El cuerpo de la señora Margarita yacía plácidamente en el dormitorio grande, donde la habían tenido desde que la trajeron del Clínico. Vestida de negro, con el atuendo que había servido para el luto de su marido, y un moño alto, muy bien peinado porque una de las furcias de abajo había sido peluquera, esperaba la llegada de los funerarios que habían de traer el ataúd y el papeleo necesario.
Víctor recordaba perfectamente a su madre muerta. Una de esas imágenes que no se pueden olvidar. Al contemplarla allí, en el lecho, volvió a verla tan seria y tan entera como cuando veló a su difunto esposo, respirando profundamente con un sube y baja de su ampuloso pecho que era más de rabia que de lamento, enérgica y vital cuando se lanzaba a la calle para realizar las expropiaciones necesarias para alimentar a sus hijos, animosa cuando se remangaba para poner manos a la obra, tan generosa cuando abría las puertas de su chabola a todo el mundo y compartía con cualquiera lo poco que tenía, tan maternal cuando acogió a Miguel convencida de que era un trinxeraire, un pobre niño abandonado, tan alegre cuando cocinaba con la señora Llusieta, o con Elena, tan imprescindible cuando abrazó a Carmen como dándole la bienvenida a un mundo en que merecía la pena vivir.
—Hija mía.
Había arrugas en el rostro de cera de la señora Margarita, pero no eran arrugas de amargura ni de cansancio, sino marcas de vida, señales que se había provocado ella misma al reír, al llorar, al hablar, al gritar, en su continuo afán por comunicarse con los demás. Era la hermosa máscara que se había confeccionado para mostrarse a los demás tal como era. Muchas arrugas, quizá, para sus sesenta años. Muchas vivencias, muchos amigos, muchos amores.
En el comedor, habían retirado la mesa y, sentados en sillas puestas en círculo, velaban sus hijos con las respectivas compañeras, entre las que ya se contaba Teresa. Además, estaban mi padre, Elena, mi abuelo Alberto y la señora Llusieta, que pasaba el rosario en voz alta acompañada únicamente por la vocecita tímida de Teresa.
—Dios te salve, María, llena de gracia…
—Santa María, madre de Dios…
Había sido la presentación oficial de Teresa en la familia. Mi abuelo Alberto había estado a punto de meter la pata.
—Ésta es Teresa, don Alberto —dijo Víctor con ese susurro ahogado que se suele utilizar cerca de los difuntos.
—Ah, sí. Encantado. Carmen, ¿verdad?
—No, no. Teresa.
—Teresa —intervenía mi padre con la firmeza de quien establece una verdad absoluta y se extraña de la incongruencia.
—Teresa, padre —añadió Elena con el tono de «A quién se le ocurre, de dónde habrá sacado ese nombre tan raro».
—Ah, Teresa —se conformó el abuelo con expresión confundida, «pues hubiera jurado que».
Las putas del bar habían pasado a despedirse de doña Margarita a primera hora de la mañana, antes de que llegaran las visitas de compromiso, y en aquellos momentos tenían prohibido volver a subir.
—Dios te salve, María, llena de gracia… —insistía la señora Llusieta.
Y Teresa, por cumplir, la acompañaba:
—Santa María, madre de Dios…
Elena se había levantado para tomar un vaso de agua en la cocina y, cuando regresaba al comedor, echó una ojeada casual por el balcón, quizá por ver si llegaban ya los de la funeraria, y vio a Carmen que, con el niño en brazos, cruzaba la calzada.
Con una rápida zancada, se colocó detrás de Víctor y le susurró al oído: «Llévate a Teresa, que viene Carmen». En seguida, corrió a transmitir el mismo mensaje secreto a mi padre.
Apenas consiguieron disimular el sobresalto ante una Teresa que, ajena a todo, ensimismada en sus orapronobis, no se percató de la movilización general. Elena la interrumpió de repente con animación impropia:
—Ven, Teresa, que te voy a enseñar el piso.
—Pero…
Y la señora Llusieta, molesta:
—Pero, Elenita, mujer…
—Nada, nada, que ésta va a ser tu casa y tienes que conocerla.
Entre Elena y Víctor casi levantaron en volandas a la desconcertada Teresa mientras sonaba el timbre de la puerta, porque el portal estaba abierto para favorecer las visitas, y mi padre ya caminaba hacia allí, ya se disponía a tirar del cerrojo, y la voz de alarma corría en cuchicheos entre los hermanos y cuñadas de Víctor. Alguna de ellas no sabía quién era Carmen, «¿pero qué Carmen?», y había que hacerle callar con un chistido. El abuelo Alberto y la señora Llusieta se removían en sus asientos, escandalizados, «¿pero qué está pasando aquí?», «tranquilos, tranquilos, ustedes tranquilos, que no pasa nada».
