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Marzo de 1936

Dos hombres de traje gris, corbatas a rayas, sombreros flexibles y movimientos elásticos, pasaron junto al portero disfrazado de almirante que custodiaba la puerta del hotel Ritz y entraron en el templo del lujo con toda la autoridad del mundo. Al portero le chispearon los ojos porque había reconocido a Miquel Badía que, durante seis meses de 1934, había sido jefe superior de policía de la Generalitat.

No hacía ni un mes que la coalición de izquierdas había ganado las elecciones y a Miquel Badía le habían concedido ya la amnistía. Los periódicos decían que, inmediatamente después del triunfo del Frente Popular, había regresado de Colombia, o de Francia, o donde fuera que estuviera exiliado, para presentarse ante la Audiencia, donde se le notificó que ya era un hombre libre. Ahora, él y su acompañante avanzaban con resueltas zancadas sobre la alfombra roja de un pasillo del hotel más lujoso de Barcelona y llamaban con los nudillos a una puerta de dintel muy alto.

Les ordenaron que entraran.

El jefe superior de policía del Estado y el teniente coronel de la Guardia Civil que ostentaba el cargo de director general del Orden Público de Cataluña estaban de pie en medio de una sala de reuniones, con las manos en los bolsillos y actitud concentrada. El teniente coronel lucía una patriarcal barba blanca y vestía de paisano. Los recién llegados parecían gángsters sacados de una película americana.

Se hicieron las presentaciones y los cuatro hombres se estrecharon las manos.

—Aquest és el Miquel Jinete —dijo Badía en catalán desafiante ante el hombre de Madrid—. Suposo que ja n’han sentit a parlar.

—El cazador de anarquistas —murmuró el jefe superior, quizás con un deje de recelo.

—En su cartera trae un extenso informe que detalla todos los servicios prestados contra la causa anarquista desde el año 21. ¿Quieren verlo?

—No hace falta —dijo en castellano el director general con énfasis para conducir la conversación hacia el idioma común—. Estamos informados. Y con su palabra nos basta. A pesar de todo.

Les indicó mediante un gesto que se sentaran en el sofá. Mientras hablaba, se había dirigido a la larga mesa de reuniones donde había una bandeja de plata con botellas y vasos de cristal tallado. Les preguntó qué querían tomar. Brandy, gracias. El director general sirvió cuatro vasos generosos.

—¿A pesar de todo? —dijo Badía, altivo pero en el idioma del Imperio.

—El president Companys no quedó muy satisfecho del comportamiento de sus escamots, aquel 6 de octubre, cuando proclamó la independencia. Se cuenta que salieron corriendo, abandonando sus armas por las calles. Y los anarquistas se dedicaron a recogerlas, y gracias a eso ahora están armados hasta los dientes.

—Exageraciones.

—A Companys no le gusta que yo acuda a usted.

—Lo imagino.

Los Migueles, Badía y Jinete, ocuparon el sofá. Los dos jefes tuvieron la amabilidad de sentarse en los sillones, a su lado, lejos de la formalidad de la mesa capaz de reunir a quince personas. Como si se tratara de cuatro amigos, y nadie fuera más que nadie.

El jefe superior demostró su superioridad rechazando la copa de coñac. Miguel Jinete lamentó haber aceptado la suya.

—¿Ha regresado para recuperar sus cargos y sus poderes, señor Badía? —preguntó el director general de Orden Público al ex director general de Orden Público.

Badía encajó el golpe sin pestañear.

—No. He regresado para recuperar mi libertad y mi buen nombre. Dispuesto a recomenzar de cero.

—Y, para ello, viene acompañado del señor Jinete. ¿Es quien le avala?

—El señor Jinete ya era inspector de tercera clase en los tiempos de Martínez Anido y Arlegui —Badía hablaba el castellano con un acento catalán exagerado, como para demostrar que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano—. Cuando yo asumí el cargo que ahora ocupa usted, con el president Macià, recurrí a él. Vino a la policía catalana con la condición de conservar sus privilegios y modo de actuar, y se lo concedí, naturalmente, porque sabía que ello era garantía de su eficacia. Colaboramos juntos y obtuvimos muy buenos resultados. El señor Jinete ya era inspector de primera de la Brigada de Investigación Social en el 34, cuando llegó la derechona.

