Mariano Madurga me entregó los documentos de Miguel Jinete metidos en una curiosa maleta pequeña, de mimbre trenzado, muy estropeada, sin asa ni bisagras, sujeta con dos cinturones de imitación de cuero. Las carpetas más grandes cabían tan exactamente en su interior que quedaban encajadas y costaba cierto esfuerzo extraerlas y sus bordes se habían resentido. La que estaba más al fondo y me costó más sacar tenía escrito a bolígrafo y en letra de palo el nombre de Miquel Badía.
Contenía una serie de recortes de prensa y un montón de copias de informes hechas con papel carbón y en papel cebolla, que resumían las investigaciones realizadas por Miguel Jinete entre el 29 de abril y los primeros días de julio de 1936.
Las noticias del periódico decían que el martes, 28 de abril, a las tres y media de la tarde, los hermanos Miquel y Josep Badía salieron del número 52 de la calle de Muntaner, donde vivían con su madre, hermana y cuñado, cerca del chaflán de Consejo de Ciento, y caminaron en dirección a la Gran Vía manteniéndose en la acera de los números pares. Cerca de la siguiente calle de la Diputación había un hombre leyendo el diario. Lo dobló bruscamente y se lo puso bajo el brazo. Un hombre que parecía estar leyendo la pizarra de precios del bar Bremen sin decidirse a entrar y otro que apareció entre dos coches aparcados echaron a andar rápidamente hacia los hermanos Badía, que acababan de pasar. Los dos vestían elegantes trajes grises y sombreros flexibles que parecían privarles de otras señas de identidad, dos ciudadanos normales, señores, tal vez hombres de negocios, serios, formales, por encima de toda sospecha. Un Ford de color rojo oscuro inició lentamente la marcha por la calzada, unos metros por detrás de perseguidos y perseguidores.
Habían montado la parada para hacer la media caña.
Frente a una tienda de bicicletas, uno de los hombres dijo: «¿Badía?», y Miquel Badía se volvió hacia él. Se encontró ante la boca de una pistola. Recibió el primer balazo en el rostro. Otro impacto en el pecho, otro en el hígado. Al mismo tiempo, el segundo hombre disparaba contra Josep. A la nuca y a la espalda. Fueron cinco estampidos bruscos, inesperados, inoportunos a la hora de la siesta, ese sonido instantáneo que parece golpear directamente la base de la columna vertebral, pac pac pac, que provoca parpadeos sobre ojos dilatados por el terror. Las explosiones de las armas rompen la escena, la gente se aparta precipitadamente, corre, derriba sillas y mesas de la terraza del bar Bremen, hace girar todas las ruedas de la tienda de reparación de bicicletas, vuelan desapavoridas las palomas, si alguien grita nadie lo oye de momento, la muerte crea un vacío sobre los dos cuerpos tendidos en la acera donde crece la brillante mancha roja.
Los pistoleros también corrieron, y corrió el hombre del periódico, hacia la calle de la Diputación, en cuyo chaflán les esperaba el coche Ford de color granate, matrícula B-39763. Montaron en él. Portazos. Brusca y ruidosa arrancada. Chirrido de ruedas sobre los adoquines. Se esfumaron en el aire, por Diputación hacia plaza de España, mientras la multitud empezaba a regresar para llenar el vacío que la muerte había provocado y dos guardias de seguridad llegaban, heroicos, al galope de sus caballos, desde la cercana calle de Aribau.
En el margen del primer documento escrito en papel cebolla se puede leer, a lápiz y con la letra puntiaguda y electrizada donde yo ya había aprendido a reconocer la indignación de Miguel: «Me llamó Casellas en persona y me dijo: “Investiga a los anarquistas”». Casellas era el guardia civil de la barba patriarcal, director general del Orden Público. «Investigué a los anarquistas».
Lo que seguía era el resultado de sus pesquisas. Me puedo figurar a un Miguel Jinete con gorra y chaleco y alpargatas, mal afeitado, en antros frecuentados por maleantes, preguntando a lengualargas infieles que dicen saberlo todo para presumir de traicionar a todo el mundo; o en tabernas como La Tranquilidad, o centros culturales o ateneos, intercambiando alegremente información con compañeros trabajadores; o destilando confidencias recogidas por Dulce y Bombón y sus chicas en las dependencias de la Bombonera; o, ya de traje, corbata y sombrero, tan atildado, saboreando un Muratti, alternando con periodistas o abogados, en el Lion d’Or, o La Maison Dorée, o el Glaciar, muy serio y analítico, o simplemente receptor pasivo o incluso desganado de novedades en torno al asesinato de Miquel y Josep Badía. En Barcelona no se hablaba de nada más aquellos días. Incluso puedo imaginármelo en camiseta, en un sótano de Vía Layetana, enviando puñetazos y proclamando: «¡Soy Gironés!».
