Miguel Jinete renació en la entrada sin puertas del bar Luys, con camisa sin cuello ni corbata, un traje marrón abaratado por el tiempo, gorra y una sonrisa espléndida que daba por supuesta una recepción eufórica por parte de sus amigos.
Mi padre bajaba cada tarde a jugar allí su partida de dominó, después del trabajo y antes de ir a casa. A Elena, su mujer, no le hacía mucha gracia, porque sabía que la calle de Robador y sus bares estaban llenos de tentaciones y porque se sentía relegada y olvidada junto a Tomasín, pero en aquella época las relaciones entre hombres y mujeres eran distintas a las de ahora y existía la creencia de que los celos eran buen alimento del amor. Los celos que daba el hombre a la mujer, se entiende. «Por el humo se sabe dónde está el fuego/ del humo del cariño nacen los celos…», decían en la zarzuela Doña Francisquita, que se estrenó cuando el golpe de Estado de Primo de Rivera.
Víctor y mi padre formaban pareja contra dos parroquianos ajenos al puterío ambiente, que tenían muy mal perder y que protestaron cuando los dos amigos se levantaron de un salto para dar la bienvenida al recién llegado, «pero, bueno, ¿qué pasa aquí? ¿Estamos por el juego o qué?». Hubo abrazos y palmadas sonoras y cachetes como caricias viriles, y de nuevo abrazos, y risas.
—¿Pero dónde has estado todo este tiempo?
—En Francia, persiguiendo francesas.
—¿Dos años en Francia?
—Es otro mundo.
—¡Ah, la vie mondaine! —exclamó mi padre.
—¿Cómo? —a Miguel Jinete siempre le costaba entender las bromas. Y en seguida—: No estaba dispuesto a quedarme aquí, viendo cómo esos fascistas destruían el país. Pero ahora es la nuestra. Ahora han ganado los nuestros. Es la gran oportunidad.
—¡La madre que te parió, Miguel! —gritó Víctor—. ¡Me dejaste tirado en Madrid sin una perra!
—¡Con dos perras! —le corregía su amigo con la clase de chiste que le gustaba—. ¡Con dos perras que seguro que te hicieron muy feliz! ¿Cuántas perritas tienes ahora?
—Ya no tengo perritas de ninguna clase. Estoy casado.
Gran sorpresa y nadie hubiera podido decir si era una sorpresa agradable.
—¿Casado? ¿Con Carmen?
—No —sonrió Víctor como si lo abrumara lo mucho que puede llegar a equivocarse una persona—. Con Teresa, claro.
—¡Con Teresa!
Víctor se había casado con la adorable Teresa en noviembre, apenas un mes después de haberle prometido a su madre que se casaría. «Cásate, Víctor», le había suplicado Margarita, «hazlo por Eduardito, por Carmen, pobrecita». Y él prometió que se casaría por Eduardito y por Carmen, pobrecita, y se casó con Teresa. Y mi padre, siguiendo su principio vital de que había que celebrarlo todo, ejerció de entusiasta maestro de ceremonias. Una vez más, cerraron el bar Luys al fulaneo y trajeron de la Boquería lo mejor que encontraron. Incluso contactó con unos músicos que solían actuar en el Monumental, Felipe y sus Cubanolas, que eran amigos suyos y le hicieron buen precio por animar la fiesta. No había que preocuparse por los vecinos porque los novios se iban a vivir precisamente al piso que había encima del local, el de la calle de Sant Rafael que había decorado Carmen Brondo con aquellos negros, aquellos rojos y aquellos detalles decó.
—Casado con Teresa. Vaya. Te felicito, hermano.
A Miguel le costó arrancar una sonrisa, pero lo hizo al fin, y se abalanzó sobre su hermanastro para darle un abrazo con más palmadas y hasta beso en la mejilla y todo.
—De verdad, sinceramente, ¡por muchos años, Victorino!
—Ah, Miguel… —Víctor cambió el tono y su amigo borró la expresión de alegría del rostro. Lo soltó—: Murió mamá.
Miguel abrió la boca y permaneció así, inmóvil, paralizado, durante un buen rato. En ese momento, mi padre pudo ver en sus ojos la mirada de Miguelín, el niño sucio de la carbonería, el que no tenía padres, el que fue acogido generosamente por la familia Luys y terminó llamando mamá a la señora Margarita. Esperó una lágrima que no salió, sólo un parpadeo triste, un suspiro dedicado a un punto muy concreto del suelo y la resurrección resignada.
—Me habría gustado estar a su lado. ¿Cómo fue?
Mi padre era un espectador discreto y dichoso, desde su ingenuidad, y celebraba con una alegría muy íntima el reencuentro de los Tres del Pompeya, una vez más.
