Mi abuelo Alberto y tío Cándido estaban en el garaje, los dos vestidos con burdos monos azules, abatidos, ausentes, laxos sobre sendas sillas, contemplando sin ver unas oficinas sin sentido. Su presencia en la empresa sólo estaba justificada para impedir que les confiscaran los muebles y la única máquina de escribir que les quedaba, o para atender el teléfono, aunque no se les ocurría quién podría querer hablar con ellos. Todo lo demás había desaparecido ya. Dos de los cuatro camiones que tenían estaban circulando de iglesia en iglesia, cargando objetos de valor para llevarlos quién sabe dónde; los otros dos habían sido utilizados como arietes cargados de explosivos contra uno de los últimos puntos donde resistían soldados rebeldes irreductibles. Bombas rodantes, polvorines que habían forzado puertas para entrar hasta el mismo núcleo del nido de ametralladoras donde se habían convertido en bolas de fuego exterminadoras.
Sólo quedaba un coche en el patio, el viejo Studebaker, el primer taxi del abuelo, con el pretexto de que estaba estropeado. En realidad, le habían quitado una pieza y algunos cables, que guardaban mezclados entre otras piezas y otros cables del taller. Sólo esperaban que los milicianos no fueran a desguazarlo en nombre de la Divina Acracia.
A mi abuelo ya nadie podría convencerlo de que la prosperidad vendría de la mano de la revolución que sus empleados andaban haciendo por la ciudad.
Por la ventana pudieron ver cómo entraba uno de estos empleados. Era un buen hombre que parecía exhausto bajo el peso del fusil que acarreaba. Llegaba visiblemente compungido. Cruzó el patio, entró en el taller, subió las escaleras que conducían al altillo donde se encontraban los despachos, y lo hizo con tal parsimonia y pesadez que mi abuelo supo de inmediato que traía malas noticias.
—¿Qué pasa?
Mi abuelo y mi tío Cándido en guardia, con un suspiro interrumpido en el pecho.
—Su hijo Ernesto, señor Alberto.
No hizo falta que dijera más. Mi tío Ernesto había cantado misa un año antes y ejercía en una parroquia de Horta. Hablaba de su misión en la tierra, y de su responsabilidad divina, y de su entrega a los demás, con la exaltación de un santo, como si tuviera comunicación directa con Dios. Y, a veces, ese Dios era severo y exigente hasta la temeridad. Una vez, Elena había preguntado a mi padre: «¿Tú crees que Ernesto se flagela, o lleva cilicio, o esos autocastigos que se dice que se hacen?». A mi padre le habría gustado decir que no, que era imposible, pero lo cierto es que no tuvo respuesta.
Nadie supo cómo sucedió, pero no era difícil imaginárselo ante el altar, poniéndose entre los milicianos sacrílegos y la custodia o el copón. Tal vez incluso vestido con casulla para decir misa. Al fin y al cabo, el día 20 había sido domingo. Había que decir misa. Tal vez él la dijo. Quizá fue lo último que hizo.
Lo fusilaron. Su cuerpo tenía incrustadas seis balas de distintos fusiles.
No pudieron enterrarlo. No era prudente realizar la ceremonia del sepelio de un sacerdote en aquella Barcelona. Podían verte. Podían señalarte con el dedo.
Mi abuelo Alberto se hizo un poco más pequeño. A mi tío Cándido, en cambio, la furia lo hizo crecerse y enfrentarse con mi padre.
—¡Esto lo han hecho tus amigos los anarquistas!
—¿Y tú qué decías? —le pregunté a mi padre—. ¿No sentiste la rabia de la venganza? ¿No te pusiste a favor de los sublevados de Franco, que querían acabar con todo aquello? ¿No te cagaste de una vez por todas y para siempre en la revolución?
Mi padre no sabía qué responder. En su gesto medroso e indeciso yo imaginaba la actitud de estupor con que mi abuelo, que en paz descanse, iba encajando todos los reveses de su vida.
