El bar Luys estaba comunicado con el piso de arriba mediante una escalera de caracol situada al fondo, junto al tablao, por la que subían y bajaban continuamente las chicas con sus clientes. En lo alto, había un pasillo y cinco puertas, dos a cada lado y una enfrente. Las cuatro habitaciones eran pequeñas y sólo contenían un camastro y un aguamanil. La puerta del fondo daba a un ámbito mayor, con cocina y baño, y allí se encontraba la cama donde dormía Víctor. Ese espacio estaba comunicado con una escalera de pisos de la calle de Sant Rafael, de manera que se podía acceder a la vivienda sin necesidad de atravesar el bar.
Víctor dedicó los días siguientes a tirar tabiques y levantar otros nuevos hasta convertir aquel habitáculo en un piso de tres habitaciones y comedor, con una distribución algo peculiar pero original y confortable. Carmen le ayudó. Primero no. Primero, permanecía sentada en la cama observándole con sorna. Pero un día ella misma tuvo que reconocer que su actitud era estúpida y se movilizó y puso manos a la obra. Eligieron juntos el papel de las paredes, y los muebles y la ropa de cama, y fueron construyendo algo muy parecido a un hogar a su medida. Un hogar extravagante, negro y rojo, con adornos decó, según el refinado gusto de ella.
Por esos días, mi padre conoció a Carmen.
—Era una mujer imponente —contó, para describirla—. Un cuerpo como el de Josephine Baker. Sólo tenía dieciocho años, pero daba miedo.
También la llevaron al Poblenou, para que conociera a Juliol en el Centro Libertario, y a la señora Margarita en su chabola que ya no era una chabola. Con Juliol congeniaron en seguida. Compartían la idea de que el mundo era una mierda. Y Margarita la recibió como recibía a todo el mundo, con los brazos abiertos, a pesar de que Carmen no se mostró nada afectuosa en un primer momento.
Elena, la esposa de mi padre, se alarmó mucho ante tanta familiaridad. No le gustaba Carmen y se temió que las visitas a Poblenou fueran el preludio de una relación definitiva. También a ella le parecía una mujer peligrosa, aunque en un sentido distinto de como lo vivía mi padre. Si él pensaba en su propia integridad cuando lo decía, quizá porque tenía miedo de ser víctima de la tentación de semejante ser mitológico, Elena se fijaba en el peligro que corría la felicidad de Víctor en manos de aquella mujer. Víctor era una persona demasiado generosa como para permitir que alguien lo hiciera desdichado. Seguramente por eso empezó a conspirar.
Por la noche, Víctor abrazaba a Carmen con fuerza y le decía:
—Frena. Vas lanzada a toda velocidad. Te vas a hacer daño. Quédate aquí, conmigo, quieta y callada. Yo te ayudaré a sosegarte. Yo amortiguaré el golpe.
Algún día, Carmen amanecía enfurecida, como recién arrebatada a una pesadilla. No hablaba con Víctor ni con nadie. Se vestía y desaparecía de casa, como fugitiva, durante horas, en ocasiones hasta un día entero.
—¿Dónde has estado?
—Por ahí. En el piso de Poble Sec, con Dolly.
Víctor tenía la sospecha de que había estado con un hombre.
A mediados de noviembre, Elena le presentó a su amiga Teresa. Mi padre y ella invitaron a Víctor, un sábado, a cenar, conscientes de que Carmen no lo acompañaría. Y, cuando llegó al piso de Gran Vía y Entenza, se encontró con que estaba allí una amiga de Elena que había sido compañera suya en la cocina de los Hermanos Marchena. Era una chica apocada, discreta, que miraba el mundo con unos enormes ojos infantiles y que en seguida se puso a jugar con Tomasín y sus juguetes y acabaron riendo los dos, muy compinches. Llevó el niño a dormir y le contó un cuento de príncipes y hadas buenas. Todo lo contrario de Carmen la arpía. Modesta, complaciente, educada, más inclinada a la sonrisa suave que a la dimensión trágica de la vida.
—Ah, Víctor —dijo cuando fueron presentados—. Fernando y Elena me han hablado mucho de ti. Y muy bien.
