT y el de la FAI y el del POUM, llenos de luchadores y luchadoras cargados de fusiles e ilusión. La guerra estaba lejos, en otro país, en otro mundo en que triunfaban los militares cazurros y fascistas del saludo a la romana.
Y la revolución ya había pasado, ya había sido instaurado un nuevo orden, de manera que la siguiente consigna era que había que vivir una vida normal. Las hogueras de libros y muebles procedentes de las bibliotecas del museo diocesano o del seminario ya se habían apagado. Ya no se quemaban iglesias porque ya no había iglesias; todas habían sido reconvertidas en comercios, depósitos de coches, corrales para el ganado, cines, teatros, refugios para pernoctar. Los periódicos ya no aseguraban que «las bibliotecas fuesen almacenes de pensamiento burgués, montones de basura, legajos de mentiras», ni aconsejaban «hay que seguir quemando hasta el último documento de propiedad o privilegio». Radio Barcelona ya no animaba a los milicianos a quemar iglesias «aunque fueran monumentos artísticos». Ya nadie gritaba «¡hay que destruir!», porque ya estaba destruido todo aquello que representaba la barbarie, la incivilización, e incluso un peligro constante para la existencia de la clase obrera. Durruti había dicho: «Hemos de crear un mundo nuevo, diferente del que estamos destruyendo», bueno, pues ya estaba destruido, y Durruti ya había luchado en Aragón y luego en Madrid, donde había tenido una muerte heroica. Y las tiendas, los bares, los coches particulares, los tranvías, los taxis y hasta los limpiabotas habían sido colectivizados.
Había llegado al fin el momento de construir y todo el mundo pensaba que los gobernantes se iban a poner a la tarea de un momento a otro.
Para empezar, en septiembre, los niños habían regresado a las escuelas (laicas y mixtas, claro está), y las industrias ya funcionaban a pleno rendimiento, se jugaba la liga catalana de fútbol, se asistía a los combates de boxeo de Safont y de Llovera y se podía ir al cine a ver Tiempos modernos, de Charlot; o Sombrero de copa, de Fred Astaire y Ginger Rogers; o La llave de cristal, de George Raft; o las aventuras de Charlie Chan; o, en el teatro, Ay, mamá Inés. «Ay, mamá Inés; ay, mamá Inés, todos los negros tomamos café».
Y Teresa y Víctor habían tenido un hermoso hijo al que habían puesto el nombre de Javier y que era una promesa de futuro risueño y vital. El nacimiento de un niño es lo contrario de la guerra. Borra la presencia de la guerra porque son incompatibles.
Aquel día de diciembre, cuando Víctor y Miguel salieron de «Can CNT» a Vía Layetana, convertida en Vía Durruti, iban hablando de Juliol. Esperaron a que pasara un autobús de dos pisos con el distintivo CNT-FAI y dos patrulleros de control en poderosas motos y, al llegar a la otra acera, Miguel se detuvo, se volvió e indicó a su amigo que hiciera lo mismo. Se vieron enfrentados a una majestuosa fachada neoclásica, donde siempre había estado el Fomento del Trabajo, que ahora estaba oculta a medias por una pancarta mal escrita: «COMITÉ REGIONAL CNT-FAI Casa del Pueblo».
—¿Tú sabes lo que hay ahí dentro?
Víctor no supo qué responder. Acababan de salir de allí. Habían estado en unas oficinas bulliciosas donde se amontonaban papeles y más papeles y donde les habían orientado sobre el lugar donde podían encontrar a la camarada Carmen Brondo. Miguel despejó la duda:
—Ahí está lo que llaman Comisión de Investigación, una especie de policía obrera. La auténtica policía que está funcionando hoy día en Barcelona. A las órdenes de un tío de la FAI, una mala bestia que se llama Escorza del Val. Él es el que decide quién tiene que ir a los sótanos del convento de San Elías, y el que da las órdenes para que se peguen tiros en la nuca, y él dice a quién y dónde, y si tienen que dejarlos tirados en la carretera de l’Arrabassada, o en Horta, o en Casa Antúnez o en Riera de Vallcarca. Entretanto, la otra policía, la que está un poco más arriba, la auténtica, tiene que mantener las manos en los bolsillos y quedarse calladita y soportándole los caprichos.