—… Y, entonces, se largó con usted al extranjero —lo cortó el guardia civil barbudo, con severidad—. ¿No fue una especie de deserción?

—No tergiversemos los hechos. Cuando llegó la derechona y se produjeron los hechos del 34, cesaron a todos los funcionarios del Cuerpo de Investigación y Vigilancia. Fueron muchos los que se vieron en la calle.

—Pero, luego, muchos volvieron.

—Muchos, no. Unos cuantos. Ciento diez exactamente. Y Jinete consideró que era el momento de enviar a la mierda a quienes nos represaliaban. Y lo hizo; e hizo bien.

—Si se hubiera quedado, ahora a lo mejor sería comisario.

Miquel Badía mostraba su impaciencia.

—Si le hubieran permitido quedarse, cosa improbable, ahora sería uno de tantos que aún están esperando en su casa que los readmitan. ¿Sabe que esos agentes han formado una comisión que ha ido a Gobernación a reclamar sus cargos? ¿Sabe qué les han respondido? «Tomad las comisarías por asalto», les han dicho. Ja ja. Una broma. Ahora, además, se nos pide que tengamos sentido del humor. Muy bien.

Los dos jefes se miraron, intercambiando suspiros, ponderando las palabras y la actitud insolente de Badía. El guardia civil apoyó la mano en el brazo de la butaca, pero el jefe superior se le adelantó, se puso en pie y dio tres pasos hasta la mesa de reuniones, quedando de espaldas a ellos. Por no imitarle y dar sensación de hasta aquí hemos llegado, el hombre de la luenga barba dejó sus posaderas donde estaban y abrió la boca para decir algo. Pero el jefe superior, de espaldas, envuelto en el humo del cigarrillo, se adelantó de nuevo.

—¿Es usted un policía honrado, señor Jinete? —preguntó en un tono de voz inesperado.

—Sí, señor —respondió Miguel, firme y sin dudar.

—¿Abnegado, sacrificado…?

—Ni más ni menos.

—¿Cuánto cobra?

—El sueldo normal. Ocho mil quinientas pesetas al año más una gratificación de setecientas cincuenta.

—No llegan a ochocientas al mes.

—Sí, señor.

El jefe superior dio media vuelta para mirar a Miguel casi sonriendo.

—¿Es usted sobornable, señor Jinete?

Jinete se mantuvo imperturbable, como un espejo, para que el otro se sintiera incómodo con su reflejo.

—Si cobrara mil al mes —replicó—, sería menos sobornable.

Miquel Badía se acodó en las rodillas, relajado, para poner paz pidiendo confianza:

—Cuando uno entra en el laberinto endemoniado que es la policía de este país, sólo destaca si es eficaz. Policía catalana, Guardia Civil, mossos d’esquadra, miquelets, policía urbana, policía de tránsito urbano, serenos y vigilantes… En medio de toda esta confusión, tenemos a un cazador de anarquistas y eso es lo que vale. Cualquiera de esos cuerpos de policía se lo disputaría. Ya saben ustedes por qué se reordenó la policía española en febrero de 1908. Para liquidar al terrorismo anarquista: ése fue su principal objetivo. Y en este Frente Popular que ahora nos gobierna —continuó Badía ante la expectativa de los otros—, el peso de los anarquistas es excesivo. Cuando Lluís Companys tomó posesión de su cargo de gobernador civil, entró en el edificio del Pla del Palau escoltado por un grupo de cenetistas armados. Ya antes, hace años, en el 25, durante la dictadura, Macià y un miembro del Partido Comunista Español fueron a Moscú para negociar con dirigentes del Komintern que debían ayudarles a derrocar a Primo de Rivera. Andreu Nin les sirvió de intermediario y parece que confraternizaron alegremente incluso con Trotsky. Por suerte, Stalin no entendió qué relación ideológica había entre sus visitantes y no les prestó la ayuda que pedían.