—¿Pero qué pasa?
—¡Chist!
Víctor, Elena y Teresa se habían metido ya en la cocina cuando mi padre abrió la puerta y entró Carmen con Eduardito en brazos, vestida de negro, hermosa, elegante, impresionante, gran señora, tan seria y sombría que semejaba una materialización de la Parca que fuera a contemplar el resultado de su obra.
—Carmen, qué sorpresa —le recibió mi padre.
—He leído en La Vanguardia que ha muerto la señora Margarita.
Cuentan que su mirada negra y penetrante hizo estremecer a todos los presentes cuando la paseó despacio por aquel comedor que ella misma había decorado de aquella forma extravagante, empapelado en rojo y negro, seguramente tratando de localizar a Víctor.
Mi padre acompañó a Carmen al dormitorio grande mientras Víctor y Elena entretenían a Teresa, «¿has visto la cocina económica?, un lujo, y esto es la carbonera, y aquí la despensa con esta tela metálica, para que las moscas no lleguen al queso». Teresa no sabía qué decir. Lo apreciaba todo sin elogios, sólo con una sonrisita forzada, diciendo sin palabras que no le parecía el momento más oportuno. Durante un tiempo, estuvo comentando que se notaba que Elena quería mucho a doña Margarita porque durante el velatorio tuvo un comportamiento muy excéntrico. «Se la veía fuera de sí».
Carmen había cruzado el comedor como una presencia mágica, como una virgen de negro, como una aparición inolvidable. Mi abuelo Alberto y la señora Llusieta cuchicheaban: «ésta es Carmen», decía ella, que ya lo había entendido todo; y mi abuelo: «¿Carmen? ¿Pero no era Teresa?». Le hacían callar con chistidos y manotazos al aire.
Cabizbaja, acompañada únicamente por mi padre, Carmen entró en el dormitorio donde se encontraba el cuerpo de Margarita. Se detuvo a los pies de la cama y miró el cadáver con una reverencia trascendental. Por fin, cerró los ojos como armándose de valor para llevar a cabo algo muy difícil, y bordeó la cama y se inclinó lentamente, siempre con el niño en brazos, hasta besar aquel rostro amarillento de ojos cerrados para siempre.
Se echó a llorar.
Ni Víctor ni Elena consideraban la cocina refugio seguro porque, en cualquier momento, a Carmen podía apetecerle un vaso de agua y ella no necesitaba permiso para desplazarse a sus anchas por el piso. Así que sacaron a Teresa al pasillo y Víctor balbució, en voz muy baja: «Y aquí está el cuarto de baño».
Se metieron en el cuarto de baño conscientes de que tampoco era lugar seguro, porque Carmen podía necesitar acudir allí en el momento menos pensado, así que, antes de entrar en él, Víctor hizo a sus hermanos una seña perentoria. Ellos entendieron que la única salida que les quedaba era el bar y, mientras Elena mostraba a una estupefacta Teresa todos los elementos del baño, uno por uno, «y ésta es la bañera, y mira qué lavabo, y qué grifos tan bonitos, y hasta bidet y todo», Fráter y Teri bajaron a toda prisa por la escalera de caracol.
Carmen lloraba. Ella, Carmen, la que no lloraba nunca, lloró amargamente de espaldas a mi padre, que vio cómo se sacudían sus hombros y oyó un sollozo contenido.
—Cómo sería esa mujer —comentaba tantos años después— que tuve la intención de acercarme para consolarla, ponerle las manos en los hombros, abrazarla, yo qué sé. Pero no me atreví. Sólo me quedé allí plantado, viéndola llorar, sin hacer nada, como un imbécil.
Se preguntaban luego, mi padre y Víctor, qué debía de estar pensando, qué debía de estar sintiendo, ella que abominaba de la familia, que consideraba que nunca había tenido padres. Se preguntaban cuáles debían de haber sido las confidencias e intimidades que Carmen y Margarita habrían intercambiado durante aquellas tardes en que, estando Víctor ausente, cuidaban las dos de Eduardito.
Carmen lloraba y el niño, en sus brazos, le tocaba las mejillas y el brillo de las lágrimas sin comprender.
En ese momento, Fráter y Teri irrumpían en el bar como bomberos en un edificio en llamas.
—¡A ver, chicas, aquí! ¡Todas aquí!
