Mi padre seguía fiel al principio de que hay que celebrarlo absolutamente todo y su biografía de aquella época es una larga sucesión de celebraciones. Celebraron onomásticas y cumpleaños, y fiestas mayores, y las Navidades y Nocheviejas, y celebraron el regreso de Víctor de África sano y salvo, y celebraron la toma de posesión de su puesto de trabajo tras el mostrador del bar Luys de la calle de Robador, y celebraron la boda de mi padre con Elena, y celebraron la ampliación del negocio de mi abuelo Alberto en el garaje de la calle de Entenza, y celebraron los primeros votos de mi tío Ernesto, y celebraron la inauguración del metro y el gran éxito de la Exposición Universal de 1929, y las elecciones democráticas y la proclamación de la República de 1931, y la proclamación del Estat Català en el 34. Siempre los tres amigos juntos de nuevo, bebiendo champán, llorando de risa, tambaleándose abrazados, felices, otra vez el Trío del Pompeya.
Escuchando a mi padre, diría que el golpe de estado de Primo de Rivera y la dictadura subsiguiente lo sobrevoló sin rozarlo siquiera. No dio ninguna importacia al hecho de que, de repente, se truncara el optimismo de Juliol que empezó a hablar del regreso de los militares como la peor de las catástrofes. Decía, con aspavientos de profeta iluminado:
—En Italia, la opereta de Mussolini. Ahora, aquí, la zarzuela española. Y, pronto, Alemania, ¡no perdáis de vista Alemania, que vendrá con una ópera wagneriana en cinco actos!
Pero ésa era la única queja. La mayoría de los ciudadanos daba la razón a los partidarios del puñetazo en la mesa y el sable desenvainado porque lo cierto fue que, con la dictadura, callaron las pistolas en la calle y disminuyó el número de muertos y heridos en las páginas de los periódicos, e incluso el ejército derrotó a Abd el-Krim y acabó de una vez con aquella guerra de Marruecos que parecía interminable. Mi padre estaba convencido de que la policía, mejor pagada que antes, en consecuencia sería menos corrupta. Y el que mejor podría haberle ilustrado sobre lo que en realidad pasaba, que era Miguel Jinete, no le confesó que era policía muy bien considerado en el Gobierno Civil como experto en anarquistas, sindicalistas y revolucionarios en general. Para mi padre, Miguel se dedicaba a unos negocios a los que siempre aludía superficialmente y que resolvía en un pequeño despacho ubicado en la parte baja de las Ramblas, en el pasaje de la Banca, donde ahora se encuentra el Museo de Cera. Mi padre tuvo que esperar más de cincuenta años para enterarse de que, además de pertenecer a la policía secreta, su amigo Miguel, tan generoso y dinámico, era dueño de un burdel, traficaba con armas y dirigía una banda de libertarios que atracaban bancos.
El aperitivo de las celebraciones fue la fiesta de bienvenida que le dieron a Víctor en su propio bar Luys de la calle de Robador, calle estrecha especializada en casas de gomas iluminadas en rojo y azul, individuas callejeras que parecían cansadas de vivir y prostíbulos baratos que se caían a trozos. Era un local estrecho pero profundo, decorado con azulejos de Valencia, con el mostrador niquelado y la gran nevera a la izquierda y un ensanchamiento al fondo donde cabía una pequeña tarima con piano para que, a partir de las nueve de la noche, un cantante de tangos, una frívola, un barítono y, en ocasiones, un cantaor y una bailaora, deleitaran al personal. Las actuaciones de cada noche estaban escritas con tiza en la pizarra de la puerta. Una de las camareras triunfaba cantando, medio desnuda, un tema muy sensual que decía: «Al Capone pone, pone/ pone cara de rufián…». Se despachaban los chatos a veinticinco céntimos y a cincuenta la caña de cerveza.
Tanto Miguel como mi padre abrazaron a un Víctor rapado y resplandeciente de felicidad, no sólo por haber regresado ileso de África sino también y sobre todo porque sus hermanos habían actuado con sensatez y nadie sospechaba cuál era la procedencia del dinero con que habían levantado aquel negocio. Al brindis añadieron la ceremonia de tirar las llaves del local a la alcantarilla, como símbolo de que sus puertas siempre iban a estar abiertas. (En el año 33, cuando hubo una huelga de camareros, los propietarios tuvieron que cerrar sus bares formando barricadas con mesas y muebles, porque carecían de puertas). Claro que, en aquella segunda ocasión, lo hicieron con llaves falsas porque las auténticas ya habían ido a parar a las cloacas en la inauguración de 1921.
