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Mi padre nunca vio a su amigo muy ilusionado ante la perspectiva de tener un hijo. La sombra amenazadora de Carmen oscurecía el futuro y dirigía la atención de Víctor hacia la compañía más amable de Teresa. Mi padre y Elena oficiaban de alcahuetes, favoreciendo sus encuentros y propiciando a conciencia el desencanto de la otra.

Fue por esas fechas cuando Margarita decidió visitar el bar que sólo le habían mostrado una vez, el día de su inauguración, trece años antes, cuando todavía era un establecimiento honesto y cargado de buenas intenciones. Había viajado al centro, en tranvía, para visitar a un médico del Hospital Clínico y, una vez allí, se animó a acercarse a la calle de Robador para saludar a sus hijos. Ramblas abajo, y luego por la calle del Hospital, y, pasado el teatro Romea, por la estrecha calle que se abría a la izquierda. Era casi mediodía y el ambiente no alcanzaba todavía los máximos grados de sordidez, pero sorprendía la presencia de tantos marineros, y chinos, y negros, y hombres recios decorados con lápiz de labios y rímel, y quedaba claro que las señoras o señoritas que pululaban por las aceras se dedicaban a lo que se dedicaban, exactamente igual que las que provocaban a los transeúntes desde las puertas de las tabernas.

La señora Margarita llegó hasta el bar Luys y, al mismo tiempo que se enorgullecía un poco al ver el apellido de su marido coronando la entrada, se detuvo en el umbral y se quedó allí, contemplando estupefacta el interior.

Era una señora gruesa, castigada por los años, vestida con una modestia rayana en la pobreza, con un moño blanco en lo alto y expresión angelical. Una puta estaba cantando espontáneamente, sin acompañamiento de piano, aquello de «Al Capone pone, pone/ pone cara de rufián», y calló en seco al verla. Enmudecieron también los pocos clientes que había en la sala posiblemente pensando todos ellos si la intrusa sería la abuela o la madre de alguno de los presentes. Detrás del mostrador, Fráter y Víctor perdieron la sonrisa y se sintieron apabullados por la posibilidad de causar a su madre algún tipo de desengaño fatal.

Fue ella quien rompió el ominoso silencio exclamando:

—¡Fráter! ¡Víctor! ¿Qué pasa? ¿No vais a saludar a vuestra madre?

Se abrazaron los tres, felices, y ella se paseó por el bar emitiendo comentarios inofensivos, como si nada: «Oye, qué bien puesto tenéis el negocio, qué bonita la cafetera y qué guapas las camareras, buena idea lo de las camareras porque seguro que atraen clientela, ¿cómo te llamas, guapa?».

Era como un hada buena desfilando con desenvoltura entre los parroquianos desconcertados. Todo le gustaba: el níquel bruñido del mostrador, las baldosas valencianas, la tarima ahora vacía, el piano polvoriento y silencioso. Saludaba a derecha e izquierda y repartía sonrisas beatíficas, como una reina.

Víctor creyó conveniente orientarla hacia la escalera de caracol del fondo.

—Quiero enseñarte cómo ha quedado el piso de arriba.

Subió con trabajo la mujer con la ayuda de sus dos hijos, y se maravilló al ver el piso restaurado por Víctor. «¡Qué moderno!». El empapelado rojo y negro, los muebles decó, las figuritas. Todo elegido por Carmen. Todo de un gusto exquisito.

Y allí, como señora de la casa, estaba Carmen. Margarita la abrazó con fuerza y emoción. Nunca supo nadie si simpatizaba con ella o no, pero era la elección de su hijo y, para Margarita, la felicidad de su hijo era sagrada.

—Eres guapísima —le dijo.

Y Carmen, como juez que dicta sentencia:

—Estoy esperando un niño.

Quería que sonara como una maldición. Margarita, madre amantísima, tuvo un leve asomo de tristeza, porque poseía la sabiduría de la vejez, pero en seguida prevaleció la valentía y arrancó a su alma una sonrisa deslumbrante y repitió el abrazo con más fuerza todavía.

—Hija mía —dijo.

Carmen miraba a Víctor por encima del hombro de la futura abuela.

Margarita se colgó del brazo de su hijo, con la boca temblorosa y los ojos indecisos.

—Yo podré venir, de vez en cuando, y ocuparme del niño… —por la mente de Víctor pasó el imposible, pero ella presionó con sus dedos y con su mirada—: Así podréis salir y divertiros —palpaba, se le iban las manos y pellizcaba el antebrazo de su hijo con la derecha, el antebrazo de Carmen con la izquierda, y eran manos y toques ansiosos, suplicantes—. Va bien para los matrimonios, que se diviertan juntos, para unirlos, para que cada uno descubra los aspectos buenos del otro. A veces, los niños, ¿sabéis?, digan lo que digan, no unen a los padres, sino que los distancian. Para eso estamos los abuelos.

Carmen se arrimó a ella y le sonrió.

—Claro que sí, abuela —murmuró—. Claro que dejaremos que cuide de su nieto.