»Desde el golpe fallido de Sanjurjo, los libertarios viven según la profecía de un inminente golpe de Estado y eso se lo justifica todo. Hay arsenales de la FAI distribuidos por pisos de toda la ciudad. ¿No fue en las oficinas del Sindicato de la Construcción de la calle Mercaders donde descubrieron, hace poco, un almacén de municiones? ¿Y la fábrica de bombas en Sant Andreu? Se calcula que en esta ciudad hay unos seis mil anarquistas armados, dispuestos a echarse a la calle. Y, frente a esto, me parece que no contamos con más de dos mil agentes de policía. ¿Es así?

El teniente coronel de la Guardia Civil asintió apesadumbrado, casi derrotado. Bebió un sorbo de coñac. No lo paladeó. Dijo, con un suspiro:

—No nos podemos fiar de ellos. De momento, ya están pidiendo la amnistía para todos los presos anarquistas. Y, cuando nos descuidemos, concederán la amnistía a todo el mundo, anarquistas o no, y las calles se nos llenarán otra vez de chorizos y asesinos.

—Ya están saliendo —ratificó Badía. Tendría que haber dicho «Ya estamos saliendo», porque él había sido uno de los primeros beneficiados por la amnistía—. Y, si no espabilamos, se nos comerán.

—Por eso está usted aquí, señor Badía. Porque es el enemigo natural de los anarquistas…

—… Y porque conozco a Miguel Jienete.

—Efectivamente.

—Y porque empleo métodos eficaces —añadió Badía con expresión desafiante, casi rencorosa.

—Métodos que le valieron un juicio, su destitución y su destierro —recordó el hombre de Madrid—. Métodos tal vez aprendidos en su época separatista, cuando pertenecía al grupo terrorista Bandera Negra que atentó contra Alfonso XIII cuando venía de visita a Barcelona. Se hacía llamar «capitán Collons», ¿verdad?

—Sí, me llaman «capitán Collons» —afirmó desafiante—. Y también me llaman fascista, que a lo mejor es donde usted quería llegar. Porque hice desfilar en el estadio de Montjuïc, delante de Macià, a mis ocho mil escamots uniformados, el ejército de Cataluña. Hoy en día está de moda llamar fascista a todo el mundo. Y se equivocan. Fascista es Mussolini; Hitler es nacionalsocialista, y José Antonio Primo de Rivera y sus huestes son falangistas y los de la CEDA de Gil Robles son contrarrevolucionarios, imperialistas a la manera de Felipe II. A cada cual lo suyo. Mi ideología no tiene nada que ver con la del fascismo, aunque creo, eso sí, que sólo podremos conseguir paz y respeto mediante la autoridad y la disciplina.

—Todos estamos de acuerdo en eso. Pero a lo mejor disentimos en lo referente a los métodos para conseguirlo.

—Pues mis métodos continúan siendo los mismos. Si estamos hablando de eficacia, no conozco otros. La gente de la FAI es destructiva. Destruir para construir. Parten de la premisa de que todos somos buenos y utilizan métodos malvados. El género humano es tan bueno que no necesita policía ni gobierno que regulen nuestras vidas y, para conseguir este mundo ideal, matan, hacen explotar bombas, roban y extorsionan. Basta con llamar ejecuciones a los asesinatos y expropiaciones a los atracos y todos los ladrones, carteristas, estafadores y asesinos de la ciudad se convierten en anarquistas. Si hay alguna lógica en ello, se me escapa. Pero soy policía y, mientras sea policía, todo aquél que mate, ponga bombas, robe y extorsione, es un delincuente, tanto si lo hace en nombre de la Santa Acracia como si lo hace por Dios, por la Patria y el Rey, me da igual. No se deben poner bombas. Las bombas son malas. Y la policía existe para evitar que la gente ponga bombas. Supongo que sabe lo que dijo Durruti el día de las elecciones pasadas —el jefe superior de policía miró al delegado de Orden Público, que afirmó con la cabeza, siempre apesadumbrado. Miquel Badía recitó—: «Votad si queréis, pero luego, gane quien gane, corred a casa a por la pistola». Considero que son una carcoma que no nos podemos permitir.

