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No todos los anarquistas querían al Noi del Sucre. Lo admiraban por su capacidad de arrastrar a las masas, eso sí. Nadie podría olvidar su figura poderosa encandilando a un público de veinte mil personas en la plaza de toros de Las Arenas. Era el 19 de marzo de 1919 y se trataba de dar fin a la famosa, multitudinaria y contundente huelga de la Canadiense. La plaza rebosaba de obreros exaltados que manifestaban su desacuerdo con silbidos, gritos, abucheos y pataleos que interrumpieron y apabullaron una y otra vez a los cuatro oradores previos. El quinto que tomó la palabra fue Salvador Seguí, el Noi del Sucre, y éste, a pleno pulmón, sin ayuda de megafonía de ninguna clase, hizo callar a aquel público hostil y consiguió que terminaran votando unánimemente el retorno al trabajo. Nadie movía a las masas como él. Pero muchos, los más idealistas y utópicos, le recriminaban que hubiera caído en la trampa de la política parlamentaria y el diálogo y que se manifestara contrario a los atentados.

—No se puede ser libertario y pactar con la burguesía, como hace él —rezongaba Juliol cuando habían tocado el tema en el bar del Centro—. Ahora anda criticando la Revolución rusa y a Lenin cuando dijo aquello tan brillante de «Libertad, sí. ¿Pero para quién? ¿Para qué?». Dice Salvador Seguí: «¡Libertad para todo el mundo!». ¿Ah, sí? ¿También para los patronos, para que nos exploten a su gusto? Dice Seguí: «Sin libertad se concibe al rebaño, pero no al hombre con sus atributos y dignidades». Y luego habla de la «catástrofe moral que sufre Rusia actualmente» y dice que era «superior a la económica». No se puede meter a todos los hombres en un mismo saco. Seguí es un posibilista, un demagogo, capaz de cualquier cosa para obtener resultados concretos y prácticos ahora mismo.

Era Aurorita Escolá quien, instalada en la trinchera de su ingenuidad, le daba la réplica a Juliol sin apartar la vista.

—Es lo que me gustaría que hicieran todos los políticos —le respondía—. No me interesa que se pierdan en elucubraciones teóricas, sino que consigan cosas prácticas. Seguí apoyó la huelga de la Canadiense, y consiguió la jornada de ocho horas…

—… Hablando —la cortaba Juliol cada vez más exasperado—. Negociando. Pidiendo y cediendo. Y así no se hacen las cosas. Un sindicato implica el diálogo con el patrón, implica el pacto, la creación de intereses… No queremos la jornada de ocho horas sino el advenimiento del comunismo libertario. Cuando nos conceden la jornada de ocho horas, los patronos nos parecen buenos y humanitarios, ¿es que no lo veis? Si, además, nos aumentan el sueldo, ya serán como hermanos. ¡Así nunca llegaremos a la revolución!

—¿Pero tú qué quieres? ¿Que los obreros vivan como esclavos? ¿Tú saldrías en público y les dirías a los obreros que, por el bien de la revolución, es conveniente que los exploten doce horas al día, que estén mal pagados, que pasen hambre, que los atormenten?

—¡Nuestra misión consiste en aniquilar de una vez por todas el capitalismo!

A veces resultaba difícil terminar con discusiones con Juliol y siempre lo dejaban por imposible. Pero decía mi padre que, aunque pensaban distinto, siempre pudieron hablar con él y siempre consideraron que era un maestro y un amigo.

La noche del viernes, 9 de marzo de 1923, Salvador Seguí, su mujer Teresa y su hijo Heleni, de siete años, salieron del teatro Cómico del Paralelo y tomaron un taxi para dirigirse a su domicilio de la calle de Valencia, número 559, entre Dos de Mayo e Independencia. Detrás de ellos, salió un coche en el que viajaban tres hombres, uno de los cuales era Inocencio Feced. Salvador Seguí viajaba delante, con el conductor, y su esposa y su hijo iban detrás. A una discreta señal del taxista, el líder sindicalista se volvió varias veces para hablar con la mujer y el niño y comentar algún detalle de la función que acababan de ver. Había sido una representación benéfica a favor de los compañeros presos. En seguida comprobó que los estaban siguiendo.

