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Se repartieron el botín entre risotadas nerviosas y falsas, fingiendo una satisfacción que no sentían pero que era imprescindible para mantenerlos juntos, y tomaron el tren nocturno de Madrid a Barcelona, pagando los billetes con dinero ganado por Carmen y Lolita en la calle.

Media hora después de salir de la estación, la Caraqueso preguntó con su vocecita chirriante:

—Ese Miguel… ¿Es muy amigo tuyo?

—Muy amigo —confirmó Víctor.

—Como te ha hecho la putada de largarse y dejarte plantado…

—Es un hijo de puta —sentenció Carmen mirando para otra parte.

—Qué sabrás tú —protestó Víctor.

—Mira como un hijo de puta.

—Tú también miras como una hija de puta.

—Es que yo soy una hija de puta.

—A mí tampoco me gustó —intervenía Lolita, temerosa de que aquello terminara en un nuevo enfrentamiento—. No me gustó cómo me trataba.

—Te trató como los puteros tratan a las putas —le soltó Carmen—. Ni más ni menos.

—Estoy segura de que a ti Víctor te trató mejor.

Lolita Caraqueso se durmió en seguida después de comerse el bocadillo de calamares. Una hora después, Víctor estaba fumando en el pasillo, expulsando el humo por la ventana para que se mezclara con la niebla densa y apestosa de la locomotora.

Carmen se le acercó por detrás y le abrazó suavemente por la cintura.

—Me gustas —dijo—. Si tú quieres, podrás ser mi hombre.

Él no se atrevía a decir nada. Sólo respiraba, y miraba hacia el exterior, y respiraba profundamente y fumaba, y nada más. Los dos podían notar los latidos de sus corazones.

—… Pero tienes que aceptarme como soy. Buscabas una puta y me conociste a mí. Luego, cuando te gusté, decidiste que me querías para ti solo. Pero soy una puta, Víctor.

—No lo eres.

—Cobro por joder. No sé qué nombre me darías en tu idioma pero, en el mío, la que cobra por joder es puta. Acéptame como soy, Víctor.

Él pensó que era como un castigo. Al conocerla, la había tratado como a una ramera y eso siempre es ofensivo, aunque se trate realmente de una ramera. Y ahora ella le castigaba comportándose como ramera. Se le ocurrió que era un castigo y que, tal vez, cuando hubiera purgado su culpa, podría esperar otro comportamiento por parte de ella.

Cedió.

Al llegar a Barcelona, fueron a dormir al piso que compartían las dos muchachas en el Poble Sec, en la calle de la Bòbila, lugar de paso para los domingueros que iban al Montjuïc de excursión, o para enterrar la sardina cuando llegaba la Cuaresma.

Chocaron con la maldición de la rutina. Ellas hablaban a gritos con el vecindario y salían a la calle con mucha prisa, a lo suyo, porque tenían no sé qué cosas pendientes, y Víctor se quedó solo en un habitáculo estrecho y miserable. Hasta que se cansó de esperar y, sin pedirle permiso, los pies le llevaron hasta el bar Luys de la calle de Robador, buscando la compañía de sus hermanos, el reencuentro con mi padre, cliente fijo, y una visita a la chabola del Poblenou, que ya no era chabola porque la habían reconstruido con ladrillo y tejas, para darle un beso a su madre.

—¿Cómo estás, mamá?

—Bien. Como siempre. No me puedo quejar.

Margarita nunca se quejaba. No podía recoger nada del suelo sin llevarse una mano a la cintura, y caminaba arrastrando los pies, y respiraba con dificultad al menor esfuerzo, y cada vez tenía que acercarse más a la nariz las prendas que zurcía para una casa noble del paseo de Gracia. Pero no se quejaba. No se podía quejar. No se lo permitía.

—Ven, siéntate, que te voy a preparar un potaje de garbanzos, con sus espinacas y todo, que te vas a chupar los dedos.

Al día siguiente, Carmen y Lolita se presentaron en el bar Luys de la calle de Robador.

—¿Qué hacéis aquí?

—Miguel dijo que podríais darnos trabajo, que este bar necesitaba animación.

