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Entre los papeles de Miguel Jinete, encontré una carpeta titulada «Progreso Hoy». En ella, se relata una versión épica, fantasiosa y distanciada de la creación y actividades de la célula libertaria. Según ella, el fundador, ideólogo y organizador es «un oscuro tipo de la metalurgia llamado Córdoba y presuntamente vinculado al “mítico hombre de la gabardina gris”». En esa carpeta guardaba recortes de periódico alusivos a diversos atracos perpetrados entre 1924 y 1930, que dan a entender que la pandilla del bar El Tranvía se había cansado de estar en letargo y, al llegar la dictadura, tomó la determinación de echarse a la calle para comportarse como anarquistas de verdad. Dejaron de ser un durmiente grupo de afinidad para convertirse en un grupo de acción. Anarquistas de los que asaltaban cualquier sitio donde hubiera dinero, desde entidades bancarias hasta taquillas de cines para «animar a otros obreros en paro a deshacerse del espíritu servil», y convertían los asaltos en mítines didácticos.

—Somos como Robín de los Bosques. Robamos a los ricos pero no para dárselo a los pobres, sino para que los pobres aprendan de una vez qué es lo que tienen que hacer. Hay que entrar en los bancos con pistola igual como otros entran con un cheque. Es exactamente lo mismo.

Miguel se encargaba de que Juliol se enterase de estas acciones, y así se ganaba su admiración y la de libertarios próximos y se propagaba la leyenda de un mítico Jinete que, pistola en mano, iba labrando y sembrando las semillas de la revolución. Deslumbraba a su viejo maestro con secretos que demostraban que estaba conectado con redes muy bien organizadas e informadas. Contaba que, por el asesinato del Noi del Sucre, Inocencio Feced y sus amigos habían cobrado veinticinco mil pesetas que pagó un tal Muntadas, de la España Industrial. Y Juliol se lo creía todo porque Miguel era su representante en el mundo exterior, el que realizaba todo aquello que él predicaba pero era incapaz de llevar a término.

Luego, Miguel salía del Centro Libertario del Poblenou para irse, por ejemplo, al Grill Room de la calle de Escudellers y tomarse media docena de ostras, un vermut italiano o un par de whiskies en compañía de algún mandamás de la policía.

Por aquel entonces, pertenecía a la Brigada Especializada en Anarquismo y Sindicalismo, donde lo había metido el señor Hernández Maullos, el primer jefe superior de policía de la dictadura.

—El general Martínez Anido me ha hablado muy bien de usted —le comentó el primer día en que se vieron, como si quisiera presumir de amistades influyentes.

—Entonces, ya sabrá cómo trabajo —le dijo Miguel—. Estoy infiltrado en todos los ambientes anarquistas. Me aceptan porque Miguel Jinete es un mito. Se cuenta que he matado a muchos empresarios, a muchos policías, que he cometido muchos atracos y atentados. Me admiran y por eso obtengo mucha información —se escudaba en aquella gruesa carpeta repleta de todas las detenciones realizadas gracias a él en la época de Arlegui. El jefe superior contemplaba aquel historial con sonrisa tenue y lo miraba mansamente por encima de los quevedos—. En Jefatura, soy Córdoba, el inspector Manolo Córdoba Colom. Y ya le advierto que vamos a dar unos cuantos golpes —el otro frunció el rostro levemente, como si temiera oír un ruido estrepitoso de un momento a otro—. Algunos bancos. Nada. No habrá sangre si no intervienen policías. Con eso ganaré prestigio y creo que conseguiré llegar a una fábrica de explosivos que me han dicho que hay por Hospitalet.

Con la posibilidad de desmantelar una fábrica de explosivos, siempre conseguía lo que pedía. Tanto con ese primer jefe superior como con el que le sucedió, que se llama Tenorio, como don Juan.