Marisco de todo tipo, fiambres, quesos, platitos con fricandó cocinado por la señora Llusieta en la cocina del bar, y cerveza, vino, champán y cocteles sin límite; si alguien preguntó de dónde salía el dinero para pagar aquel derroche, le dijeron que el negocio funcionaba bastante bien y que un día es un día. La verdad era que el negocio iba bien y casi no habían tenido que echar mano del botín de cientos de miles de pesetas que se escondía en una aparatosa e inviolable caja fuerte del piso de arriba.
Aquel día, allí, Víctor le preguntó a mi padre si tenía consigo el bandoneón y se sorprendió al encontrarse todavía con la mirada esquiva y su resistencia a tocar en público.
—Ven a casa. Por las noches ensayo.
—¿Aún te acuerdas de Aurorita? —susurró Víctor, pasando el brazo sobre los hombros de mi padre. Éste no respondió. Sólo miró para otra parte. Y Víctor zanjó la conversación con un suspiro—: ¿Qué habrá sido de Aurorita?
Los Luys disimularon mal su frustración porque tenían con ellos a un cantante llamado Lalo Valente que actuaba algunas noches en el tablao y había manifestado su deseo de cantar acompañado por el bandoneón del Fueyito. Se maravilló al enterarse de que mi padre había vivido años en Argentina, porque resultó que, a pesar de su acento bonaerense, ni se llamaba Lalo ni Valente ni era argentino, sino canario, y no había cruzado jamás el Atlántico. Él era argentino por vocación, que todo lo había aprendido en los libros, en los discos y en los diarios y que se había fijado el objetivo de triunfar tangueando alguna vez en el Colón o en algún bulín de la calle Corrientes. Se emocionó al saber que mi padre había estudiado solfeo y bandoneón con Ángel Crego, del barrio de San Telmo, y se concentraron en una complicada conversación sobre staccatos y matices pianissimos, y fortissimos legatos sin perder la cuadratura, y risas cuando resultó que los dos eran seguidores de la escuela de Osvaldo Fresedo y Carlo di Sarli. Naturalmente, terminaron hablando del gran Carlos Gardel que, desde enero, estaba triunfando en el teatro Apolo de Madrid y decían que pronto viajaría a Barcelona.
La pelirroja Elena se añadió con entusiasmo a la tertulia milonguera porque, después de una temporada de escuchar los ensayos de mi padre, se había vuelto una incondicional del tango. Las últimas novedades, recién editadas, eran Y todo a media luz, Corrientes, tres, cuatro, ocho, segundo piso ascensor… y Mano a mano. Mi padre confesó que no le gustaba que Elena cantara tangos, pero no se lo podía impedir. Simplemente, le decía que cantaba muy mal.
Fue esa noche cuando Lalo Valente reveló al Trío del Pompeya el tango Confesión que tanto gustó a Miguel.
Fue a conciencia pura
que perdí tu amor…
¡Nada más que por salvarte!
Hoy me odias
y yo feliz,
me arrincono pa’ llorarte…
El recuerdo que tendrás de mí
será horroroso,
me verás siempre golpeándote
como un malvao…
¡Y si supieras, bien,
qué generoso
fue que pagase así
tu buen amor…!
Y mi padre exclamaba, con aquella expresión irónica tan suya:
—Mirá vos, qué piola. La faja a puñadas y luego dice que era por hacerle un bien —y Miguel se retorcía de la risa.
¡Sol de mi vida!…
fui un fracasao
y en mi caída
busqué dejarte a un lao,
porque te quise
tanto… ¡tanto!
que al rodar,
para salvarte
sólo supe
hacerme odiar.
Y aquella noche, allí, en el bar Luys, mi padre por fin se lanzó a contar un chiste que para Víctor sería inolvidable. El del borracho y la farola.
