Como impelido por el mismo presagio funesto, Víctor experimentó la necesidad de visitar a Carmen en su modesto domicilio del Poble Sec. Quizá hubiera ido de todas formas, puesto que solía hacerlo, sobre todo los sábados, pero aquella vez no lo hizo con el paso muelle del calavera en noche alegre sino con la premura ansiosa de quien corre a una urgencia. Las calles estaban repletas de gente que hablaba muy deprisa y muy alto. El Paralelo hervía con la exaltación del coro que preludia una ópera trágica. El niño lloraba entre los brazos de Carmen. No había forma de calmarlo. Dolly la Caraqueso tenía los ojos hinchados de llorar. En algún momento, hablando sola, se le oyó murmurar: «¡No puedo creer que, después de esta vida, no haya nada más! ¡No puede no haber nada!».
Víctor recordaba que se llevó a Carmen al dormitorio en un arrebato, y comentaba que en ningún momento lo movió el ardor sexual sino una necesidad distinta, más ciega todavía, más inexplicable, cargada de angustia y de furia, y se trenzaron y retorcieron sus cuerpos con un frenesí sobrenatural en un acto tal vez cargado de orgasmos pero desprovisto de placer.
—Eran los prolegómenos del combate —me dijo, tantos años después—. No sé cómo explicarlo.
Se durmieron, aunque el niño continuaba berreando como un oráculo enloquecido. Y creyeron que los despertaba su llanto, pero no era el llanto infantil sino las sirenas de las fábricas y de los barcos del cercano puerto. Sirenas como voces de ultratumba.
Alaridos de desesperación, que también arrancaron a mi padre y a Elena del lecho mientras Tomasín corría por el pasillo accionando todos los interruptores que encontraba, «¡papá, papá, la calle está llena de soldados!».
Mi padre gritó:
—¡Apaga las luces!
Desde el balcón del comedor, abrazado a su esposa y a su hijo, mi padre pudo ver a las tropas que avanzaban por la Gran Vía de les Corts Catalanes procedentes de la plaza de España y con dirección a la plaza de Universidad para conquistar el centro de la ciudad. Todo el mundo conocía las consignas: «Si las tropas se echan a la calle, haremos sonar las sirenas. A les armes el proletariat!».
Era la guerra.
En Poble Sec, Víctor y Carmen también estaban en pie. El niño había callado porque Caraqueso se encargaba de él. Antes de que terminaran de vestirse, oyeron los disparos de fusil. Los tiros más lejanos eran como un crepitar impreciso pero había otros ahí, a la vuelta de la esquina, en el Paralelo, que sonaban como explosiones que impactaran en mitad del pecho.
—Ya están ahí.
Y el griterío.
—Yo no puedo quedarme aquí —dijo Carmen—. Hay que luchar. Que no nos quiten lo poco que hemos ganado.
Víctor, en cambio, se había espantado al comprobar que eran las cinco de la madrugada. Desde que estaba casado, nunca había llegado tan tarde a su casa, donde le esperaba Teresa, y le corroía la angustia que ella debía de estar sufriendo. Ni siquiera se le ocurrió tratar de disuadir a Carmen cuando la vio tan decidida a incorporarse al tiroteo. Era muy propio de ella y resultaba imposible detenerla cuando tomaba una determinación. Salieron juntos del piso. La Caraqueso se asomó al rellano de la escalera gritando que ella no quería quedarse con el crío y Carmen, sin volverse siquiera a mirarla, mientras saltaba los escalones de dos en dos, le gritó: «¡Volveré pronto! ¡Liquidamos a esos fascistas de mierda y vuelvo en seguida!».
Ya en la alborotada calle de la Bòbila, Víctor la sujetó por los brazos, la miró a sus ojos de mirada intensa y balbució algo antes de separarse:
—Cuídate. ¿No deberías…?
Ella interrumpió:
—No es la derecha de siempre, Víctor. No son pacificadores de buena fe, que quieran acabar con todo esto por nuestro bien. Es el fascismo. Es Hitler, es Mussolini. Es la Falange.
—Yo tengo que ir a mi casa —dijo él, sintiéndose cobarde y desertor.
—Ve.