Mientras hablaba, había echado a caminar. Recorrieron la avenida de la Catedral y pasaron frente al templo, uno de los pocos que había permanecido intacto, quién sabe debido a qué sentimiento supersticioso. Había carteles policromados que idealizaban el 19 de julio. «19 de julio de 1936. Siempre/ nuestro común objetivo será aplastar al fascismo», «19 de julio de 1936, más convencidos que nunca del triunfo de la Libertad Integral. CNT-FAI», decorados con muchas hoces, martillos y estrellas de cinco puntas.
—… Cuando empezó todo esto —continuaba Miguel—, la CNT y las Juventudes Libertarias tenían unas consignas muy claras. Había que colaborar con todos los antifascistas, fueran de la tendencia que fueran, porque lo principal era aplastar a los fascistas. ¿Crees que los de la FAI respetan estas reglas del juego? Ahora el poder está en manos de los milicianos y de las patrullas de control y de la FAI, y es evidente que tratan de anular políticamente a la Generalitat…
Uno de los carteles de la pared mostraba a un simio con una cruz colgando del cuello y en taimada posición acechante. «La bestia acecha: cuidado al hablar.»
—… De momento, Companys se mantiene perplejo, paralizado, incapaz de reaccionar, pero ¿cuánto tiempo crees que tendrá que pasar antes de que la otra policía, la auténtica, se decida a pasar a la acción y tomar el mando y decir basta ya? Con el gobierno que acaba de subir ahora, el nuevo comisario jefe de Orden Público es un comunista.
Llegaron por Portaferrissa hasta las Ramblas, donde unos altavoces colgados de los árboles difundían una y otra vez unos coros muy enérgicos que cantaban La Internacional. Era la canción de moda. Resultaba imposible ir a alguna parte donde no sonara La Internacional. Incluso en los noticiarios del cine había que oír La Internacional como música de fondo de los reportajes del movimiento revolucionario editados por la Oficina de Información y Propaganda de la CNT-FAI.
Recordaba mi padre malamente una canción que también se escuchaba mucho aquellos días: «Viva la FAI y la CNT, luchemos muchachos… no sé qué decía… contra el requeté!». Víctor se la cantaba:
—Viva la FAI y la CNT/ luchemos hermanos/ contra los tiranos/ y los requetés.
Por las callejas del Barrio Chino, tuvieron la oportunidad de ver en medio de la acera un desvencijado confesionario donde alguien había colgado el letrero que anunciaba: «Meadero». Llegaron a una de las viejas iglesias góticas del barrio. Cruzaron una verja para entrar en un patio de tierra apisonada donde jugaba un enjambre de críos. Era la hora del recreo de la escuela que habían montado en el edificio anexo al templo, donde antes estaba la sacristía. Envueltos en gruesos abrigos, tocados con gorras y gorros de lana, unos niños jugaban a las cuatro esquinas, otros pegaban puntapiés a una pelota de trapo, los más pequeños iban de un lado para otro, persiguiéndose o empujándose, o berreando, o sorbiéndose los mocos.
El interior de la iglesia era negro como una gruta de carbón, y servía de siniestro decorado para una hilera de diez o doce ataúdes con sus correspondientes cadáveres momificados. Cuencas vacías y dientes al descubierto y manos secas y agarrotadas sobre el pecho, una exhibición impúdica de la muerte en su faceta más estremecedora. Ésa era otra de las aficiones de los barceloneses: quemar conventos y abrir sus cementerios secretos para sacar las momias a la luz. Inevitablemente, Víctor y Miguel recordaron el momento en que se habían conocido, cuando eran niños como los que correteaban por el patio. Miguel se ponía una calavera junto a la mejilla para que Víctor comparase su cara viva con la cara muerta.