—Estaba ahí —decía años después, pensativo y afligido—. El Miguel Jinete que le pegó a Moscoso el tiro en la frente estaba ahí, no se me olvidaba, pero quedaba emboscado entre mejores recuerdos. Éramos amigos. Todavía éramos amigos.
Se tomaron una copa, claro que sí, para el brindis, el brindis del reencuentro y el brindis de la boda y luego enviaron al cuerno a la pareja de jugadores rezongones y salieron muy animados a la calle.
Sorprendentemente, Miguel Jinete no les propuso que fueran a la Bombonera para saludar a Dulce y Bombón, sino que preguntó por Juliol y los arrastró al Centro Libertario del Poblenou.
El establecimiento, en aquellas fechas, desde el triunfo del Frente Popular, era una burbuja llena de la exaltación que produce la libertad. Habían pintado de nuevo sus paredes y ahora estaba iluminado por una bandera tricolor grande como una sábana de matrimonio, retratos de Marx, Bakunin y Ferrer i Guàrdia y el distintivo rojinegro de la FAI. Los camaradas que circulaban por allí, movidos por prisas excesivas, lo hacían con el aplomo con que suponían que se movían los grandes burgueses en sus mansiones. Reían fuerte y daban palmadas y puñetazos en las mesas, como si todos hubieran tomado para merendar un tónico reconstituyente de gran eficacia.
Juliol era una mancha sombría en su mesa del rincón del bar, agarrado a su vaso de vino.
—Hombre, Miguel —no tan cordial como cabía esperar después de dos años de ausencia.
—¿Cómo va eso, Juliol? —Miguel, en cambio, estaba explosivo—. Siempre tan joven. ¿Qué me cuentas? ¡Venga un abrazo!
Juliol accedió al abrazo pero no como otras veces. Mi padre notó el aguijonazo de una mirada recelosa y amenazante y, de pronto, se sintió incómodo en su traje impecable de encargado de los Grandes Almacenes El Siglo, y bajo el único sombrero del local. Muchas veces Juliol le había criticado aquellas pintas de intelectual burgués, «un día ésos de ahí te van a dejar en pelotas», pero mi padre le replicaba que el hábito no hace al monje y ésos de ahí ya se habían acostumbrado a su presencia. Aquel día, sin embargo, el viejo anarquista se limitó a la mirada desdeñosa y fue peor. Como truenos y relámpagos en el horizonte.
Fueron a la barra a buscar sus vasos, porque no estaba bien vista la insinuación de servidumbre hacia el camarada camarero, y se sentaron a la mesa.
—Qué —espetó Miguel—. ¿Cómo te va la vida, Juliol? No te veo contento.
—¿Que cómo me va la vida? ¿A ti cómo te parece que va, Miguel? ¿Te gusta lo que ves?
—Coño, mira a los camaradas de ahí. Contentos como castañuelas.
—A ésos no los he educado yo. No saben interpretar las señales. Pero tú y Víctor tendríais que saber leer entre líneas. Ha ganado el Frente Popular. Bien. Ahora sal a la calle y dime qué ves. Qué ha cambiado. Y dime si te gusta este oasis que dicen que es una Cataluña que ya se ha olvidado de quemar iglesias. ¿Te parece que los políticos que tenemos van a echar al mar a todos los curas y monjas y obispos y sacristanes?
—No me gusta lo que veo —replicó Miguel por complacerle, tratando de atemperar los ánimos con seriedad—, pero lo podemos arreglar. Porque ganaron los nuestros.
—Depende de quiénes sean los tuyos, Miguel —Juliol no ocultaba su animadversión.
—Han perdido los burgueses parásitos, ¿no era eso lo que queríamos? Han perdido y ya no volverán a levantar la cabeza.
—Hace mucho tiempo que perdieron los burgueses parásitos, Miguel —relajó el tono el viejo, como si hubiera estado esperando otra respuesta y ahora se sintiera decepcionado por la ingenuidad del discípulo—. España nunca será fascista a la manera de Hitler o Mussolini. Ésos aquí ya han perdido su oportunidad. Pero hay muchas maneras de ser fascista, Miguel.
—¿Ah, sí?
Miguel se acodó en la mesa, siempre atento y receptivo a las palabras del maestro.
Juliol también se acodó en la mesa.
—De nada sirve cambiar a las personas, incluso las ideas, si dejamos intactas las instituciones. El sistema económico está podrido. El capitalismo ha fracasado y, si nos empeñamos en continuar jugando con sus reglas, nosotros también fracasaremos. No hay más solución que el comunismo libertario, destruirlo todo, hacer tabla rasa y empezar de nuevo. Esta democracia que hoy tenemos es burguesa, es una creación del capitalismo, exactamente igual que el fascismo. No podemos llamarnos de izquierdas y continuar conservando el mismo sistema de votaciones, los mismos palacios de las Cortes con los mismos escaños, el mismo sistema de discursos huecos y falaces.