En aquellos años Barcelona estaba en ebullición. Con vistas a la próxima Exposición Universal que había de inaugurarse en 1929, se estaban haciendo obras por todas partes. Se construía el gran complejo arquitectónico de Montjuïc, desde la plaza de España hasta lo alto del monte, se terminaron de construir el edificio de Correos y la estación de Francia, y el edificio de Telefónica de la plaza de Cataluña, considerado el primer rascacielos barcelonés; se sustituyó definitivamente la iluminación de gas por la eléctrica, se inauguró el aeródromo del Prat, se soterró el ferrocarril de Sarriá que había matado a tantos imprudentes, y se hizo llegar la línea de metro hasta Sants. La ciudad se expandía en todas direcciones. Todo ello favoreció que se incrementara la población de la ciudad en miles y miles de inmigrantes que venían a trabajar tanto con pico y pala por las calles como con pluma y tintero en los cientos de oficinas, delegaciones, comités y agencias que se necesitaron para llevar a cabo aquel monumental acontecimiento. A mi padre lo fueron a buscar desde el ayuntamiento porque hablaba correctamente el inglés y el francés y, con permiso de la directiva de El Siglo, estuvo trabajando, desde mediados del 28 hasta mediados del 29, en las oficinas de recepción de autoridades.

Con tanto jornalero ansioso por ganar dinero, probablemente decepcionado porque la vida no era tan fácil en Cataluña como se lo habían pintado y presa fácil de las teorías libertarias, las autoridades tenían mucho miedo de que se incrementaran las actividades delictivas, incluso se contemplaba seriamente la posibilidad de un atentado contra el rey en la inauguración. Por tanto, la brigada de Miguel Jinete estaba constantemente en pie de guerra y se le permitía cualquier método que pareciera efectivo. Por lo visto, el amigo de mi padre era uno de los pocos policías imaginativos del cuerpo y eso era muy valorado en aquellos momentos.

Y llegaron con sus tangos a Barcelona los inolvidables Irusta, Fugazot y Demare en 1927, y Carlos Gardel continuó aquí hasta el 28, y aquéllos fueron los años de Caminito, Un tropezón (cualquiera da en la vida), A la luz del candil, Barrio reo, Esta noche me emborracho, tan cruel: Sola, fané y descangayada, la vi esta madrugada al salir de un cabaré… Y el cine ya era sonoro y a mi padre le gustaba Greta Garbo, Víctor estaba enamorado de Gloria Swanson, Miguel era un adorador de Clara Bow y la señora Llusieta estuvo un día entero llorando y de luto cuando leyó que se había muerto Rodolfo Valentino.

Fueron recuerdos risueños y apacibles para mi padre que era muy feliz con Elena y veía crecer con orgullo a un Tomasín vestido de marinerito y, de vez en cuando, se permitía algunas juergas con sus amigos del alma.

Y, un día, Primo de Rivera dejó el gobierno para dar paso a lo que se dio en llamar la «Dictablanda» y, por fin, se celebraron las elecciones del 12 de abril de 1931 y, como dijo el presidente del gobierno, señor Aznar, el país que se fue a dormir monárquico se despertó republicano. Un país tradicionalmente católico de pronto fue laico y disolvió la Compañía de Jesús, y, en medio de una euforia explosiva, se legalizó el divorcio y se concedió el voto a la mujer, y a las calles salieron los defensores del nudismo y del esperanto, y las jovencitas llevaban en el pelo adornos con los colores republicanos, y los hombres, tirantes con los colores republicanos. Y Francesc Macià salió al balcón de la Generalitat, en la plaza que en adelante se llamó de la República, para proclamar el Estat Català y la República Catalana por un rato. Hasta que llegaron los ministros de Madrid y le hicieron entrar en razón.

A mi padre no le gustaba hablar de la política de aquella época. Cuando le pregunté, se reiteró como burgués vocacional, dedicado en cuerpo y alma a su mujer, su hijo, su trabajo y sus amigos, alejado de una familia crispada por un Cándido demasiado intolerante y medroso, y contertulio silencioso en el bar del Centro Libertario del Poblenou, donde Juliol les transmitía la versión anarquista de lo que estaba sucediendo.

—¿República de trabajadores? —decía cada vez más intransigente a sus cincuenta y dos años—. ¿Dónde están los trabajadores? Desde luego, en el gobierno, no. En el gobierno están los mismos chupatintas de siempre, mercachifles del blablablá, mucha palabrería con chistera y con levita. A nadie se le ha ocurrido depurar al ejército, que son los de siempre y siempre están a punto para sacar el sable y, si no, ya visteis cómo pusieron firmes a Macià cuando hizo el ridículo proclamando la república catalana. ¿Y la Iglesia? Han cerrado los colegios de los jesuitas para quedar bien pero yo, por la calle, todavía veo cuervos de negro, siniestros y fanáticos. ¿Y dónde está el reparto de las tierras? ¿Y cómo no estamos fusilando a los aristócratas, y a los terratenientes? ¿Tú has oído que hayamos ejecutado a algún cacique? Pues yo tampoco.