Esto sucedía en una sobremesa de café y coñac con Víctor y mi madre, un día después de la muerte de Franco, probablemente en la última cena con Víctor antes de que éste regresara al pueblo con su familia.
Con la vista fija en la copa, abatido por el alcohol y los recuerdos, empezó diciendo:
—Lo malo del anarquismo es que basa su teoría en el principio de que todo el mundo es bueno. De esta manera, no sabe diferenciar a la gentuza que se cuela en sus filas y se apropia de sus ideales y los prostituye. Porque eran gentuza… —se interrumpió y, a continuación, añadió—: Porque eran gentuza los que mataron a mi tío Ernesto. Y eran gentuza los que aquel día se metieron en el piso de la señora Llusieta…
Fruncí el ceño y miré a Víctor, que se limitó a responderme con un ademán que se podía interpretar como «Calla y escucha, la vida es mucho más cruel de lo que te imaginas».
El abuelo Alberto y tío Cándido se sobresaltaron al oír un estruendo sorprendente en el piso de arriba. Gritos de la señora Llusieta, muebles que se arrastraban, cacharros que se rompían. Verge Santíssima, Verge Santíssima.
Cuando salieron a la escalera, se encontraron con unos cuantos milicianos y guardias de asalto que se volvieron hacia ellos con brusquedad. Todos tenían armas en la mano. Pistolas y fusiles. En un momento, el abuelo y Cándido pudieron ver que, desde el quinto piso, donde vivía la señora Llusieta, iban arrojando por el hueco de la escalera imágenes de santos, de yeso y policromadas, que se hacían añicos en el zaguán de la casa. Y siguieron un crucifijo, y la clásica santa cena, y muebles, cualquier cosa. Y, de repente, un Verge Santíssima muy agudo, el último, un chillido desolador, y la señora Llusieta cayó por las escaleras, de bruces, resbalando como por un tobogán, con la cabeza por delante golpeando en cada uno de los peldaños, clac, clac, clac, clac, hasta quedar aovillada en el rellano, a los pies de uno de los milicianos que exclamó con un golpe de risa:
—¡Menuda hostia se ha pegado la vieja!
Otro explicó, ceñudo y para convencer al mundo de la justicia y bondad de sus actos:
—Estaba en una lista de santurrones que viajaron a Lourdes a ver milagros, la hija de puta.
Muy violento, el guardia de asalto que estaba más cerca se enfrentó al abuelo Alberto:
—¿Y tú qué miras, con esa cara?
El guardia llevaba la guerrera del uniforme desabrochada, mostrando la camiseta, y la gorra hacia atrás, y un cigarrillo le colgaba de los labios. Y apareció otro en la escalera:
—¡La vieja nos ha dicho que este tío tiene un hijo cura!
Y el abuelo, destrozado, disfrazó el terror con una mueca de asco y dijo:
—Qué hija de puta. Cualquier cosa con tal de perjudicarnos, la bruja. ¿Y no te ha dicho también que, desde que mi hijo cantó misa y se dedicó a bendecir a meapilas como ella, no ha vuelto a poner los pies en esta casa? ¿Quién dijo que el hombre es siempre la víctima y el sacerdote su divino verdugo? ¿Y que los cuervos consagrados de la iglesia siempre llevan en su corazón algo de cruel y de sanguinario? ¿Fue Bakunin? Los curas me dan asco, ¿verdad, Cándido?
—Verdad —dijo tío Cándido.
El guardia de asalto, que no había leído nada de Bakunin, dudó un instante, se quitó el cigarrillo de los labios, escupió una hebra al suelo y murmuró:
—De todas formas, mirad cómo está, que me parece que la vieja se ha hecho daño. Salud, camaradas —levantaba el puño y empezaba a volverse para empezar a bajar las escaleras, cuando una nueva idea lo detuvo y le arrugó el ceño—: ¿Pagáis alquiler? ¿Esta casa es de alquiler?
—Sí —reconoció el abuelo—. Es de alquiler.