—Y ustedes, señores clientes, lo siento mucho pero tendrán que desalojar el local… —sólo había cinco camareras y tres puteros en aquel momento y los ocho se sobresaltaron ante aquella petición insólita, temiéndose la inminencia de una redada policial o algo semejante. No se les concedió el derecho a réplica—: Abandonen el bar, por favor; si vienen dentro de una hora, tendrán todo gratuito, las señoritas y la bebida, pero ahora lárguense, por favor…
Teri encendió las luces blancas y generales, las que utilizaban a la hora de la limpieza para no dejar suciedad en los rincones.
—… Y vosotras, nenas, al lavabo.
—¿Cómo que al lavabo?
—¡Al lavabo deprisa y sin chistar! —en su papel de proxeneta, Fráter había desarrollado unas dotes de mando excepcionales—: ¡Ahí encerradas, y ni una voz, ni un ruido!
Todos obedecieron a Fráter y a Teri, como el rebaño de ovejas dirigido por el mastín. Los clientes jugadores de dominó tampoco entendían nada, pero a ellos se les permitió quedarse porque parecía que daban una imagen respetable al bar.
Acababa de salir el último cliente cuando, en lo alto de la escalera de caracol, aparecieron Víctor, Teresa y Elena, esta última hablando animadamente, sin parar, ligeramente histérica:
—… Ah, ¿no sabías que Víctor tenía un bar? ¡Pues sí, sí, un bar estupendo, ya ves! De noche, hay cantantes, tangos, ópera, flamenco, la gente se lo pasa la mar de bien…
Teresa la miraba un poco asustada, y observaba cada detalle del local como si temiera que, de detrás de algún mueble, pudiera salir algún loco armado con un hacha.
Dio un saltito cuando irrumpió en el bar, procedente de la pensión de enfrente donde acababa de despachar a un cliente, una de las fulanas de voz especialmente chillona.
—¿Pero qué pasa aquí? ¿Dónde está la gente?
Fráter, que estaba detrás del mostrador, improvisó:
—Las Damas Redentoras de Mujeres Descarriadas ya han pasado. Estarán en el bar de al lado.
—¿Pero qué dices? ¿Qué redentoras?
—¡Que te vayas al bar de al lado! ¡Que aquí no te queremos! —gritaba Fraternal, de espaldas a Teresa, haciendo guiños con los ojos y aspavientos comprimidos con las manos.
La puta comprendió. Hizo una mueca muy cómica y salió corriendo. Se cruzó en el umbral con un cliente habitual que acababa de cobrar un dinerillo y llegaba dispuesto a derrocharlo.
—¡A ver quién se quiere ganar unas perras! ¡A ver quién se va a comer mi rabo!
Entretanto, por si fuera poco, llegaban al piso los de la funeraria. Llamaban desde la calle porque les parecía que el ataúd no iba a caber por la estrecha escalera y preguntaban si había alguna polea para entrarlo por el balcón. Bajaron Liberto y Giordano Bruno para ayudarles. No tenían poleas y, si ponían el ataúd vertical, sí que cabía por el hueco de la escalera.
Lo subieron con muchas voces, golpeándolo contra las paredes y trizándose los dedos, «¡cuidado, coño, que se raya!».
Y el comentario «Ya veréis luego, para volverlo a bajar lleno».
—Fuera —le decía Fráter al cliente inoportuno, enseñándole los dientes.
El intruso ya había bebido unas cuantas copas y no captó el mensaje a la primera.
—¡Me quedo con la pelirroja —gritó, señalando a Elena—, que dicen que son calientes como el fuego!
—¡Que te largues! —rugió Fráter con gesto de estar a punto de saltar por encima del mostrador para arrancarle la cabeza.
El cliente habitual salió despavorido.
—Lo malo es el barrio —explicó Elena a la aterrorizada Teresa sin darle mucha importancia.
Teresa miraba a Víctor.
—¿Y tú qué haces aquí? —le recriminó con el tono de quien ya tiene suficiente confianza como para recriminar.
—Bueno… —tartamudeó Víctor—. Sirvo las mesas, atiendo a los clientes, es un negocio honrado…
—Digo que qué haces aquí, que deberías estar arriba, con tu madre. Anda, anda, sube, que yo ya voy.
Víctor no se resistió. Asintió con la cabeza, dándole sumisamente la razón, y escaló la escalera de caracol hacia el piso.
En el dormitorio, frente al cadáver, Carmen al fin se tranquilizó y limpió sus lágrimas. Cabizbaja, como avergonzada por el llanto, se volvió hacia mi padre. Ya estaba, ya se podían ir. Entonces, entró un funcionario de la funeraria en el dormitorio.
—Que ya tenemos aquí la caja.
—Pasen ustedes —dijo mi padre.