En el bar Luys ya tenían trabajando a media docena de chicas. En aquella calle, en aquella zona de la ciudad, era inevitable. Fráter y Teri, al principio, las echaban, «que no queremos chicas, que no, fuera». Pero, entonces, la mitad de la clientela se iba a otros bares donde sí había chicas, aunque sólo fuera por mirar, alternar y toquetear. Y la otra mitad, la parroquia de partida de dominó y café con leche de desayuno, cada vez era más escasa, ahuyentada por el puterío y la morralla que comporta. En su lugar, eran las prostitutas las que iban a tomar café con leche, o anís, u orujo, en sus momentos de asueto, porque en aquel bar no había negocio y podían reposar sin ser molestadas. Pero los macarras no entendían que hubiera lugares donde sus chicas no encontraran clientes y se metían en aquella tierra de nadie para hablar con ellas, y solían demostrar su inconformidad con muy malos modos, «¿pero qué coño hacéis aquí?, ¡venga pa’ la calle!», a lo que ellas respondían a gritos que desembocaban en violencia. Los hermanos Luys, que no querían peleas en su local, tenían que intervenir para poner orden y salían en defensa de las mujeres con el argumento de que en el bar podía entrar quien quisiera, «a ver si nos vais a espantar la clientela». En consecuencia, las mujeres se sentían allí respetadas y protegidas y algunas decidieron que preferían trabajar en donde mejor las trataban y se ofrecieron a los Luys garantizando espléndidos beneficios económicos. Alguna de ellas incluso suplicaba: «Por favor, por el amor de Dios, dejadme currelar aquí, que el cabrito de mi hombre me va a matar». Se sublevaban los chulos y se presentaban en el bar de los Luys dispuestos a recuperar a sus chicas. Los hermanos Luys se vieron en la necesidad de hacer piña, y llamaron a unos cuantos amigos, y les plantaron cara. «Estas mujeres tienen derecho a trabajar donde quieran y, si me pagan una comisión, yo tengo la obligación de defenderlas». Después de algunas sesiones de guantazos en que todos salieron perdiendo porque no había negocio ni para unos ni para otros, se llegó a la fase del diálogo, el acuerdo y los pactos no escritos, y unas cuantas furcias se instalaron en el bar Luys de manera oficial. Claro que eso no significaba el final del problema. Esa clase de mujeres suelen ser groseras, maleducadas, liantes y poco fieles, como consecuencia lógica de la vida que llevan, y el dueño del bar tiene que saber mantenerlas disciplinadas. Además, uno se acostumbra a un volumen de ingresos y, si las empleadas hacen lo que les da la gana, la economía del establecimiento termina resintiéndose, lo que obliga al encargado a recurrir a algún correctivo severo. Y, como puntualizaba Víctor mientras me ponía al corriente de todo esto, «en aquella época, cuando se hablaba de correctivos severos, nos referíamos a una severidad mucho más severa que la de hoy en día». Y así era como los honrados dueños de un bar de la calle de Robador terminaban ejerciendo de prósperos proxenetas. Resultaba inevitable, como un engranaje perfectamente engrasado que moviera una maquinaria que, por pura inercia, casi contra tu voluntad, te llevaba del punto A al punto B. Y éste fue el caldo de cultivo donde fueron a parar Carmen y Lolita a finales de octubre del 34. Dos empleadas más para el negocio.

—No —dijo Víctor antes de que Fraternal abriera la boca. Y a Carmen—: Tú, si quieres estar aquí, no vas a trabajar. Arreglaremos el piso de arriba para vivir en él.

Se refería al piso donde estaban los cuartos donde trabajaban las putas.

Ella sonrió de aquella manera. Fráter reaccionó:

—¿Y las chicas?

—Que vayan a las pensiones de fuera —replicó Víctor sin apartar la mirada desafiante de Carmen—. Viviremos arriba. Si soy tu hombre como dices, tú no vas a trabajar de puta.

—Eso es un contrasentido —respondió Carmen, un poco desazonada—. Un chulo no puede hacer que su puta deje de ser puta, porque, entonces, él ya no es chulo y se acaba la relación y ya nada tiene sentido.

—Las putas no hablan así.

—¿Quién lo dice? ¿Dónde hay una ley que diga que las putas no hablan así?

—Lárgate. Fuera de este local. Si quieres trabajar de puta, vete al bar de al lado, o a cualquier otro donde te quieran. O patéate la calle. Cuando te quiera encontrar, ya sabré dónde buscarte. Si quieres quedarte aquí, vivirás arriba y serás lo que yo diga.

Ella continuaba sonriendo de aquella manera.