Un día fuimos a comer solos, Víctor y yo. Mi padre se quedó en casa, no sé qué tenía que hacer, poner orden en la caja de fotografías, atender a mi madre que se mantenía al margen de aquella relación acabada de estrenar, no sé, creo que Víctor me dio a entender que quería hablar a solas. Tenía la necesidad de hablar de Carmen.
Me llevó a comer al restaurante que hay en lo alto del Tibidabo, junto a ese templo creado a imagen y envidia del de Montmartre, y luego bajamos a pie desde allí arriba, parándonos de vez en cuando a tomar algún café o alguna cerveza por el camino. Me maravillaba el aguante extraordinario de aquel hombretón, tanto a la hora de caminar como de beber alcohol. También es verdad que aquella tarde, para poder hablar de Carmen, tuvo que ingerir más alcohol que de costumbre.
Se le comprimían las facciones del rostro cuando se le perdía la mirada y recordaba.
—Era una mujer excepcional. Me di cuenta de ello en seguida, al primer golpe de vista. Una mujer misteriosa. Bellísima. Un defecto en la nariz, quizá demasiado ancho el puente, o como si le hubieran roto el tabique de un golpe, pero no te engañes, hermosísima, casi me atrevería a decir que ése era el toque definitivo para hacer única, irrepetible, tanta hermosura. Una mirada intensa, noble, orgullosa, provocadora, desdeñosa, casi cruel, desmentida por la sombra de una sonrisa en las comisuras de sus labios mullidos. La suya no era una mirada de puta. Tampoco era una mirada de los dieciocho años que decía tener. Y no hablaba como la puta que decía ser. Se presentaba diciendo: «Me llamo Carmen, como la de Merimée», o usaba expresiones como «Se conocieron en el sentido bíblico de la palabra» o «El dinero no da la felicidad, pero ¿para qué queremos felicidad si la felicidad no da dinero?». Nunca creí que fuera puta. Se lo dije la primera noche, en aquella estrecha y asquerosa habitación por horas de la calle del Cid.
—Tú no eres.
—No soy qué.
—Tú no eres.
—Cómo que no soy.
—Como que no.
—Me has pagado por adelantado.
—Y qué. No eres.
—¿Por qué lo dices? ¿Qué hago mal?
—Lo haces demasiado bien. Tú buscas el placer. Tú disfrutas.
—¿Se supone que las putas no disfrutamos?
—No. No disfrutan. He conocido a muchas.
Supuse que Víctor quería hablarme de todo aquello a solas porque le habría estorbado la presencia de mi padre, el biempensante. Pero necesitaba contarlo. Me di cuenta de que él, igual que mi padre, hacía mucho tiempo que no había podido compartir con nadie según qué intimidades, según qué recuerdos dolorosos y, de pronto, descubría que yo estaba lo bastante lejos de él como para convertirme en su confidente.
Me contó que, por lo general, las putas no aceptan el beso en los labios, ni según qué otras cosas. La mayoría adopta una actitud de humildad que, en realidad, oculta una rabia y una dureza cargadas de resentimiento. Han hecho de la humillación su modo de vida y, aunque traten de convencerse de que no pasa nada, de que son ellas las que dominan la situación, de que los desgraciados son sus clientes, lo cierto es que esos mismos puteros desgraciados se encargan de demostrarles cinco, diez, quince veces al día que la suya es una esclavitud abyecta y degradante que nunca se compensará con dinero. Algunas reaccionan contra esta sensación con una fogosidad desmedida, en el papel de ninfómana enloquecida y devoradora, dispuestas a cualquier cosa, avasalladoras del sexo, pero al fin resultan las más patéticas, las más incapaces de obtener el menor placer o gratificación.
—… Ni siquiera con Dulce y Bombón —decía Víctor, que aquella tarde se mostraba especialmente melancólico—, con la amistad de años que nos unía y la naturalidad con que llevábamos nuestra relación, ni siquiera con ellas logré una relación como la que tuvimos con Carmen aquella primera noche. Me pareció que era la primera vez que me encontraba con una mujer, una mujer de verdad, y no con una puta.
—Tú no eres.
—Vas a ver si no soy. Tú déjame hacer.
Una vez más, salieron a la calle Víctor y Miguel con sus respectivas parejas y Miguel se encontró con aquella complicidad envidiable que había nacido entre su amigo y Carmen. Aquellas risas relajadas, aquella familiaridad, aquel afecto de amigos de toda la vida. Pero en aquella ocasión, cuando Miguel se disponía a despedir a las fulanas con una palmada en el trasero, Víctor se resistió. No era una noche ni una chica como las otras. Víctor se empeñó en continuar la juerga. Chocolate con churros junto al mercado de abastos del Born. Ver salir el sol en el puerto. Y, ya que estaban cerca de la estación de Francia, ¿por qué no viajar a cualquier otra ciudad, como quien se dispone a comenzar una nueva vida?