Víctor echó a correr por Conde del Asalto hacia las Ramblas. En dirección contraria llegaba una multitud de obreros desaliñados y enfurecidos, algunos de ellos armados con fusiles, que gritaban «¡Viva la CNT!» o «¡Vamos a matar fascistas!». Había llegado la hora de la revolución.
Carmen se sumó a un grupo de personas que arrancaban adoquines del suelo para construir una barricada que cerrara la amplia avenida y que sería conocida como la Barricada del Molino, porque estaba junto al Moulin Rouge. Los soldados rebeldes venían desde Hostafrancs con la intención de reunirse con el destacamento de Atarazanas y ocupar el puerto. En ese momento, debieron de informar a Carmen de que casi todos los cuarteles de la ciudad se habían levantado y avanzaban hacia puntos neurálgicos del centro.
—… Pero dicen que son pocos, porque la mayoría está de vacaciones de verano —le aseguró un optimista que cargaba adoquines como ella—. Y hay que descontar a los desertores, que son muchísimos porque la clase de tropa sale del proletariado. Y nosotros somos más, siempre hemos sido más, y ahora estamos armados.
Al otro lado de la barricada, se inició el enloquecedor martilleo de una ametralladora. Los silbidos de los proyectiles ensordecían y sus impactos sonaban como granizo diabólico. Unas mujeres que transportaban colchones requisados emitieron un coro de alaridos y se echaron de bruces al suelo. Carmen y los otros resistieron la tentación y continuaron agachados, acarreando adoquines hasta la barrera donde sus compañeros respondían al fuego enemigo con sus viejos Máusers, Brownings de bolsillo y escopetas de caza que tronaban como cañones. Uno de los soldados enemigos gritó: «¡Viva el fascio!», y catapultó una granada de mano. Más tarde, Carmen contaría que la granada le pareció más inofensiva de lo que pensaba, apenas un petardo muy fuerte que no hirió a nadie ni rompió nada más que la calzada. La embriagaba una especie de inconsciencia suicida. Mucho más peligrosa le pareció la ametralladora Hotchkiss de siete milímetros con aquellas andanadas terroríficas, capaces de partir un árbol por la mitad.
Carmen vio cómo una bala alcanzaba a un obrero y lo proyectaba por los aires, cien metros más allá, donde el hombre quedó retorciéndose de dolor. Corrió a su lado.
—Déjame a mí, compañera —gritó el herido, barbudo y sucio, con ojos de dios vengativo—. Coge un fusil y ve a parar a esos cerdos, que hoy es el día del triunfo de la clase trabajadora. Hoy cambiaremos el mundo para que reinen la igualdad, la libertad y la fraternidad. Mata curas, bonita, mata burgueses, mata patronos, mata militares. Mata a esos cuervos negros.
Y murió. Carmen nunca olvidaría aquel discurso. Años después, era capaz de recitarlo palabra por palabra.
Entretanto, Víctor se había internado por las calles del Barrio Chino, que rebosaba de exaltación y gritos. Cuando por San Ramón llegó hasta Sant Pau, vio pasar el primer coche particular, sin duda confiscado, con las letras CNT y FAI garabateadas en blanco sobre fondo negro. Dentro viajaban más hombres con fusiles de los que estaba previsto que cupieran. También se veían coches con las siglas POUM como una onomatopeya.
De lejos vio la humareda y las llamaradas siniestras que envolvían la iglesia románica del extremo de la calle. Aquel domingo no se iba a oficiar ninguna misa en toda la ciudad.
Amanecía ya cuando alcanzó el portal de la calle de Sant Rafael, cerca de la esquina con Robador, y subió de dos en dos las escaleras que llevaban al piso donde estaría esperando Teresa.
Abrió la puerta con tal ímpetu que ella, en mitad del comedor, pegó un grito y, al ver que era él, que era él y no un puñado de soldados armados, se echó a llorar tan violentamente que le fallaron las piernas y cayó de rodillas. Ella tan apacible, tan tímida y discreta, que nunca había dado rienda suelta a sus sentimientos. Ella, tan frágil con su enorme embarazo de siete meses. Mientras se arrodillaba junto a ella y trataba inútilmente de abrazarla, «¡Déjame, que me dejes, vete!», Víctor observó que el suelo estaba alfombrado de objetos hechos pedazos. Jarrones, lámparas, platos, vasos, fuentes, botellas, cuadros sin bastidor con el cristal roto y la lámina rasgada, hasta los muebles desvencijados eran indicadores del terror y la furia que había poseído a la mujer durante la ausencia de Víctor.