»Y en Cataluña las cosas están peor que en el resto de España. En Madrid están quemando iglesias y aquí, en cambio, tan tranquilos. Dicen que esto es el oasis catalán. Qué bien está eso. El oasis catalán. Rodeados de desolación y muerte y nosotros tan contentos, remojándonos los pies en un charco. Ésta no es nuestra República. Esto es un espejismo, este puto oasis catalán del que todo el mundo está tan orgulloso, una ilusión de prestidigitación que nos impide lanzarnos a la lucha armada e imponer el comunismo libertario de una vez por todas.

»¿Habéis oído hablar de la detención gubernativa? ¿Sabéis lo que es la detención gubernativa? Pues que te pueden meter en la trena durante dos semanas, si quieren, sin darte explicaciones. Basta con que resultes sospechoso… Sospechoso, ¿qué quiere decir sospechoso? De repente, te pueden acusar de cooperación moral. De cooperación moral, ¿pero qué es eso?

Mi padre describía a los políticos como imprudentes estúpidos que hacían juegos malabares con botellas de nitroglicerina, empezando por Primo de Rivera que, cuando se cansó de jugar a los soldaditos, se largó sin más, dejando al país empantanado, hasta Alfonso XIII que, como un niño malcriado, se enfurruñó al ver que el pueblo no lo quería y dimitió de rey y se fue también dando un portazo. Y de los izquierdistas que tomaron el poder, mi padre opinaba que eran unos alegres descerebrados que, en algún momento, llegaron a creer que los ricos de toda la vida iban a empezar a repartir sus riquezas entre todos.

De vez en cuando, en la tertulia del Centro Libertario, Juliol fulminaba a mi padre con una mirada que recriminaba su traje, su sombrero y su pulcritud, y le preguntaba, provocador:

—¿Y tú qué piensas?

Mi padre respondía que la riqueza estaba muy mal repartida, que no podía ser que hubiera ricos tan ricos y pobres tan pobres y que había que hacer algo al respecto y cuanto antes.

—Y cuando hagamos algo al respecto —le soltó Juliol una vez—, ¿qué pasará contigo?

—Yo estaré siempre del lado de los buenos —replicó mi padre.

Juliol fingió que se daba por satisfecho y, con un asentimiento, le permitió continuar presente en la reunión.

Los nuevos organizadores de la policía consideraron que era inaceptable que en la nueva República existiera una Brigada especializada en Anarquismo y Sindicalismo, de manera que le cambiaron el nombre. De un día para otro, Miguel Jinete pasó a pertenecer a la Brigada de Investigación Social. Y con el recién nombrado jefe superior de policía trató de repetir la escena de siempre:

—… En Jefatura, soy el inspector de segunda clase Manuel Córdoba Colom. Ése es mi método de trabajo.

—Pero no es mi método de trabajo —le replicó el jefe—. Si usted quiere ser policía, será un policía como los demás. Todos iguales. Si se llama Miguel Jinete, se llamará Miguel Jinete. Sin privilegios. Sin subterfugios. No soy partidario de tejemanejes.

Miguel recogió su historial antianarquista y calló.

«Tarde o temprano, lo serás».

Pero pronto ya no podría disimular que era policía y se le planteó el problema de comunicarlo al mundo.

—¿Sabéis qué? —les dijo a Víctor y a mi padre, una noche memorable en el Pingouin—. He decidido interesarme por la política y ponerme al servicio de la República. No quiero seguir toda mi vida con los brazos cruzados.

Sus amigos creyeron que había bebido de más.

El Pingouin era un bar nuevo que se había puesto de moda en la calle de Escudellers, muy cerca de la Bombonera, con divanes de terciopelo color Burdeos y una gramola con sordina que difundía melodías lánguidas.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Víctor, dispuesto a escuchar una de las tonterías con que amenizaban las noches de juerga.

—Quiero hacer el papel de puente entre los anarquistas y el gobierno civil.

—¿Estás hablando en serio?

—Tengo amigos próximos a la policía, y sé que desconfían de los anarquistas y sindicalistas, y yo, como sabéis, también tengo contactos con la CNT. ¿Por qué no intentar una reconciliación?

—¿Quieres trabajar con la policía?

—¡Claro! ¿Por qué no?