Víctor en seguida entendió el juego. Había que ser ciego para no percatarse de la trampa. Pero jugó. Hacía mucho tiempo que Elena le insistía en que debía casarse. Tenía ya treinta y cuatro años y, según decía ella, no le sentaba bien el papel de eterno solterón juerguista. «Te tomarán por lo que no eres», solía decirle. Y Víctor tal vez viniera de una de sus discusiones encrespadas con Carmen, o tal vez empezara a ser permeable a los argumentos de Elena y se estuviera rindiendo a la evidencia de que Carmen nunca sería una esposa y madre como es debido, el caso es que estuvo con Teresa tan simpático y seductor como era capaz. Y mi padre, para crear una atmósfera favorable e inolvidable, sacó el bandoneón y estuvo cantando tangos y contó un montón de chistes. «Una iglesia tan estrecha, tan estrecha que, en lugar de tener el Cristo crucificado, lo tenían ahorcado». Ella quedó deslumbrada. Acordaron volver a verse los cuatro el domingo siguiente para ir al cine porque estaban poniendo Cleopatra, con Claudette Colbert, una superproducción dirigida por Cecil B. DeMille que decían que era muy buena.
Aquel domingo, Víctor le dijo a Carmen que iba a pasarlo en Poblenou, con su madre, que no se encontraba muy bien. Como cabía esperar, Carmen no insistió en ir con él y, así, Víctor se sintió libre para ir con mi padre, Elena y Teresa. Se dejaron impresionar por la magnificencia del film, que superó toda expectativa. Y la parejita cuchicheaba dejando al margen al matrimonio que los acompañaba y observaba complacido.
A finales de noviembre, Carmen le pidió a Víctor que la llevara al Liceu.
—¿Al Liceu? ¿Tú? ¿Por qué?
—Boris Godunov, interpretada por Zalesky y la Compañía de Ópera Rusa.
Era una provocación, naturalmente. Hacía tiempo que Carmen no le hacía notar que era una mujer enigmática.
—Carmen, ¿quién coño eres? ¿Qué estás tratando de decirme?
Víctor consiguió unas entradas para el Liceu. Platea, fila 10. Le costaron mucho dinero. Cuando le dijo a Carmen que las tenía y, muy ilusionado, la invitó a ir a comprar ropa adecuada para la ocasión, ella rompió a llorar en un ataque de furia inusitado.
—¡No quiero ir al Liceu! —gritaba—. ¡Métete el Liceu en el culo!
—Pero si dijiste…
—¡A la mierda, el Liceu! ¡No quiero entrar ahí nunca más, nunca jamás!
No fueron al Liceu. Aquella noche, abatida en la cama, exhausta de tanto llorar, le contó a Víctor que ella había estado a punto de entrar en el cuerpo de baile del Liceu. Había estudiado danza, era una alumna aventajada y prometedora, y aspiraba a practicar la danza plástica, a la manera de Isadora Duncan. Cuando Serge Diáguilev estuvo en Barcelona, ella tenía catorce años y bailó para él, que estaba buscando niños para un montaje de La maledicció del comte Arnau de Eduard Toldrà, con decorados de Alexander Calder. También le hizo pruebas Vicente Escudero para unas Goyescas. Tenía que ser una Pavlova, una Solveig Hornbeck. Pero todo se truncó cuando su padre la echó de casa.
—Sí —confesó al fin, como cansada, desengañada de todo y de todos, a su edad—, soy de una familia rica, incluso riquísima. Mi abuelo decía que comerciaba con café y especias de Cuba, pero en realidad traficaba con esclavos. Presumía de haber matado a cinco personas en su vida, «sin contar los negros y los moros». En mi casa, tenemos unos cuadros muy antiguos y graciosos en que se ve a unos traficantes muy chulos y bien plantados azotando a unos negros ridículos y simiescos. Así es mi familia. Pero no te preocupes. La policía no me busca, nadie me está buscando, no te voy a meter en ningún lío. Mi familia no quiere volver a verme. No quiere saber de mí nunca más.
—¿Pero por qué?
—Porque son malos. Porque yo soy mala. En realidad, eso a ti no te importa. La última vez que vi a mi padre estaba sangrando porque yo le había roto un jarrón en la cabeza. Quería matarle.
A pesar de lo cual, cuando se acercaba la Navidad de aquel año, Víctor cometió el error de decirle que lo pasarían en familia, en casa de mi padre, con Elena y Tomasín, y la señora Margarita y los hermanos Luys, incluso con la señora Llusieta, «ya verás cómo te gusta la señora Llusieta Verge Santíssima».
