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El viernes, 5 de octubre de 1934, un grupo de muchachos irrumpió en los Grandes Almacenes El Siglo de la calle de Pelayo y obligó a todos los dependientes y empleados, mi padre incluido, a dejar su trabajo y salir a la calle. Allí, pudieron ver que una gran multitud alborotaba la ciudad y unos piquetes armados con Winchesters forzaban el cierre de todos los comercios.

Mi padre se fue a casa para apiñarse con su familia. A mi abuelo, que circulaba con su taxi conduciendo a un cliente a la estación de Francia, lo detuvieron en plena calle y le obligaron a dejar coche y cliente allí mismo, en Trafalgar junto a la plaza de Cataluña, bajo la amenaza de destrozarle el automóvil si insistía en continuar la carrera. Nadie cerró el bar de los Luys, sobre todo porque no tenía puertas pero también porque estaba en la calle de Robador y porque normalmente los piquetes anarquistas preferían mantener abiertas las tabernas por si les venía sed a media jornada. Pero Víctor y sus hermanos se quedaron allí, alerta y pendientes de la radio.

De Miguel no hubo la menor noticia durante los tres días que siguieron. La radio les informó de lo que ocurría. Primero, el president Companys hizo un par de discursos en que venía a decir que la situación general de España era inquietante, pero que no pasaba nada, lo que fue interpretado por la ciudadanía como que estaba sucediendo algo muy gordo. Quienes entraban y salían del bar Luys traían rumores más o menos fiables. Que cuatro destructores y un crucero acababan de atracar en el muelle de San Bertrán. Que habían llegado al aeródromo civil del Prat escuadrillas de aviones dispuestos a bombardear la ciudad. Que detrás de todo aquello estaba el Comité Ejecutivo del Komintern.

Y, como remate, la radio difundiendo la voz serena de Lluís Companys cuando proclamaba, como ya había hecho Macià tres años antes, «pero ahora en serio», el Estat Català y la independencia de Cataluña dentro de un estado federal.

—… En nom del poble de Catalunya proclamo l’Estat Català, que amb tota la cordialitat procurarem integrar a la Federació de Repúbliques Ibèriques. Queda, des d’aquests moments, format el govern de la República Catalana… Esperem que vosaltres estareu disposats, com tots nosaltres, a morir per Catalunya i per la República. Seny, poble català, que la victòria és nostra. Visca Catalunya! Visca la República!

Mi padre en casa, con Elena y Tomasín, subía continuamente a casa de la vecina que tenía teléfono para comunicarse con el abuelo Alberto, que también tenía.

—¿Cómo estáis? —«Bien, ¿y vosotros?»—. ¿Y la señora Llusieta? —«Arriba. Pasando el rosario con Cándido».

La radio transmitía que se había establecido el comunismo libertario en toda la cuenca minera asturiana. El sábado 6 de octubre, mi padre se fue a dormir convencido de que estaba a punto de estallar una guerra civil. «Fue como un ensayo general para el 18 de julio del 36», decía años después. El Gobierno de Madrid no iba a permitir la secesión. En el resto de España hablaban pestes de los catalanes pero, curiosamente, nunca les iban a permitir que se fueran de su lado.

Y, sobre la una de la madrugada, en el silencio de la noche, tronaron los cañones en la plaza de la República. El general Batet había plantado una batería de artillería ante el palacio de la Generalitat y había dado orden de disparar.

En seguida se precipitó la capitulación del presidente de la Generalitat y de sus consellers. Los escamots de Miquel Badía escandalizaron con su ausencia. ¿Dónde estaba el ejército de Cataluña?

Se decretó el estado de guerra. Detuvieron y encarcelaron a Lluís Companys.

El martes 9, mi padre no pudo contenerse más y se trasladó al bar Luys, para reunirse con Víctor. Le sorprendió y alegró ver que allí estaba también Miguel. Se abrazaron, se contaron el miedo que habían pasado y, como siempre que se reunía el Trío del Pompeya, terminaron riendo.

—Hoy tengo dinero, amigos —notificó Miguel, trascendente—. Os ruego que me acompañéis esta noche en una juerga que tiene que ser histórica —mi padre iba a poner alguna objeción—: Nada de objeciones, Fueye, por favor. Hoy no estás casado. Telefonea a tu mujer, o telefonea a tu vecina, o al tabernero de abajo, para que le digan a tu mujer que esta noche vas a llegar tarde. O que no vas a llegar —le puso la mano en el brazo, casi como una súplica—: Es muy importante para mí.

Miguel llevó a Víctor y a mi padre a cenar a un restaurante llamado el Continental. Tomaron crema de volaille, medallones de filete a la mascota, langosta en salsa tártara y melocotones melba. Vino blanco, vino tinto y champagne para rematar. Y, a la hora del brindis, Miguel levantó su copa y dijo:

—Queridos amigos, esto es una despedida.

—¿Una despedida?

—Bebamos. Será una ausencia corta. Necesaria pero corta. Pronto volveremos a la normalidad.

Más tarde, tuvo que explicarse, claro está.