—… Está un borracho agarrado a una farola y la golpea con violencia. Viene otro borracho que le pregunta: «¿Pero qué haces?». Dice el primero: «¡Pues que estoy llamando, estoy llamando a la puerta y no me abren!». Y dice el otro borracho, que llegaba: «Pues tú insiste, que arriba hay luz».
—Ese día supe que nuestro Fueyito ya se había recuperado del bache de Aurorita —comentó Víctor cuando nos reímos del chiste en una de nuestras salidas nocturnas por las Ramblas.
Mi padre comentó cabizbajo y entre dientes, quizá creyendo que no podíamos oírle:
—Nunca me recuperé de aquello, nunca —y no sé si dijo «recuperé» o «recuperaré».
La fiesta del bar Luys se prolongó en la Bombonera, naturalmente. Fue Miguel quien los arrastró a última hora.
—… Que tienes que ir a saludar a Dulce y Bombón, Victorino, coño. Que ya saben que has llegado y, si no vas, se van a enfadar.
—Es curioso —reflexionaba Víctor a sus setenta y cinco años—. Ahora que sé que Miguel era el dueño de la Bombonera, cambia mi visión de aquellas visitas tan frecuentes. Siempre pensé que estaba medio enamorado de Dulce o de Bombón, o de las dos. Pero ahora tengo la sensación de que nos invitaba a su casa. Nunca pudo organizar una farra en el piso asqueroso que había encima de su carbonería y es como si hubiera montado aquella casa de putas para agasajarnos como sabía y podía.
Había ampliado el negocio de la calle d’En Carabassa comprando el piso de arriba y comunicando los dos con una escalera de caracol y había introducido un par de reformas de las que estaba muy orgulloso. Proyección de películas pornográficas en una pequeña sala oscurísima donde, a veces, también se hacían «cuadros artísticos» y, como el gobierno de la dictadura había prohibido el juego, un pequeño casino clandestino con ruleta y mesas de póquer y bacarrá.
Miguel, que todavía no había renunciado a triunfar en el mundo del boxeo, siempre andaba con tiritas de tafetán por la cara. Durante el año 1924, tuvo tres encuentros, en mayo, junio y septiembre, a los cuales tanto mi padre y Víctor como la señora Llusieta y la hermosa y pelirroja Elena fueron a vociferar gritos de estímulo. Ganó el primer combate contra un negro guineano que, según mi padre, boxeaba con tanta habilidad como la señora Llusieta «seguro que no paró de chillar Verge Santíssima a cada guantazo que le pegaste». Víctor opinaba que había elegido a su contrincante para deslumbrarnos. A partir de los comentarios de sus amigos, para los dos combates siguientes buscó rivales de categoría y perdió los dos, en junio por puntos después de recibir una somanta fenomenal y en septiembre por k. o. en el tercer asalto.
—En la fiesta de Nochevieja de 1924, nos confesó que había decidido dejar el noble arte del marqués de Queensberry —dijo mi padre con cierta sorna.
Mi abuelo Alberto, que sabía tanto de estudios sacerdotales como yo, manifestó una vez su deseo de que fuera Ernesto quien casara a mi padre y a Elena. Eso les habría supuesto un noviazgo de diez o doce años porque Ernesto no salió del Seminario Mayor hasta el 33 y no cantó misa hasta dos años después. Quizá como reacción a aquel deseo, o por la insistencia de Elena de que quería dejar la cocina de los Hermanos Marchena, o simplemente porque mi padre ya estaba suficientemente bien situado, se casaron en el 25, a casi dos años de conocerse, en la imponente iglesia basílica de Sant Josep Oriol, en la calle Diputación, y Ernesto no ofició la ceremonia pero al menos ayudó a ella llevando las vinajeras de un lado para otro y haciendo sonar la campanilla en el momento de la consagración. Elena comulgó. Mi padre, no. Más tarde, durante el banquete, que celebraron ocupando la totalidad del restaurante de los Marchena, su hermanastro Cándido, siempre enfurruñado, fue a su encuentro con acrimonia:
—¿Se puede saber por qué no has comulgado? Tu hermano Ernesto está muy triste.
—¿Y por qué no viene a decírmelo él?
—Porque Ernesto es muy bueno.
—Y tú no, ¿verdad?
—No. Yo no. Y, como no lo soy, además te diré que no me gusta nada que hayas traído a tus amigos los anarquistas.