Un silencio reverente y tenso siguió a la amenaza.

—¿Y los métodos de él? —señalaron a Jinete.

—Él es un anarquista más. Ése es su método. Los faístas y los cenetistas lo admiran. Creen que ha estado exiliado porque está en busca y captura. Confían en él.

—¿Es uno de ellos… —el guardia civil se volvió hacia Miguel Jinete, invitándolo a intervenir— y quiere acabar con ellos?

—Nací pobre —dijo Miguel con humildad—, soy pobre, vivo entre pobres… y quiero acabar con la pobreza. ¿Le extraña? Y conozco a burgueses que nacieron burgueses, y son burgueses y luchan al lado de los anarquistas para acabar con la burguesía. Nací entre anarquistas y precisamente por eso, porque los conozco, quiero acabar con los anarquistas. Así son las cosas.

—¿Y no se siente un poco traidor?

—No. Yo nunca me traiciono.

—¿No? Para que confíen en usted, tendrá que permitir que algunos actúen con libertad.

—Ésa es la relación que se tiene con los confidentes. Es el riesgo que entraña.

—El grupo de acción «Progreso Hoy», por ejemplo —soltó el teniente coronel barbudo, mirando al suelo—. Con ésos no se ha metido nunca.

Siguió un silencio que Miguel Jinete prolongó a propósito, como si le fastidiara que hubieran tocado aquel tema y la indignación le impidiese hablar.

—«Progreso Hoy» es mi fuente más fiable de información, el núcleo desde donde puedo llegar a todas partes. Son peligrosos, pero los tengo controlados.

El jefe superior de policía marcó una pausa soplando una nube de humo con solemnidad preparatoria de discurso lapidario. Habló con voz grave sin mirar a nadie en particular.

—Señor Jinete: celebro que fuera usted tan útil en tiempos de Martínez Anido y Arlegui, pero ahora son otros tiempos. Funcionamos de manera diferente. En el cuerpo que yo dirijo, los policías son policías y los delincuentes son delincuentes. Y no nos fiamos de quienes tienen un pie aquí y el otro allí.

—Perdone —intervino Badía—, pero lo único que ha hecho la República por la policía es subir los sueldos y crear los modernos guardias de asalto. Y el sueldo continúa siendo insuficiente, como ya hemos dejado claro antes. Policías mal pagados son sobornables. Y los guardias de asalto han cargado tanto contra los ciudadanos de a pie que ya los llaman los castigantes y todo el mundo los odia.

»Desengáñese. No es fácil cambiar a la policía. Ni siquiera desmilitarizándola. A los militares, con su obediencia ciega, basta con cambiarles los mandos. Un buen policía, en cambio, es él y sus confidentes, sus contactos, sus redes y sus conocimientos de la ciudad. Si prescinde de ese hombre, prescindirá de todo eso y el que le sustituya tendrá que empezar de cero. No es tan fácil.

—Pues hay que cambiar —insistió el jefe—. Porque si, para combatir a los anarquistas, usted tiene que ser anarquista, nunca terminaremos del todo con los anarquistas, por la cuenta que le trae a usted. Me parece que me explico, ¿verdad?

Miguel Jinete asintió y el jefe de Madrid, siempre sin mirarlo, emitió su veredicto:

—Contaremos con usted, Jinete. Recuperará el cargo de inspector de primera clase del cuerpo de Vigilancia en la Brigada de Investigación Social. Su misión consistirá específicamente en minar la causa anarquista teniéndonos informados de su despliegue, de sus intenciones, puntos de reunión, estrategias y autorías de delitos. Y se le permitirá continuar con sus métodos, manteniéndose infiltrado entre ellos. Pero deberá estar localizable cada día, continuamente, y rendirá cuentas de sus actos al final de cada jornada.

Miguel Jinete miró a Miquel Badía y alguien que lo conociera muy bien habría sabido ver en sus pupilas un destello de gratitud.