Al llegar a su destino, Salvador Seguí se apeó del coche y acompañó a la madre y al hijo hasta el portal. Abrió la puerta, les dijo «ahora subo» y la mujer probablemente preguntaría «¿adónde vas?», pero él no respondió. Cerró el portal y volvió a la calzada. Ahí estaba el coche que los había seguido. Se plantó delante ofreciendo desafiante su oronda, imponente persona. «¡Disparad, cobardes!», les gritó en catalán. Tireu, covards!

No disparon. El conductor pisó el acelerador y se alejó rápidamente de allí.

Salvador Seguí se dirigió al taxista para pagarle y lo encontró mirándole maravillado por su temeridad, boquiabierto, como si estuviera contemplando a un muerto viviente.

—¿Cuánto le debo?

—No. Nada.

A partir de aquel momento, Salvador Seguí era un auténtico muerto viviente, y él lo sabía. Si iban a por él, lo encontrarían, porque el Noi del Sucre era un hombre público, que daba la cara, que decía lo que pensaba y nunca se había escondido. No concebía la posibilidad de encerrarse en un lugar seguro. Tal vez por eso, al día siguiente, sábado, 10 de marzo, al salir de casa después de comer, dio un abrazo especialmente caluroso a su esposa Teresa, y la miró a los ojos con intensidad cuando le dijo:

—Voy a tomar café. Con Lluís Companys, en El Tostadero. Luego tengo que ir a comprar pintura a la calle de Sant Rafael —Salvador Seguí era de profesión pintor de paredes y se abastecía en una tienda de la calle de Sant Rafael.

—¿Te espero a cenar? —le preguntó ella, insegura.

Tal vez notó el tacto de la automática belga que él se había metido en el bolsillo.

—Claro —respondió el Noi.

Dicen los libros de historia y las hemerotecas que Inocencio Feced y los suyos tenían montada la parada en el café El Tostadero de la plaza de Universidad, donde Salvador Seguí pasó las primeras horas de la tarde del sábado jugando al billar con el diputado Companys, y los sindicalistas Botella y Francisco Comas, conocido como Peronas. A media tarde, salieron juntos Salvador Seguí, Botella y Comas y, paseando, se dirigieron a las Ramblas. Cuentan que los pistoleros, apostados tras el monumento del doctor Robert, no se atrevieron a disparar porque la plaza estaba llena de niños. A la altura de la plaza de Cataluña, Botella siguió su camino y Seguí y Comas continuaron el paseo hasta la calle de San Pablo y, por ella, hasta Sant Rafael. A las siete y cuarto, pasaban frente al número 19, cerca de la calle de la Cadena. Inocencio Feced llegó por detrás, acercó el cañón de un revólver a la nuca de Salvador Seguí y disparó. La pequeña estatura del pistolero dio lugar a que la bala tuviera una trayectoria de abajo arriba y se incrustara en la región frontal. Cayó Seguí. Al mismo tiempo, otros dos individuos también empezaron a disparar sus armas. Uno alcanzó a Francisco Comas en el costado derecho y en la pierna izquierda. El otro tiró a discreción, para que cundiera el pánico y nadie les cerrara el paso. Éste alcanzó a una mujer, Margarita Miquel, de sesenta y seis años, que pasaba por allí. Después de aquella serie de explosiones ensordecedoras y una desbandada espectacular, en un abrir y cerrar de ojos, los pistoleros ya no estaban allí.

No todos los anarquistas querían a Salvador Seguí, el Noi del Sucre, pero fueron cientos de miles los que salieron a la calle el funesto martes y 13 siguiente, cientos de miles los que dejaron el trabajo y paralizaron la ciudad, y protestaron con huelgas en todos los sectores y organizaron una inmensa manifestación con motivo de su muerte y de las circunstancias confusas y vejatorias de su entierro. Porque, después de insinuar que Salvador Seguí quizás hubiera muerto en una vil reyerta entre maleantes, a manos de los mismos anarquistas, el gobernador civil tuvo el atrevimiento de llevarlo al cementerio y enterrarlo en secreto, de madrugada, en un coche ordinario y sin distintivos, con la excusa de que nadie de la familia había ido a reclamar el cuerpo después de la autopsia.