—Estoy desengañado de este país —dijo tratando de aligerar el tono amargo que lo abatía—. Me he comprometido demasiado y esto ya me da asco. Teníamos ilusiones por arreglar la policía, por normalizar las relaciones entre la policía y los ciudadanos, conseguir que la policía tratara a los anarquistas como a personas. Y me he encontrado con que la policía continúa torturando, que los nacionalistas como Miquel Badía son tan o más fascistas que los otros. La República tenía que velar por los obreros, ¿verdad? Pues ya oísteis a Companys pidiéndoles públicamente serenidad, paciencia y disciplina, y diciendo que el paro era un problema de orden público, un asunto policial, como si estuviese hablando de criminales. Miquel Badía ha sido uno de los principales organizadores de esta declaración de independencia, ¿y dónde está? ¿Lo han detenido? No: se ha largado al extranjero, dicen que ya tenía pasaje para un transatlántico que a estas horas lo lleva a Colombia. ¿Y dónde está el ejército catalán que llevaba años formando? No salieron de sus casas. Y la izquierda, en lugar de pactar y fortalecer sus vínculos para detener el avance de todos los fascismos, no hace más que dividirse. Los libertarios han olvidado quiénes son sus enemigos. Ya no son los burgueses. Han decidido que sus enemigos son los comunistas y los socialistas y gastan todas sus fuerzas en enfrentarse a ellos. Incluso los mismos anarquistas se dividen y se enfrentan entre sí, la CNT y la FAI, los comités regionales acaban sus reuniones a bofetadas… Es desalentador. Estoy muy decepcionado. Necesito un respiro.

Para buscar ese respiro, decidieron trasladarse a la calle del Cid, donde estaban La Criolla y Ca’l Sagristà, unos antros de perdición en lo más profundo de los barrios bajos.

En ese momento, mi padre se despidió. Se debía a su familia. Estaba casado, dijera lo que dijera Miguel.

Se dio un fuerte abrazo con su amigo. Tuvo la sensación de que pasaría mucho tiempo antes de volver a verlo. Incluso se le ocurrió en aquel momento que no volvería a verlo nunca más. Y, mientras regresaba a su casa, con la digestión pesada y tambaleándose por efecto del alcohol, se arrepintió de no haber continuado la gresca. Lo ahuyentaba la seguridad de que el siguiente paso sería el trámite obligado de ir a conocer señoritas y quería demasiado a Elena como para poder permitírselo.

Víctor y Miguel bajaron por la calle de Perecamps, hacia el reclamo de un rótulo de neón rojo que disfrazaba de infierno al callejón y que proclamaba que allí estaba La Criolla. Un gentío llenaba aceras y calzada formando un auténtico tumulto. Marineros, soldados, pordioseros, borrachos, una pareja que se permitía más de lo permisible en las sombras, hedores repugnantes, vendedores de grifa, de cocaína, de morfina, el que vomitaba, el enfurecido, el que pretendía cantar mal un aria de ópera para hacerse el gracioso.

Un portero con levita verde y gorra de almirante les permitió el paso y, en el interior del local, los recibió la música enloquecida de una jazz band compuesta por músicos intelectuales con gafas de carey. Interpretaban un fox trot y la concurrencia tenía que vociferar para hacerse oír. Un ejército de mujeres de todas las edades se alquilaba para bailar.

Dos chicas habían entrado en el hervidero al mismo tiempo que ellos. Una tenía el cabello muy negro, en media melena hasta los hombros, con las puntas hacia dentro. Vestido color crema, con chaqueta, y un rojo collar de coral. La otra era rubia, llevaba el pelo corto y rizado y un vestido de colores estridentes. Miguel le dio un codazo a Víctor en cuanto las vio, con actitud depredadora.

—La morena para mí —vociferó al oído de su amigo.

Pero Víctor dijo:

—No.

Muy tajante. Por primera vez desde que recordaban. Normalmente, Miguel elegía y Víctor se conformaba con el resto, porque con todas se entendía, a cualquiera era capaz de encontrar encantos. Pero aquel día dijo «No». Miguel se volvió para mirarle desconcertado, como un general ante la desobediencia del recluta, y —en palabras de Víctor— «debió de percatarse de mi transfiguración».

—Mis ojos se cruzaron con la mirada de aquella mujer, firme como el pedernal y negra y brillante como el azabache, y experimenté físicamente un cambio en mi vida, como si acabara de entrar en otra dimensión. El mundo en que habitaba aquella morenaza no podía ser el mismo que yo había conocido toda mi vida. Carmen y yo estábamos predestinados, la una para el uno, el uno contra la otra. Fue muy impresionante para Miguel, incluso diría que emocionante para alguien tan propenso a la emoción, se lo vi en la cara. Rebotó en mi «no», se replegó y se resignó a la rubia.

—¿Cómo te llamas?

—Carmen.

—Yo, Víctor.

Curiosamente, ni Víctor ni mi padre pudieron recordar inmediatamente el nombre de la rubia rizada. «Sí, hombre, ¿cómo era?», «Era algo así como…», «Lo tengo en la punta de la lengua». Decía mi padre haciendo gala de aquel sentido del humor que había mantenido oculto durante mis primeros treinta y un años de vida:

—Tenía cara de queso. Yo no sé exactamente cómo describir una cara de queso, pero una vez, en Alemania, conocí a una chica que tenía una cara parecida y todo el mundo decía que era cara de queso. Incluso la llamaban «Caraqueso», algo así como Käsekopf. Piel muy pálida, casi amarillenta, óvalo redondo, mofletes, sensación de blandura…

—Sí, sí, muy bien. Caraqueso. ¿Pero cómo se llamaba?

Tuvieron que pasar un par de días antes de que mi padre exclamara:

—¡Lolita! Se llamaba Lolita, Lola, Loles, Dolores, que a veces se hacía llamar Doles, o Doly, o Dolly, pronunciando la elle, como muñeca en inglés. Doll, Dolly, Doly, Doles, Loles, Dolores, Lolita, Lola…

—Coño, mira que tenía nombres y no nos acordábamos de ninguno.

Con eso está dicho todo.