—¡Déjame! ¡Que me dejes! ¡Vete!
Aquella mujer de ojos grandes e ingenuos, tan infantiles que era pecado anegarlos de lágrimas. Aquella mujer que iba a dar a luz un hijo suyo. Víctor entendió que sabía dónde había pasado la noche, y que era en casa de la mujer que había diseñado y decorado el piso y por eso había tenido que destrozarlo. Se percató de que él estaba a punto de destrozar también su matrimonio, de echar por la borda no sólo sus esperanzas sino también y sobre todo las de Teresa y las del niño que estaba en camino, y se empeñó en abrazar aquel torbellino de odio debilitado por el llanto, y se encontró besando los párpados húmedos de una chica inocente y desengañada que no quería quererle.
Al mismo tiempo, desde el balcón del piso de Gran Vía y Entenza, mi padre pudo ver a guardias de asalto que, desde las azoteas de enfrente, disparaban contra los soldados que se habían despistado por el bulevar, y a media mañana oyó el estrépito de las ametralladoras instaladas en la plaza de Universidad y, más allá, cerca del hotel Ritz; y a mediodía asistió al vuelo rasante de los aviones que arrasaban con una lluvia de balas aquellas posiciones rebeldes. Luego supo que venían de bombardear el cuartel de Sant Andreu.
Es de suponer que Miguel Jinete estaría en la Comisaría General de Orden Público de Vía Layetana cuando el president Companys se instaló en ella. Y, a las dos de la tarde, presenciaría la emocionante llegada de dos mil guardias civiles que, desplegados en formación de combate, se plantaron ante la sede central de la policía y, cuando nadie sabía cómo iban a reaccionar, saludaron militarmente al presidente de Cataluña, se pusieron a sus órdenes y se desplegaron por el centro para terminar con los combates que allí se libraban. Redujeron a los amotinados que habían sido desalojados del rascacielos de la Telefónica por los anarquistas, los acorralaron en la calle Bergara y en el lujoso hotel Colón, en el Círculo del Ejército y la Armada, y en el espléndido restaurante de fachada modernista conocido como La Maison Dorée.
A las 3 de la tarde, cuando sonaban cañonazos en la carretera de Sants y el Paralelo, había llegado el general Goded en hidroavión, desde Mallorca, con la pretensión de ponerse al frente de los sublevados. A las 7 de la tarde fue detenido y, tanto mi padre como Elena y Tomasín, como Víctor, como Teresa, como Carmen, pudieron oír por radio el discurso de su derrota:
—La suerte me ha sido adversa y he caído prisionero. Si queréis evitar el derramamiento de sangre, quedáis desligados del compromiso que tenéis conmigo.
Los gritos y saltos y abrazos y carcajadas y lágrimas y disparos al aire corrieron por toda la ciudad, por calles, plazas y avenidas, en los bares atestados de gente, en el piso burgués de mi padre y en el piso destrozado de Víctor y Teresa, en las barricadas y en los hospitales. Mi padre dice que liberó la tensión llorando abrazado a la pelirroja Elena y al excitado Tomasín. Víctor, después de un día amargo y crispado con la ingenua Teresa, consiguió arrancarle por fin una sonrisa tibia. Habían sofocado la rebelión, habían salvado sus vidas, su matrimonio, el hijo del vientre. Alguien dijo, años después, que Teresa, en aquel momento, se consideró tan derrotada y sometida como los militares golpistas, agotadas las fuerzas en un estallido destructivo de cólera que nadie vio ni oyó, el primer grito de furia de su vida; incapaz de imaginar una vida lejos de Víctor, humillada ante la evidencia de que tendría que compartirlo y de saberse la otra, la segunda, la esposa, la mujer de segunda categoría. Pero al final de aquel día, aligerada de la amenaza de catástrofe, esbozó al fin una sonrisa y suspiró y decidió que, en adelante, sería mejor fingir que se encontraba divinamente junto a su querido marido.
Había terminado la guerra en Barcelona.
A partir de aquel momento, comenzaba la revolución.