En medio de la multitud que abarrotaba la plaza de Cataluña, destacaba con luz propia, como una antorcha, la melena color de cobre de una muchacha de piel blanca y cubierta de pecas. El grupo que formaban mi padre, Miguel y los hermanos y la madre de Víctor fue a parar precisamente junto a ella, que resultó que estaba allí con su madre, una señora de actitud tan fiera que casi daba risa, y tres compañeros de trabajo muy parlanchines. En seguida simpatizaron los dos grupos, y juntos gritaron consignas enfurecidas, y lamentaron el asesinato del pobre Noi del Sucre y criticaron los tejemanejes del gobernador civil, y hubo quien remarcó que tal vez fue un poco posibilista, y quien lo defendió sin reparos, y casi le parten la cara, todos juntos, a un desaprensivo que los provocó diciendo que el Noi era confidente de la policía.

Elena.

Otra mujer de la que mi padre no quería hablar, de quien nunca nos habló, a mi madre y a mí, y cuya mención lo hundía en una especie de pozo negro.

La citó Víctor, y mi padre se lo recriminó con una ojeada. Entonces, Víctor le puso la mano en el hombro y le dijo: «Dejémoslo», y él se lo agradeció con un movimiento de cabeza.

En cuanto tuve oportunidad, formulé la pregunta, claro está.

—¿Quién era Elena?

—La esposa de tu padre —me respondió Víctor—. Se casaron. Y tuvieron un hijo.

Él no estaba presente en el momento en que se conocieron, durante la manifestación por el entierro de Salvador Seguí, porque se encontraba en África, pero su madre, sus hermanos y Miguel se lo contaron luego. Decían que había sido la resurrección del Fueye, que se le vio especialmente conversador y brillante aquel día. Después de mucho tiempo abrumado por la amargura, y a pesar de que aquel día todos los temas de conversación eran tristes y funestos porque giraban en torno a la irreparable pérdida del Noi del Sucre, todos tuvieron la sensación de que mi padre acababa de encontrar la puerta de salida de la melancolía. Gracias a una frase que tomó prestada del padre de Víctor, «no están hablando con nosotros, hablan entre ellos y nosotros somos su tema de conversación», atrajo y retuvo la atención de aquella pelirroja de rostro rectilíneo y labios estrechos, que se llamaba Elena y trabajaba ayudando a su madre en la cocina de una casa de comidas llamada Hermanos Marchena.

Se comentaba luego, entre risas y guiños, el tono especialmente cantarín con que mi padre se había interesado por las especialidades culinarias de la citada casa de comidas, y se dio por supuesto que al día siguiente había corrido a aquel establecimiento para probar el conejo al ajillo. Entonces, mi padre salía al paso de tamaña inexactitud diciendo que fue Elena quien le visitó a él en los Grandes Almacenes El Siglo y que le sorprendió mientras estaba vendiendo una faja adelgazante a una señora muy empingorotada. Entonces sí, ya resultó imposible evitar una comida en la casa de los Hermanos Marchena, donde fue bien recibido y agasajado.

Elena fue el motivo de que mi padre volviera a salir de casa y a pasear por la ciudad. Con Elena, fue a ver las películas por episodios Parissette y Defenderse o morir, y De corazón a corazón, en el teatro Goya; y fueron a reírse con las atracciones del Tibidabo, y un día mi padre abrió a la pelirroja la puerta de su casa para que le oyera ensayar tangos con el bandoneón junto a la encandilada señora Llusieta. Después de estar con Elena, según decía Víctor que contaba mi abuelo Alberto, mi padre se quedaba con un recuerdo de besos en los labios y un arco iris en los ojos.