En aquellos momentos, Gironés ya hacía un año que se había retirado y no pudo exhibir sus cualidades en el ring del recién inaugurado Nou Price, el Price, que se convertiría en la catedral del boxeo, de la esquina de Floridablanca y Casanova.
El resultado de tantas conversaciones se refleja en los informes, que tengo en esa especie de caja de mimbre, sobre papel cebolla, a veces ilegible por el desgaste del papel carbón.
Unos cuantos documentos hablan de la culpabilidad de hombres de la FAI, anarquistas, y concretamente apuntan a uno que se llamaba irónicamente Justo Bueno. Un informante especificaba, además, que un pariente de Justo Bueno había quedado tetrapléjico después de recibir una paliza en comisaría cuando Miquel Badía era el jefe. Eso explicaría que Bueno le hubiera vengado cometiendo el doble asesinato.
Pero Miguel no se había conformado con eso. Diferentes personas de diferentes ambientes le habían dado diferentes respuestas.
En los bajos fondos, por ejemplo, todo el mundo daba por hecho que los asesinos de los Badía habían actuado por cuenta del dueño de La Criolla y Ca’l Sagristà, que había salido muy perjudicado por la acción policial cuando la Generalitat prohibió el juego. De todos eran conocidas las timbas clandestinas de los locales de la calle del Cid y, por lo visto, su propietario no quería exponerse a que Miquel Badía volviese a ocupar un cargo de responsabilidad en las fuerzas del orden.
Naturalmente, otros dedos señalaban a sus enemigos naturales, los fascistas de Falange Española, que hacía tiempo que andaban sacando pecho por ahí, provocando con las pistolas en la mano.
No obstante, la línea de investigación que apuntaba a la derecha se concretaba en una supuesta conspiración llevada a término por unos carlistas que se habrían reunido en la iglesia de la Concepción. Dos testigos, entre los cuales un sacerdote que violaba el secreto de confesión, establecían que el motivo del crimen era que Badía «tenía demasiado controlados a los anarquistas y convenía que se desbordaran». Palabras que me han dado mucho que pensar durante horas, sobre todo ahora, cuando sabemos cómo llegaron a desbordarse los anarquistas cuando tuvieron ocasión.
Pero Miquel Badía también tenía enemigos entre sus propias filas. La mayoría de los confidentes le hizo notar a Miguel Jinete que el president Companys odiaba a Badía desde que se sintió abandonado, por él y por sus ocho mil escamots, el día de la proclamación de la independencia de Cataluña, el 6 de octubre de 1934. Ahora, ante el regreso de Miquel Badía a la vida política catalana, se habría asegurado de que no volviera a molestarle.
Por si fuera poco, alguien suficientemente solvente como para que Miguel se tomara la molestia de incluir sus palabras en un escrito oficial le dijo que Miquel Badía y Companys estaban enamorados de la misma mujer, una tal Rosa, Roseta, casada, hermosa y aguerrida militante de Esquerra Republicana de Cataluña y, por tanto, el asesinato no sería más que un sórdido crimen pasional y personal, venganza entre adúlteros, la explosión de rabia de un burlador burlado.
La versión que más tiempo había entretenido a Miguel Jinete, y en la que había gastado más papel y suelas de zapatos, abundaba en esta animadversión existente entre Badía y Companys. Sin el menor eufemismo, el amigo de mi padre exponía que Miquel Badía nunca habría tenido la menor oportunidad de entrar de nuevo en la política mientras Companys estuviera al frente de la Generalitat. De manera que había regresado del exilio con un extenso informe cargado de pruebas que inculpaban a unos cuantos miembros de Esquerra Republicana, el partido de Companys, de cargos muy severos, nadie sabe cuáles. Según confidentes anónimos, Badía le habría pedido a un importante miembro de Esquerra que estudiara aquel informe e intercediera por él. Habían quedado citados precisamente la tarde de aquel 28 de abril en el café Términus de la calle Aragón. Se suponía que Badía se disponía precisamente a entregar el informe cuando salió de su casa a las tres de la tarde. Se suponía que los hombres que le habían disparado habían recogido del suelo un portafolios de piel…
La letra puntiaguda, eléctrica e irritada de Miguel, escrita con lápiz en el margen del primer informe, decía simplemente: «Me llamó Casellas en persona y me dijo: “Investiga a los anarquistas”. Investigué a los anarquistas. Ahora me tira todos estos informes a la cara y repite: “Investiga a los anarquistas, céntrate en los anarquistas, búscame a ese Justo Bueno”».