Ella no dijo nada. De momento, le dio a entender que, bueno, haría el sacrificio, y a lo mejor estaba realmente dispuesta a hacerlo, pero el día 24 de diciembre, cuando Víctor despertó, ella ya no estaba allí. Y no volvió por Navidad, ni por San Esteban.
Víctor celebró la Nochebuena con Fernando, Elena y Teresa, en el piso de Gran Vía, y se llevó la sorpresa de encontrarse allí con Lalo Valente, el cantante de tangos amigo de los Luys. A Teresa le encantaba cómo tocaba mi padre el bandoneón, y se entusiasmó con la forma de cantar de Lalo, y también Víctor, y la música los unió un poco más. El 34 fue el año de Cambalache, «Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé…», y a Teresa, con la ayuda del vino y el champán, le brillaban aquellos ojos tan grandes e infantiles. Y Víctor se atrevió a pasar el antebrazo por encima del respaldo de la silla que ocupaba la muchacha.
Carmen reapareció en el piso el 28, Día de los Inocentes. Llegó frenética, vibrante, como a punto de estallar.
—¿Dónde has estado?
—Donde me ha dado la gana. Toma —le tiró dinero a la cara, muchos billetes revoloteando por la habitación—. Ha aflorado la puta que hay en mí. La Carmen que conociste, ¿recuerdas? La que te cautivó de verdad, la Carmen auténtica, mi señora Hyde, que no la puedo contener. Soy la puta que siempre quisiste que fuera.
—Aquélla fue la primera vez —me contó Víctor— que le crucé la cara con la bofetada más fuerte que jamás había propinado. Y, como no dejaba de mirarme de aquella manera y me pareció que estaba a punto de continuar hablando, le pegué otra más fuerte todavía. Y otra y otra hasta que le arranqué sangre del labio y ella salió trastabillando hasta dar contra la pared. Y continué… —se interrumpió y me miró avergonzado, conteniendo aquella ira que cuarenta años después todavía lo agitaba—. ¿Cómo podría convencerte de que, en aquel momento, la quería con locura? Dios, cómo la quería. Aunque no puedas entenderlo.
Sí podía entenderlo. No perdía de vista que, en aquella época, Víctor tenía treinta y cuatro años y yo, cuando escuchaba su historia, tenía treinta y uno y había pasado ya por un matrimonio desquiciado y una separación enfermiza regada con alcohol en abundancia.
Se sentó Víctor en un banco de la Gran Vía, agotado, como si los recuerdos lo fueran envejeciendo palabra a palabra, segundo a segundo, y se acodó en las rodillas. Se pellizcó el puente de la nariz por debajo de las gafas, que de momento quedaron flotando sobre su frente. Se fue. Durante unos instantes estuvo muy lejos de allí. Dijo:
—No vivimos en un mundo de buenos y malos. Sólo hay malos. Sólo podemos ser mejores o peores pero siempre en el terreno de la maldad. No hay grados en la bondad: o eres bueno o eres malo. Puedes ser un poco malo, o malísimo, o lo peor de lo peor; pero no puedes ser un poco bueno, o buenísimo, o lo mejor de lo mejor. Si eres bueno, eres bueno y basta, nada más, pero es muy difícil ser bueno. Eres bueno mientras mantienes el tipo y el equilibrio ante los embates de la maldad. Pero eso es insostenible eternamente. Tarde o temprano, caes en la tentación de malo y culpable. Y ya estás pringado, es muy difícil salir de ahí. Aunque volvieras a ser bueno, serías uno de ésos que una vez cometió una maldad. Nuestra característica esencial es que somos malos, continuamente, no te hagas ilusiones, hijo. Porque la tentación siempre está ahí, tirando de ti, y es imposible no caer en ella. Nuestra misión en la vida es ser buenos el mayor tiempo posible, pero la maldad es la sopa en que nadamos, hijo.
Dejé transcurrir una larga pausa y pregunté, sin aliento:
—¿Y luego?
—Luego —concluyó Víctor—, echada en el suelo a mis pies, tapándose la cara magullada con las manos, me dijo, así, a palo seco: «Estoy embarazada».