—¡Pasad y ved, camaradas! —gritaba un borracho sacrílego de rostro violeta y ojos encendidos y perdidos, ataviado con una casulla y un roquete—. Pasad y ved a las monjas torturadas, a las monjas enterradas con sus hijos, a las monjas retorcidas de dolor, enterradas vivas…
—¡Deja en paz a mis niños, Comecuras! —le gritó Carmen Brondo.
—¡No tengas miedo, que estos niños no se van a hacer curas ni monjas en su vida! ¡No se acercarán a una iglesia ni hartos de vino!
—¡No te acerques a mis niños, Comecuras!
Carmen estaba agachada, atendiendo a un niño que hipaba poseído por un llanto desconsolado que le impedía hablar.
—Bueno, bueno —le decía ella—. No es nada.
Miguel apartó de un empellón al borracho Comecuras y se dirigió a un miliciano que fumaba un cigarrillo un poco más allá. Le preguntó por el comandante del puesto y el tipo le indicó la antigua sacristía. Mientras él iba en aquella dirección para pedir que le permitieran llevarse a Carmen, Víctor se acercó a la chica, que se había puesto en pie y le esperaba. Se cubría con un pesado chaquetón de lana caqui, ceñido en el cuello por una bufanda negra, y pantalones de pana marrón y botas como un miliciano. Fumaba y, al expeler el humo, fruncía los labios y los ojos con un gesto de concentración que a Víctor le parecía sumamente erótico. Tenía el pelo recogido atrás y las mejillas coloradas por el frío. Se plantó ante ella y se miraron, y pasó un largo instante vacío durante el cual no sabían quiénes eran ni qué querían ni qué sentían. Entre ellos, la sombra de Teresa, tan inoportuna, sufriendo en silencio y cuidando del niño. Víctor se contuvo para no comerle los labios. Los dos respiraban profunda y acompasadamente, como fieras en reposo.
—Me ha costado mucho encontrarte —se lamentó Víctor al fin.
Ella suspiró. Miró de reojo hacia donde se había ido Miguel y sopló el humo.
—¿Y tu mujer? ¿Qué tal? ¿Bien?
—Carmen.
—¿Y el niño?
—Carmen.
—¿Qué quiere de nosotros ese tío?
—Carmen. Es Miguel, mi amigo. Sólo quiere ayudarnos.
—Vaya. Qué suerte tenemos.
—¿Qué haces aquí?
—Cuido a estos críos. Hijos de soldados que se están matando en Aragón, o de mujeres que se han metido a putas o están asaltando panaderías colectivizadas para darles de comer. ¿No has leído los periódicos? Estamos en guerra y estamos en crisis. Yo soy la guardiana de la crisis.
—Te veo amargada.
—Tanto tiempo esperando que llegara la revolución y resulta que es esto. Saquearon el oro y la plata de las iglesias con la excusa de comprar armamento, pero en seguida resultó que tenían más armamento del que necesitaban, y el botín ha desaparecido. Oro, plata, obras de arte, ¿dónde están? Busca en el almacén que hay en Poblenou frente al Ateneo Colón, donde funden oro y fabrican lingotes y pregunta dónde van a parar esos lingotes. Pregúntaselo a Manolo, el jefe del Comité de Investigación de la CNT-FAI, y al jefe de las patrullas de control, y al delegado del cuartel de San Elías. O, sin ir tan lejos, busca a ese grupo de cenetistas y faieros que asaltan joyerías y el otro día se metieron en una taberna de la calle Aragón, se bebieron todo lo que pudieron y, al final, le pegaron fuego para divertirse. Viva la revolución. Destruir para construir.
Salió Miguel.
—Hola, Carmen. ¿Vamos?
Ella no se movió.
—¿Dónde vamos?
—A comer con Fueye. Os invito. Tengo que hablar con vosotros.
Ella quería replicar con insolencia pero Víctor la interrumpió agarrándola por el codo.
—Vamos, Carmen. Hace tiempo que no nos vemos. Cuando hemos pasado a buscarte por tu piso, he visto al niño. Está muy hermoso.
—¿Doll os ha dicho que estaba aquí?