Los cuatro estaban borrachos de alcohol y sexo cuando montaron en el tren de primera hora de la mañana que había de conducirlos a Madrid.
Desembarcaron en la estación de Atocha como alegres gamberros impregnados del hollín de la locomotora, la ropa arrugada, gorras y sombreritos de medio lado, sin afeitar ellos, con el maquillaje corrido ellas. Habían dormido durante el viaje, habían comprado bocadillos para desayunar en no sé qué parada y llegaban lanzados y de buen humor. Demasiada hilaridad para ser respetables. Los agentes de la autoridad los miraban mal. Cuando se acercaron a preguntar dónde había buenos restaurantes, los ciudadanos honorables huían despavoridos. Tuvieron que recurrir a un paleto desharrapado con boina, manta y alpargatas que, sin apartar los ojos de los pechos de las muchachas, les indicó la manera de llegar a la Plaza Mayor.
Recordaba Víctor que no pararon de comer y beber. Cerca de la estación encontraron un restaurante que se llamaba la Nueva Parrilla donde comieron pajaritos fritos, que a las chicas les daban mucha pena. Luego, junto a la plaza Mayor, comieron cocido madrileño en un restaurante de la calle de Botoneras. Más tarde, estuvieron en una taberna que parecía haberse detenido en el tiempo de los Austrias, aprendiendo a bailar el chotis en medio de un apretujado gentío.
Por la noche, avanzaban descoyuntados hacia una pensión de la calle de la Ballesta cuando Miguel, en un aparte, susurró a Víctor:
—Esta noche la morena para mí, ¿eh? Que la mía te quiere probar.
Efectivamente, Lolita Caraqueso disparaba ojeadas ansiosas e insinuantes.
—No —dijo Víctor.
—Qué.
—Que no. Que Carmen es mía —y dejaba perdida la vista en el horizonte, el ceño fruncido, dando a entender que no había más que hablar.
Miguel achicó los ojos, asintió sin convicción y no insistió más.
Pasó la segunda noche con Carmen, y Víctor ya se quedaba contemplándola pensativo, sin hacer preguntas. Decía ella:
—¿Qué miras?
Y él:
—Nada. Me pregunto quién eres.
—Carmen. Una puta que se llama Carmen.
—Una puta muy rara.
Al día siguiente, Miguel se había ido.
—¿Y Miguel?
—No está —dijo Lolita, desconcertada, como dolida—. Se ha ido mientras yo dormía. No sé a qué hora. No le he oído.
Ya lo había advertido. Había dicho que se iba, que aquélla era la juerga de la despedida. Pues bien, adiós. Víctor experimentó tanta angustia como si ya fuera definitivo.
—Me dejó a dos velas. Yo no tenía ni un duro. Ni para pagar la pensión ni para el viaje de vuelta ni para nada más.
En las noches de parranda que organizaba Miguel, siempre había pagado él, desde el primer día en que los dos salieron juntos. Eran como hermanos, y Miguel tenía dinero y Víctor no, y eso ya no se discutía. Por costumbre, Víctor nunca se preocupaba de llevar mucho dinero encima. El día anterior, había pagado unas cuantas cosas, copas, algún capricho para Carmen, y los honorarios para acostarse con ella, porque ella estaba empeñada en convencerle de que era una profesional y las profesionales cobran por adelantado; y cuando se le acabó el dinero continuó siendo Miguel quien subvencionaba la comida y la bebida con billetes y más billetes que salían de un bolsillo que parecía no tener fondo. Cuando su amigo desapareció, Víctor constató que sus bolsillos sí tenían fondo, un fondo muy palpable y muy vacío.
Desalentado, trató de encontrar una solución.
—Prestadme algo —pidió a las chicas—. Os lo devolveré en cuanto volvamos a Barcelona.
—Ni hablar —replicó Carmen—. Si no tienes dinero, te invitaremos nosotras. Tú déjanos libre esta habitación durante el día y, por la noche, a la hora de cenar, nos repartiremos el botín.
—No —soltó Víctor instintivamente.
Por primera vez, tropezó con aquella mirada de mármol negro, hiriente como un insulto.
—¿No? Si tienes dinero, eres mi cliente y tú mandas pero, si no lo tienes, como mucho puedes aspirar a ser mi chulo. Yo trabajo, yo gano, nosotras ganamos y nosotras te damos tu parte, y todos felices. A ver si así te convences de una vez de que soy una puta.
Se reían mientras hablaban así. Incluso Víctor se reía. Como si fuera una broma, la típica grosería que caracteriza a las fulanas. Jajá, si no pasa nada, anda, vete a dar una vuelta, guapo, que yo te soluciono la vida.