Titubeó antes de regresar al pasillo. No sabía cómo advertir a los de fuera que volvía a salir la visitante, que se anduvieran con tiento. No sabía que habían bajado a Teresa al bar. Estaba seguro de que Carmen y el niño se iban a tropezar con ella en el pasillo, «¿y ésta quién es?», y no quería ni imaginar lo que ocurriría en ese caso.
Tuvieron que dejar paso a los de pompas fúnebres, a Liberto y a Giordano Bruno, que transportaban el féretro, un bulto demasiado grande y pesado para un espacio tan reducido. Carmen delante y mi padre detrás, llegaron al comedor.
La señora Llusieta continuaba cantando letanías, Virgo predicanda, ora pro nobis, Virgo potens, ora pro nobis, Virgo Clemens, ora pro nobis…
La voz había corrido en susurros. Ya todos los presentes sabían quién era Carmen y la miraban con curiosidad, respeto y miedo. Nadie con compasión, aunque llevase un niño de meses en brazos. Si había un sentimiento que Carmen no despertaría jamás era el de la compasión. Aunque tuviera sus hermosos ojos colorados e hinchados de tanto llorar.
De pronto, se detuvo en medio del círculo que formaban las sillas del velatorio. Y el corazón de todos estrujado en un puño. Consolatrix afflictorum, ora pro nobis, Auxilium christianorum, ora pro nobis… Víctor había llegado por el pasillo.
Carmen estaba de espaldas a él, pero oyó cómo se abría y cerraba la puerta del fondo e intuyó su presencia.
Se volvió.
Con el niño en brazos.
Estaba tan hermosa de negro, tan sobria, tan distinguida, tan firme. Y el niño, de seis o siete meses, sorprendido al encontrarse con papá.
—Pensaba que querrías ver al niño.
—Claro —sin aliento.
El alma de Víctor se extraviaba en el cosmos que había más allá de aquellas pupilas negras. Tomó al niño en sus brazos, pero no atendió al tacto de las palmas de sus manos sino a la caricia del dorso, casi involuntaria, contra el cuerpo de Carmen. Se sentía más alterado en su presencia que delante del cuerpo de su santa madre.
Eduardito hizo un puchero. No quería los brazos de papá. Quería ir con mamá. Víctor lo devolvió, quizá un poco dolido, y Carmen dijo:
—Bueno. Adiós.
Víctor dijo:
—Adiós.
En seguida hicieron su aparición los funerarios con el ataúd cerrado, torpes, dominados por un peso que parecía inesperado.
Fue todo un lío bajarlo por las escaleras. Había que ponerlo de pie y aquellos funcionarios ineptos estuvieron a punto de ponerlo con la cabeza hacia abajo. A ellos les daba igual. «¡Cuidado, hombre!». Los hermanos Luys se estremecieron al imaginar el cadáver de su madre, en el interior, patas arriba, el moño destrozado.
Condujeron el féretro hasta el cementerio de Poblenou (donde Juliol decía que tenía un nicho lleno de fusiles y dinamita) en uno de los coches de caballos más modestos de que disponían los servicios funerarios, y en la capilla se rezó un responso, sin misa, y luego metieron el ataúd en el nicho y todos los asistentes vivieron la angustiosa sensación de que, sin Margarita, se quedaban irremisiblemente solos.
Y se acabó.
Víctor, que había permanecido callado durante mucho rato, se dirigió a Teresa y a los otros, pero sobre todo a Teresa, y pidió con un murmullo que lo disculparan. Alegó que quería estar solo. Mi padre, convencido de que lo abrumaban los sentimientos de culpabilidad, le puso la mano en el hombro y le dijo: «No te atormentes».
Mi abuelo Alberto se ofreció para acompañarlo en taxi.
—No, gracias. Lleva a Teresa a su casa, por favor. Yo iré a pie. Quiero pensar.
No se fue a pie. Tomó un tranvía hasta el Poble Sec, hasta aquella calle de la Bòbila que hacía pendiente, hasta el piso de ventanas orientadas al Montjuïc. Llamó a la puerta. Carmen estaba sola. No estaban ni la Caraqueso ni el niño. Lo esperaba.
Chocaron sus bocas con avidez, se comieron a besos. Víctor no entraba en detalles. Lo resumía todo hablando de combates feroces, de zarpazos y arrebatos, de mordiscos y explosiones de placer, un castillo de fuegos artificiales como nunca había conocido y jamás volvería a conocer, ni con Teresa, ni con Dulce y Bombón, ni con ninguna de sus pupilas. Con nadie.
Sólo con Carmen.
Sólo Carmen.