—No, Doll nos ha dicho que no sabía nada. Miguel ha movido influencias en el comité regional de la CNT.
Ya cruzaban la verja y salían a la acera cuando Víctor distinguió, entre las momias de color de óxido, la efigie de una Virgen María con los labios pintados de un rojo intenso y los ojos de un negro emputecedor, disfrazada con montera y chaquetilla de torero.
Caminaron hasta la calle Pelayo, donde recogieron a mi padre, que ya les esperaba a la puerta de los Grandes Almacenes Colectivizados. Había avisado a Elena de que aquel día no iría a comer a casa. «Dice Miguel que me invita a comer», «¿Y qué te quiere?», «Ya te contaré». La relación con Miguel, aunque fuera un gran amigo, siempre daba un poco de grima. Cruzaron hacia la cercana calle Bergara para meterse en el restaurante Agustí.
Lo habían inaugurado el 4 de julio de aquel año; quince días después, la CNT lo había incautado y en septiembre ya lo habían devuelto a los dueños porque no sabían cómo administrarlo. Ahora era uno de los restaurantes que mejor funcionaba en la ciudad, aunque estaba atendido por camareros que no vestían como tales, que no toleraban que les llamaran con un silbido o dando palmas y que trataban a todo el mundo de tú por el aquél de la revolución. Pero el local acababa de abrir y ofrecía un ambiente acogedor con una densa niebla de cigarrillos, olor a humanidad y vozarrones estentóreos.
De momento, no se quitaron las chaquetas ni los jerséis porque la estufa de leña que había en el centro no parecía suficiente para caldear el establecimiento. Progresivamente, se fueron impregnando del calor humano y terminaron en mangas de camisa. Mi padre, Carmen, Víctor y Miguel. Tenían el aspecto de tres esforzados obreros en su hora de descanso recibiendo consignas del comisario político Miguel Jinete, tan desenvuelto y firme que daba miedo.
Pidieron todos lo mismo, arroz a la cubana con su platanito y bacalao a la llauna, porque tanto Miguel como el dueño del restaurante todavía se lo podían permitir, aun a pesar de la crisis. Y vino, ah, sí, el vino que no falte.
—Oye, ¿tú a qué te dedicas? —preguntó Carmen a Miguel, a bocajarro—. ¿Eres poli? —Miguel le respondió con una sonrisa de suficiencia, pero ella insistió—: Por lo que sé, un día dejaste de barrer el puerto y dijiste que te ibas a acercar a la poli. De repente, parece que eres el alcalde.
Miguel mantuvo su rictus inexpresivo y se dirigió a sus dos amigos. Nada en su rostro hacía pensar que se arrepintiera de haber invitado a Carmen.
—Os he reunido porque esto va para largo —dijo—. Este golpe de Estado y esta guerra son un gran fracaso, una gran chapuza. Todos se creen que son el ombligo del mundo. Los militares estaban convencidos de que, cuando pegaran el zapatazo en el suelo, todo el mundo iba a levantar la mano y a decir Heil Franco, y se han encontrado con más resistencia de la que imaginaban, que no es tan fácil como pensaban…
—O no —intervino Carmen, al tiempo que expulsaba el humo del cigarrillo—. O a ellos ya les conviene que vaya para largo. Lo hacen durar porque, cuanto más larga sea la guerra, más rojos matarán. Probablemente Franco está calculando que ésta sea una guerra de exterminio.
Víctor asintió y mi padre también se mostró de acuerdo con aquellas palabras. Carmen intimidaba a mi padre casi tanto como Miguel, pero admiraba su inteligencia.
—Lo que sea —la cortó Miguel—, pero va a durar mucho tiempo. Y, entretanto, los anarquistas viven convencidos de que son la mayoría, de que hablan en nombre de la mayoría, porque todavía recuerdan aquellas multitudes abrumadoras que se congregaron en el entierro de Layret o del Noi del Sucre. No se quieren enterar de que esas muchedumbres indignadas no estaban formadas únicamente por militantes de la CNT o de la FAI. Y están solos, y cada vez estarán más solos. Con esto quiero decir que vamos de cabeza al desastre, y me parece que es conveniente que os protejáis.