—¿Qué amigos anarquistas?
—Víctor y sus hermanos, Fraternal y los otros, que sólo con los nombres ya pagan. Y ese viejo Juliol, o como se llame.
—Por suerte, es mi boda y no la tuya.
—No. A la mía, no vendrán. Ya te digo yo que no vendrán. Para mí, anarquista y asesino es todo uno.
Mi padre continuaba en los Grandes Almacenes El Siglo y había declinado la oferta de trabajar en el negocio de transportes de su padre para no encontrarse allí con su hermano Cándido, con quien cada vez se enturbiaban más las relaciones. Eso significó un disgusto para mi abuelo Alberto, pero al fin se rindió ante la evidencia de una incompatibilidad casi patológica.
Mi padre, después, fue a hablar con su hermanastro Ernesto.
—Si no he comulgado —le dijo— ha sido por respeto a tu fe y a mí mismo. Me he casado en una iglesia porque a Elena, a padre y a ti os hacía ilusión, pero no creo en todo esto y todos estáis informados de ello. Creo que, si me hubiera tragado ese pedazo de pan fingiendo devoción, habría sido igual que una mentira, un sacrilegio, como si me estuviera riendo tanto de tus creencias como de las mías.
—¿De las tuyas? —sonrió Ernesto con mansedumbre—. Tú no tienes creencias.
Entremeses, Canelones Rossini, Ternera a la moda, Langosta, Poularde asada, Pastel de bodas, Vino de marca, Jerez y Champagne, Café y Cognac. Otra espléndida celebración. En un rincón del restaurante, tocaba un quinteto de músicos amigos de mi padre y los asistentes al convite pudieron bailar el blackbottom y el charlestón como Dios les dio a entender. «¡Madre, cómprame un negro, cómprame un negro para bailar…!». Tangos, no. El tango, según deseo expreso de mi padre, lo menos posible. Sólo cuando Elena lo pedía y Elena pidió sólo un par. Aunque nadie le había contado nada de Aurorita Escolá, ella ya comprendía que algo raro pasaba con el tango y mi padre.
—Y, sobre todo, que Elena no cante ningún tango, porque lo hace fatal.
Sólo un poco. Corrientes, tres, cuatro, ocho, segundo piso ascensor… No mucho más.
Pero cuando Carlos Gardel llegó a Barcelona, en 1925, todos fueron a verle al teatro Goya, donde actuaba. Todos. El Trío del Pompeya y los hermanos de Víctor, y Juliol y la señora Llusieta, y hasta mi abuelo Alberto y la señora Margarita, la madre de los Luys. Y cuentan que mi padre se emocionó y aplaudió a rabiar puesto en pie.
El nuevo matrimonio se vino a vivir a este piso de Gran Vía esquina con Entenza, donde ahora vivo y estoy escribiendo estas páginas. Aunque era lógico que quisieran casa propia, entre otras cosas porque el piso de Borrell era demasiado pequeño, el abuelo Alberto y Cándido vivieron la mudanza como una afrenta, como si mi padre los estuviera enviando al cuerno.
No se trataba de eso pero, por lo visto, en la ceremonia del bautizo del primer hijo de mi padre y Elena, el pequeño Tomás, Tomasín en el recuerdo, volvieron a coincidir los biempensantes parientes próximos y los amigotes pseudoanarquistas del padre de la criatura y se repitieron las caras largas frente a los gestos despectivos, los Cago’n Déu entre dientes pero audibles, las miradas de odio, los cuchicheos rabiosos, y parece que Miguel Jinete, harto, se acercó a Cándido y le endiñó alguna inconveniencia amenazante que dejó mudo al inquisidor aficionado.
Tanto Miguel como Víctor opinaban y le decían a mi padre que la conducta de Cándido únicamente podía explicarse por la envidia. Era un tipo muy mediocre, sabía que era inepto en el negocio de transportes, sin ninguna iniciativa propia, y tenía miedo de ser desbancado por mi padre, mucho más simpático, inteligente y brillante.
Y en estos momentos escribo con orgullo y convicción sobre la simpatía, la inteligencia y brillantez de mi padre en un intento de hacerme perdonar tantos y tantos años de pensar que era gris, aburrido e insignificante.