El día en que mostré a mi padre y a Víctor los documentos que certificaban que, cuando les contó aquello, su amigo ya era policía desde hacía diez años, se quedaron asombrados y sin palabras y recordaban el momento entre risas admirativas. Mi padre cabeceaba y no dejaba de repetir que él nunca se había enterado de nada.

—¡Claro! ¿Por qué no? —exclamó Miguel—. Una sociedad republicana debe tener una policía republicana, que quiere decir honrada, íntegra, respetuosa con los ciudadanos. Han creado la Guardia de Asalto, policías motorizados, policías modernos que ya no pegan con el sable sino con una porra de goma cubierta de cuero, mucho más civilizado. Han renovado a toda la cúpula de mando. Hay que romper definitivamente con la policía de la monarquía y la dictadura —«Qué cinismo», comentaba mi padre cuarenta años después, al recordar. Víctor decía «Qué payaso»—. Y, si se lo dejamos a ellos, serán los bofias de siempre con los métodos de siempre. ¿No os parece conveniente que alguien tienda un puente entre la policía y los anarquistas?

Convencer a Víctor y a mi padre no le resultó muy difícil. En el fondo (creían que) les daba igual a qué se dedicara su amigo el carbonero mientras continuara yendo con ellos de copas. Lo realmente difícil sería contárselo a Juliol.

Mi padre había comentado automáticamente: «A ver qué dice Juliol cuando se lo cuentes», y, al parecer, aquél fue un compromiso sin réplica para el siguiente encuentro con el viejo anarquista.

Recordaban perfectamente aquella tarde de domingo en que, después de haber reparado la resaca del sábado en el cine Urquinaona, disfrutando de la deliciosa Jeanette MacDonald en Náufragos del amor, arrastraron los pies hasta el Centro Libertario del Poblenou, sin ganas de llegar. Tenían claro que aquél iba a ser el día de la gran revelación.

Juliol había bebido lo bastante como para lanzarse a uno de sus magistrales discursos didácticos y tardó un rato en cederles la palabra. Antes, había querido dejar claro que aquella República no era lo que los anarquistas querían.

—… Todavía no habían pasado cinco meses desde la proclamación de la República y ya sacaron muerto a un compañero cenetista de las mazmorras de Vía Layetana. Lo traen los periódicos: anteayer, un guardia de asalto detuvo a un obrero porque le estaba mirando con cara rara. Con cara rara. Aporrearon a dos transeúntes porque dijo la Guardia Civil que se habían burlado de un burgués en bicicleta. ¿Y la Brigada de la Represión de la Venta Ambulante? Una excusa para meter en el calabozo y pegar palizas a los «mendigos y gente maleante».

Mi padre y Víctor miraban a Miguel, con socarronería, como haciéndole entender que pronto debería tomar la palabra. Miguel no sabía dónde mirar.

—… Ni siquiera han terminado con la ley de fugas. Iba una cuerda de presos por el paseo de Isabel II, a plena luz del día, y los guardias que la conducían mataron a tres de los detenidos e hirieron a otros cinco. ¿Y el otro día, que el motor de un coche se tiró un pedo de ésos que meten y, al oír la explosión, unos guardias de asalto se liaron a tiros y mataron a un vigilante?

Por fin, Miguel frunció el ceño para indicarles a los otros dos que le dejaran a él. Suspiró y tomó aliento como si se dispusiera a dar un gran salto. Pero Juliol todavía tenía cosas que decir y optó por continuar escuchando respetuosamente.

—Las armas de la policía están al servicio de los parásitos burgueses y, por tanto, son enemigas de los obreros —y Juliol hizo un alto y dijo—: Bueno, y vosotros qué, ¿qué me contáis?

Víctor y mi padre miraron a su azorado amigo.

—Éste, que…

Y Miguel replicó:

—¿Éste qué? ¿Qué? Éste nada. Que no hacen más que reírse de mí, hombre. Tengo mis secretos, y ellos se ríen. Todo el mundo tiene sus secretos, y los amigos que los saben se tienen que callar, o son unos cabrones.

—¿Qué secretos son ésos?

—Si se cuentan —dijo Miguel—, ya no son secretos —y añadió—: Nada, cosas de faldas. Que se creen que me he echado novia, y no es así.

Y, con una ojeada, dejó sentado que no pensaba revelar su secreto a Juliol. Y sus amigos, como amigos que eran, callaron.