—¿Pagáis alquiler? —y, sin esperar respuesta—: ¡No paguéis el alquiler! ¡No hay que pagar el alquiler! ¡Si tú vives en esta casa, la casa es tuya! ¡Basta ya de explotación!
—Basta de explotación —concedió el abuelo al mismo tiempo que levantaba el puño para despedir a los invasores—, basta de explotación, sí, señor.
—¡Sí, camarada! ¡Los señores ya no existen! ¡Sí, camarada!
—Sí, camarada.
Los hombres armados desaparecieron escaleras abajo.
—… La señora Llusieta estaba muerta, claro —suspiraba mi padre cuarenta años después—. Probablemente no quisieron matarla, pero ella se murió. Diciendo Verge Santíssima.
—¿Y el odio? —insistí yo—. Te enteraste de eso y… ¿y cómo te quedaste? ¿Quieres decirme que no te asaltó ningún ansia de venganza?
Mi padre respondió sin levantar la vista. Supongo que yo trataba de avergonzarlo, y lo estaba consiguiendo.
—… Nunca había simpatizado mucho con los anarquistas. Ni siquiera cuando íbamos al Centro Libertario a ver a Juliol. Esa teoría de destruir para construir. Me daban miedo. Me gustaba cuando Aurorita discutía con Juliol y le decía cosas que yo habría querido decir y me callaba. Escuchaba y callaba, y supongo que sólo me quedaba con la parte del discurso que me gustaba oír. Pero me daban miedo. Veía a los anarquistas como a un felino muy maltratado, humillado, herido, vencido y olvidado en un rincón. Cuando entraba allí, era como si me metiera en la jaula con la sensación de que podía despertarse de un momento a otro, con todas sus fuerzas y todo su rencor, para vengarse de todos nosotros.
»Venganza. Si crees que yo debería sentir ansias de venganza contra los asesinos de mi tío Ernesto o de la señora Llusieta, también podrás entender que los obreros embrutecidos, porque a los patronos les había interesado que se mantuvieran embrutecidos, quisieran vengarse igualmente de quienes los habían obligado a vivir en la miseria durante décadas sin permitirles salir de ella jamás. Ellos se vengaban de manera ciega e indiscriminada de quienes los habían explotado, y yo debería vengarme por sus crímenes. A veces parece que la historia no es más que una serie de agravios y venganzas encadenadas.
»No volví al Centro Libertario ni volví a ver a Juliol. Pero tampoco deseé el triunfo del fascismo franquista, porque ya suponía lo que eso significaba.
»… Tu abuelo Alberto, en cambio, y tu tío Cándido, sí. Desde aquel día se pusieron rotundamente contra la República y a favor de las tropas golpistas. Y la señora Llusieta, si hubiera sobrevivido, también habría sido partidaria de Franco. Cada nueva agresión de las patrullas de control o de los incontrolados iba aumentando el número de ciudadanos que ansiaba la victoria de los militares. Las viejas beatas que habían visto morir a su párroco y que pensaban que nunca más podrían ir a misa, que tal vez eso las condenara al infierno; los comerciantes y empresarios que creían que nunca más iban a recuperar sus propiedades incautadas; los nacionalistas que se veían tildados de fascistas…
»Tu tío Cándido sí que se encendió con la fiebre de la venganza. Era como una bomba de odio a punto de explotar. Cuando me fui a reunir con el abuelo para acompañarlo en el sentimiento de la muerte de tío Ermesto, Cándido se me vino encima echando llamaradas por los ojos y mostrándome los colmillos como si me quisiera morder. Me agarró por las solapas y me zarandeó: “¡Esto lo han hecho tus amigos los anarquistas! ¡Ese Víctor y sus hermanos Luys que tienen un bar de putas en el Barrio Chino! ¡Ellos han matado a mi hermano y han arruinado a tu padre! ¡Ellos están buscando la ruina de todos nosotros!”.
»Lo agarró el abuelo, para que no me hiciera daño. “Quieto, Cándido, tu hermano no es anarquista, te prohíbo que digas estos disparates”, como si le recriminara la peor de las ofensas.