El niño nació el 13 de agosto de 1935 y le pusieron el nombre de Eduardo porque lo decidió Carmen y a Víctor le daba igual. Decía mi padre que el crío logró sacar lo peor que había en Víctor. Son cosas que pasan. Acaso porque hay hombres que se achican y sienten envidia ante la capacidad creadora de la mujer, o quizá porque un hijo representaba una atadura demasiado firme, un compromiso a demasiado largo plazo con una mujer que no tenía la misión de hacerle feliz. A lo mejor era que estaba realmente enamorado de Teresa y de la vida apacible que ella le ofrecía. El caso es que, durante esa época, solía ausentarse de casa con las más variadas excusas, para ir a ver a Juliol, o para visitar a mi padre y Elena, o para resolver asuntos del negocio, en el banco o en almacenes de abastos. Con frecuencia llegaba Margarita para ver al nieto y encontraba a Carmen sola, leyendo libros de Marcel Proust o de André Gide, fumando, intratable. Nada se sabe de las tardes que pasaron juntas y las largas conversaciones que sostuvieron.

En la intimidad, continuaba una relación tormentosa y atormentada entre Víctor y Carmen. Combates ardientes en la cama, discusiones agrias recorriendo la casa de un lado para otro con fondo de llanto infantil. Alguna ausencia intempestiva de Carmen, con alaridos de niño desesperado, algún guantazo incontinente de Víctor, algún arañazo felino de ella, cacharros que volaban por los aires y se estrellaban contra las paredes.

Un día, llegó Margarita y nadie contestó a sus llamadas con la aldaba. El portal de la calle de Sant Rafael era estrecho, no tenía portería y siempre estaba cerrado. Aunque repitió tres veces la serie de golpes largos y cortos correspondiente al piso de su hijo, nadie tiraba de la cuerda que, mediante una polea, abría desde lo alto. La madre de los Luys siempre entraba por allí, donde el puterío era menos notorio, pero en aquella ocasión tuvo que dar el rodeo por la calle de Robador hasta el bar. Las chicas la recibieron bien. La conocían y la querían porque les había llevado crema por San José, y coca de piñones en la verbena de San Juan, para que celebraran un poco, pobrecitas (siempre que hablaba de las fulanas del bar, añadía la palabra «pobrecitas»). Tanto ellas como Fráter le dijeron que Víctor y Carmen no estaban, que habían salido con el niño y que no, que no sabían dónde habrían ido ni a qué hora regresarían. Lo mismo sucedió un par de veces más. En realidad, Carmen se había trasladado con Eduardito a su piso del Poble Sec, con la Caraqueso, y Víctor andaba por ahí, acicalado para llevar a Teresa al Tívoli o al Poliorama a ver alguna revista madrileña; o borracho cuando los pensamientos lo amargaban, o escondido detrás de las persianas, resistiéndose a abrir a su madre porque no sabía cómo decirle que las discusiones con Carmen habían llegado a un extremo insostenible, que ella no cesaba de provocarlo y humillarlo, desparramando odio a cada paso, y él le había dado otra paliza, y la había expulsado de su vida por el niño, sobre todo por el niño, para no hacerle daño al niño, que no paraba de llorar.

La señora Margarita reapareció a mediados de septiembre, un día gris azotado por un viento seco cargado de arenilla que arañaba la piel, poco antes del cumpleaños de Víctor. Repartió unos pastelitos entre las chicas, pobrecitas, y casi suplicó que le dieran noticias de su hijo, porque quería celebrar el cumpleaños con él. Era evidente que sospechaba lo que había sucedido. Rogaba que le dejaran ver a su nieto como si temiera que se lo fueran a arrebatar para siempre. Se fue sin ver satisfechos sus deseos porque nadie sabía realmente dónde estaba Víctor.

Cuando él entró en el local, aquella noche, Fráter y Teri lo reprendieron severamente, e incluso intervinieron en la regañina algunas de las putas que le afearon la conducta. Al día siguiente, cuando estaba pasando por el tormento de una resaca preñada de culpas, telefonearon al bar desde el Hospital Clínico para comunicarles que habían ingresado a una señora de nombre Margarita Medrano. La mujer había caído desvanecida en mitad de la calle y la habían llevado a un dispensario primero y al hospital en ambulancia después.

Víctor siempre tuvo la sensación de que los médicos no sabían lo que tenía su madre ni les importaba lo más mínimo. La tuvieron en el Clínico una semana. Luego les aseguraron que había mejorado mucho y la enviaron a casa a principios de octubre. La trasladaron al piso de Sant Rafael y allí se reunieron sus cinco hijos, Fráter, Víctor, Teri, Llibert y Giordano Bruno, y también la visitaban cuando podían las putas del bar de abajo, pobrecitas, para darle conversación y ánimos.

Pero la señora Margarita ya no se aguantaba de pie, no podía o no quería comer, no pedía nada, no le apetecía hablar ni preguntar por su nuera y su nieto.

El día 15 de octubre ya no fue capaz de levantarse de la cama («es que estoy desanimada», dijo) y el 17 llamó a Víctor a su lado, le agarró una mano con fuerza y le dijo:

—Cásate, Víctor, que te vas a desgraciar —Víctor no sabía qué responder—. Y que no me entierren como pobre de solemnidad…

—¿Pero qué dices?

—Ya sé que es un gasto, y lo siento. No sé de dónde vais a sacar el dinero, pero quiero un entierro católico, que no me lleven a la fosa común.

—¡Claro que no!

—Y tú cásate, Víctor. Hazlo por Eduardito. Por Carmen, pobrecita.