Víctor estuvo a punto de estallar. Posiblemente, era eso lo que ella buscaba. Se vengaba por haber sido tratada como una puta, escupía a la cara del putero como todas las putas del mundo han querido hacer alguna vez en su vida. Tan orgullosa y despótica que ahora él era el humillado. Víctor quisiera haberle gritado que se metiera su dinero en el culo, que él no necesitaba que lo mantuviera una mujer, y mucho menos una fulana, y mucho menos permitiría que le hablara con tanta insolencia. Podía ir a Correos y pedirle a Fráter o a Teri que le pusieran un giro. Pero los ojos despiadados le estaban diciendo que, si no aceptaba las condiciones, no volvería a ver a aquella mujer nunca más. Se sintió víctima de una injusticia. Él nunca había tratado a una mujer, puta o no, con tanta desconsideración y desprecio. No se merecía nada semejante.
Lola Caraqueso trataba de relajar la tensión:
—Jolines, Carmen, qué cosas tienes.
Víctor se vistió y, cuando iba a salir a la calle, Carmen le ofreció unos billetes, los mismos que él le había dado la noche anterior.
—Un préstamo —le dijo. Y sonrió afectuosa—. Por favor.
Víctor los aceptó, como una gran afrenta, y se perdió por Madrid, cabizbajo y con las manos en los bolsillos vacíos. Deambuló por calles desconocidas de una ciudad desconocida, donde recordaba que había una mujer gorda que vendía cañamones en la acera, «¡La cañamonera! ¡Cañamones!», y el mielero, «¡Miel de la Alcarria!», y una joven hermosa y desamparada que recitaba con una cadencia lánguida: «Azafrán de la Mancha, azafrán manchego, azafrán manchego, azafrán de la Mancha», que luego, siempre que oía hablar de la zarzuela La rosa del azafrán, recordó a la muchacha que tenía tan poca convicción mercantil. Pasó por la plaza de Neptuno, y vio el Hotel Palace, y la calle de Alcalá, donde se alineaban anacrónicas calesas con cocheros de sombrero de copa charolado, y había también un ciego que cantaba de manera lastimera. Entró a comer en cualquier parte y comió cualquier cosa, probablemente callos. Y bebió. Sobre todo, bebió. Probablemente, vino de Toro. Luego, un poco ajumao, se metió en un cine. Vio una película titulada Scarface, el terror del hampa (pronúnciese «Escarfase»), donde Paul Muni interpretaba a un gángster llamado Tony Camonte que todo el mundo sabía que, en realidad, era Al Capone. «Pienso ir hasta el final», decía Paul Muni. «Sólo hay una ley: hazlo primero, hazlo tú mismo y continúa haciéndolo». Junto a él, George Raft no paraba de lanzar una moneda al aire y la atrapaba de un manotazo. Desde aquel día, la furia y el atractivo de Carmen se confundían con las imágenes de aquella rubia platino tan elegante y perversa y del gángster odioso con los ojos chispeantes. Soñaba una Carmen desdeñosa, sinuosa, hipnótica como una serpiente, venenosa, divina, diosa omnímoda, todopoderosa, adorable por terrible.
Se dijo y se repitió que no tenía por qué volver a la pensión de la calle de la Ballesta, que Fraternal podía ponerle un giro desde Barcelona, que podía regresar por su cuenta, que no debía volver a ver a Carmen ni a la Caraqueso. Pero a la hora convenida estaba otra vez en la habitación. Porque nunca había conocido a ninguna mujer como aquélla, porque no quería dejarla perder. Porque echarla de su vida sería como renunciar al mayor de los tesoros que le ofrecería jamás el destino. Si se alejaba de ella, se arrepentiría durante el resto de su existencia. Recordó algo que había dicho alguna vez su padre: «Sólo te arrepientes de lo que no has hecho». Y, cuarenta años después, se detenía en una esquina de la calle de Balmes, cansado ya de tanto hablar y de tanto caminar, me agarraba del brazo y se contradecía:
—Eso es una tontería, claro. Uno se arrepiente de lo que no hizo, por lo que pudo ser y no fue, pero también se arrepiente de lo que hizo, incluso de aquello que repetiría inevitablemente. Lo que ocurre es que la vida, a veces, simplemente te obliga a arrepentirte de haber vivido.
—¿Quieres decir que Carmen fue una mala experiencia?
—La mejor experiencia de mi vida. Pero una experiencia tan tremenda, tan arrasadora, tan enloquecedora, que creo que no estaba preparado para ella. Junto a Carmen, me sentía superado, aplastado, vencido. Fue como encontrarse en medio de un terremoto, o de una violenta tempestad navegando en una cáscara de nuez. Algo inevitable y espantoso pero, a la vez, único y exultante. El momento en que más ganas tienes de vivir, en que más valoras la vida y la sensatez, segundos antes de volverte loco.