—¿Y quién nos va a proteger? —se insolentaba Carmen—. ¿Tú?
—Yo os voy a dar unos consejos —le replicó Miguel, al borde de la paciencia—. El que quiera seguirlos, que los siga, y el que no, que haga lo que quiera. Tú, Fueye… —señaló a mi padre—, y tú, Víctor, deberíais alistaros.
Mi padre se echó hacia atrás, buscando el apoyo del respaldo de la silla.
—¿Alistarnos? ¿A mi edad?
—Tarde o temprano te van a reclutar, Fueyito —sentenció Miguel—. En el frente van cayendo como moscas. Necesitan personal. ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta y seis? Te reclutarán. Como ha dicho Carmen, los franquistas van a una guerra de exterminio y cada vez habrá que alistar a quintas más jóvenes y mayores, y tú eres de los mayores. Si te alistas ahora, podrás elegir tu destino. Puedes alegar que estás casado, que tienes un hijo, una familia. Sabes conducir. Si te apuntas al cuerpo de tren, podré echarte una mano para que no te envíen al frente. Dispondrás de un vehículo para venir a ver a Elena y al niño cuando quieras. Y, si hace falta, para largarte a Francia cuando las cosas se pongan feas.
—¿Tan feas crees que se van a poner?
—Siempre he calculado la perspectiva peor y, de esta manera, he estado siempre en el ruedo y nunca me ha pillado el toro. Tú hazme caso. Y a ti te digo lo mismo, Víctor. Exactamente lo mismo.
—¿Y a mí qué me vas a aconsejar, Miguel? —lo desafió Carmen.
—Que te escondas. Por lo que sé, te has significado mucho entre los de la FAI, y no siempre para bien. De momento, te respetan porque estuviste construyendo barricadas con los de la Federación de Barricadas del cuartel Bakunin, e incluso pegando tiros, pero me han dicho que hay algún mandamás que te la tiene jurada.
—Un desgraciado.
—Que te pegó una hostia en público.
—Casi le arranco los ojos.
—Y tuviste que irte de la Federación de Barricadas. El culo te huele a pólvora, Carmen. Si no te mata un cenetista un día de éstos, te matarán los comunistas cuando se les acaben de hinchar los huevos. Yo te propongo que te escondas con tu hijo. Que desaparezcas.
—¿Dónde? ¿En la Bombonera? ¿Y de paso hago de puta?
Víctor tuvo miedo de que Miguel dijera «no sería la primera vez» o algo por el estilo. Pero no lo dijo. Replicó:
—En mi casa del Poblenou, en la calle de la Vía, la vieja carbonería. Allí nadie te irá a buscar. Ni a ti ni a Eduardito.
Carmen frunció los labios y los ojos.
—¿Tú qué eres? ¿Policía? ¿Inspector? ¿Comisario? ¿Miliciano? ¿Anarquista? ¿Comunista? ¿Franquista?
—Estoy de tu lado.
—Lo dudo.
Intervino Víctor, un poco nervioso:
—Estamos en el mismo bando, Carmen —en el tono de «¿cómo puedes dudarlo?»—, y te está salvando la vida.
—No me digas.
Víctor puso su mano sobre la mano de la chica:
—Escúchalo, Carmen. Creo que tiene razón. Tienes un hijo. No hagas locuras.
Carmen calló. Bebió vino. Calló un poco más, con los seis ojos de sus amigos clavados en ella. Terminó diciendo:
—Y Dolores. Doll. Ella cuida del niño. Es una segunda madre para él.
—Bueno, pues la Caraqueso también. ¿Qué dices tú, Fueye?
Mi padre, achantado como siempre:
—Hombre… Yo quería pasar las Navidades en casa…
Se sintió ridículo cuando Miguel le soltó:
—¿Pasar las Navidades? ¿Pero qué dices? ¿Estás loco? La Navidad no existe, Fueye. ¡Te pegarían un tiro en la nuca si te pillaban montando el belén!