»Pero hay compañeros nuestros, gente que se llama de izquierdas, rojos, comunistas y hasta anarquistas, que creen que sí, que han llegado al poder y acaban de descubrir que siempre quisieron ser políticos de chistera. Ahora se quitan la chistera y se ponen sombreros hongos, pero se disponen a hacer lo mismo, exactamente lo mismo que hacían los ministros burgueses…
—Ya veo por dónde vas —le interrumpió Miguel, sobre todo para demostrarle que estaba muy interesado en su discurso—. Pero tú me enseñaste lo que dijo Trotsky: «Renunciar a la conquista del poder es dejarlo voluntariamente a quienes ya lo tenían, o sea los explotadores».
—A Trotsky ya hace siete años que lo expulsaron de Rusia, muchacho. Está huyendo despavorido porque sabe que, cuando lo atrapen, lo matarán. Y eso que sus pensamientos son mucho más parecidos a los de Stalin que los míos. No, Miguel. No te dejes engañar. Ahora, se planteará la profunda contradicción en el seno de la izquierda. Los comunistas en el poder ya no van a luchar más contra el Estado porque ellos mismos formarán parte del Estado. ¿Es que no veis cómo se están acercando a las burguesías europeas con toda educación, con modales de político burgués? ¿Dónde está la revolución? ¿Quién habla ya de revolución? Nadie. Ahora ya están tan felices en sus escaños, vestidos con trajes de El Dique Flotante, hablando, hablando, hablando, de espaldas a todos los obreros, la explotación, la miseria, que decían combatir. El presidente Azaña, ¿creéis que les va a quitar sus fábricas a los patronos? ¿Va a sacar el dinero de los bancos para distribuirlo entre los pobres? ¿Os parece que se dispone a terminar de una vez por todas con la propiedad privada? ¿Dónde está la revolución?
»Por ese motivo precisamente los anarquistas no podemos sentarnos en el trono, ese mismo trono que queremos destruir. Seremos siempre las moscas cojoneras que recordarán a los comunistas que están perpetuando la existencia de los que mandan y los que obedecen, los amos y los criados, los verdugos y las víctimas. Y quedará demostrado el día en que ellos, los que controlan el poder, la III Internacional, decida hacer callar a los que renunciamos al poder por coherencia y convicción. Y se demostrará una vez más que hay verdugos y hay víctimas, y los verdugos serán ellos, y las víctimas nosotros.
—Qué futuro tan negro —comentó Miguel, admirado.
—Por eso tenemos que estar preparados para la lucha, Miguel —Juliol le señaló con el índice para dar a entender que se refería a algo muy próximo a los dos—. Hace mucho tiempo que alimento nichos en el cementerio de Poblenou, Miguel, ya lo sabes. Fusiles, pistolas y dinamita. Sobre todo dinamita. Lo tengo todo preparado, las consignas están dadas, el pueblo alerta, por toda la ciudad. El día en que los comunistas nos ataquen, yo mismo cargaré un camión con todos aquellos explosivos y me iré a la plaza de la República. Está todo previsto. Dos o tres tanquetas del ejército habrán llegado allí y me abrirán paso, controlando las entradas de la plaza. Todo previsto. Y volaré el Palacio de la Generalitat. Ah, sí, amigo mío. Me lanzaré contra ese Palacio y moriré en la gloriosa pira. Porque si la izquierda ataca a la izquierda, jamás podrá sobrevivir y, si no hay esperanza de un mundo más justo, yo no quiero vivir en él. ¿No es eso lo que decía tu padre, Víctor?
No, no era eso lo que decía su padre, pero Víctor, sobrecogido, entendió lo que su antiguo maestro quería decir.
—… Y cuando se venga abajo el Palacio de la Generalitat, será la señal para que mi guerrilla particular se lance a la conquista de Barcelona. ¿Y sabes quiénes componen esa guerrilla, Miguel? Tu grupo de afinidad «Progreso Hoy». No me mires de esa manera. Te admiran, son aguerridos, se saben invulnerables porque han permanecido dormidos durante mucho tiempo. Se echarán a la calle armados hasta los dientes. Y las baterías de los cañones de Montjuïc apuntarán hacia la ciudad y la bombardearán, esta vez, por una vez, en nombre de la Libertad. Hace años que lo preparo, Miguel, y tú lo sabes.
Había soltado el discurso en un cuchicheo morboso, como la amenaza de una víbora entre las matas. Calló, y tanto mi padre como Víctor y, sobre todo, como Miguel guardaron un silencio negro como la hulla.
Juliol, de pronto, suspiró y se relajó. Y bebió de un trago el vino que quedaba en el vaso.
—Uno de vosotros —dijo, ronco—, ¿podría traer otra ronda, por favor?