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24 de octubre de 1922

La noche del 23 de octubre de 1922, tres policías uniformados se presentaron en una pensión de la calle de Serra Xic, junto a la plaza de Sant Agustí Vell. Irrumpieron intempestivos en los pasillos haciendo mucho ruido, despertando a los huéspedes, preguntando a voces por un tal Eladio Cardoso.

Éste salió de su habitación protestando inocencia. Él no había hecho nada, le habían asegurado que no le pasaría nada, había trabajado para la policía. Le hicieron callar con un culatazo en la boca. Uno de los policías entró a registrar su habitación y en seguida encontró las llaves de una moto.

—Las llaves de la Indian —dijo.

Cardoso continuó farfullando, entre escupitajos de sangre y dientes, que había traído la Indian porque se lo había pedido la policía, que él actuaba en nombre de la policía, «preguntadle a Córdoba, que él me avala, preguntadle a Arlegui». Lo golpearon de nuevo y lo arrastraron a la calle. «¡Date preso, quedas detenido, que te calles!». Le pusieron las esposas, lo empujaron delante para que se encaminara hacia la calle de Armengol, o la calle de Llàstics, que allí se forma un confuso laberinto. Pasaron por delante de la flamante moto Indian con sidecar que Cardoso había conducido desde Castellón.

—¡Me lo pidió la policía!

—¡Que te calles! ¡Tira pa’lante!

Eladio Cardoso avanzó, y no se percató de que los agentes no avanzaban con él sino que se quedaban rezagados, y se llevaban los fusiles a la cara antes de gritar: «¡Alto, alto! ¡Alto a la autoridad!». Se detuvo, helado, al comprender que le estaban aplicando la ley de fugas. Sonó la descarga de dos fusiles, sintió el brutal impacto en la espalda y cayó de bruces sobre los adoquines, con la garganta obturada por el berrido de rabia de los traicionados.

Una voz anónima gritó «¡Ley de fugas!», y otra le hizo eco, «¡Ley de fugas!», y otra, «¡Ley de fugas!», como la voz de la conciencia sobrevolando las azoteas de Ciutat Vella. Los gritos ahuyentaron a los guardias que, espantados, retrocedieron hacia la plaza de Sant Agustí Vell, alejándose del caído, acaso temiendo un linchamiento.

Al momento, de los portales surgían almas caritativas para atender al fusilado. Sólo una bala se había clavado en la espalda de Cardoso, que no estaba muerto. Cargaron con él. «¡Un herido, un herido! ¡Un coche, que alguien traiga un coche!».

Lo llevaron al dispensario del barrio y el médico, al ver seccionada la columna vertebral, torció el gesto. Allí, tendido de bruces en una camilla, el herido agarró la mano de quien estaba más cerca y balbució:

—Me muero. Qué canallada. Quiero hablar con el juez de guardia —el dolor le forzaba a expresarse entre dientes—. No quiero policía. Si viene la policía, me matará. Sólo un juez. Lo que tengo que decir es demasiado terrible. El juez.

No llegó un juez sino el fiscal Diego Medina. Él le aseguró que era tan fiable como un juez. Más incluso.

—La policía —le dijo Cardoso ante numerosos testigos, gruñendo de dolor y agarrándole de la solapa con desesperación—, la policía ha preparado un atentado contra Martínez Anido. Arlegui lo ha organizado. Fingen un atentado para poder exterminar a los anarquistas impunemente. Me han aplicado la ley de fugas. Hay testigos. Eso es lo que hacen Arlegui y Martínez Anido. Dígaselo al juez, dígalo al mundo. A mí me contrataron Inocencio Feced y un tal Córdoba Colom, que dicen que es policía. Inocencio Feced trabaja para la policía, en Madrid lo saben, él puso la bomba del Pompeya pagado por la policía. Hoy tratarán de atentar contra Martínez Anido, pero no serán los anarquistas, compruébenlo, por el amor de Dios, que mi muerte no haya sido en vano.

Diego Medina le creyó. Y pudo comprobar que aquella noche la policía se había desplegado con la excusa de un supuesto atentado contra el gobernador civil. No había tenido siquiera la paciencia de aguardar a la puesta en escena que debían montar con la ayuda de la moto Indian matrícula V-1544 que Cardoso había traído desde Castellón. Atacó el Cuerpo de Seguridad a los anarquistas cuando éstos estaban aún apostados y acabados de armar. Y, en una noche, cuatro detenidos trataron de fugarse y fueron abatidos por las fuerzas que los conducían a Jefatura. Demasiadas fugas para una noche. Demasiados tiros por la espalda. Demasiadas leyes de fuga.

El fiscal se puso en comunicación con el presidente del gobierno en persona, señor Sánchez.

—¿Qué hago? —preguntó.

Al gobierno de Madrid no le gustaba Martínez Anido. Lo habían nombrado gobernador civil debido a la presión de la patronal catalana, pero tenían muy presente que sus métodos eran causa de desprestigio e incentivo para la anarquía. La mano dura no es sutil y suele destrozar todo lo frágil que toca. Y la política española, en aquellos momentos, era tremendamente frágil.

El presidente Sánchez Guerra telefoneó a Martínez Anido el día 24 de octubre y le notificó que Arlegui quedaba destituido de su cargo de jefe superior de policía.

Dijo Martínez Anido:

—Ésta es una intromisión intolerable. Me solidarizo al cien por cien con Miguel Arlegui y, si usted insiste en su destitución, me veré obligado a dimitir.

—En ese caso —le contestó Sánchez Guerra—, entregue el mando al presidente de la audiencia y venga a Madrid cuanto antes.

Cuando la prensa le preguntó, Severiano Martínez Anido dijo:

—No dimito. Me destituyen.

Dos días después, el 26 de octubre, reapareció Miguel Jinete. Como por arte de magia, se materializó en el bar del Centro Libertario y le dio un fortísimo abrazo a Juliol, que lo recibió como a un héroe. Bebieron, rieron y teorizaron sobre el futuro de la sociedad. En aquellos tiempos, Juliol todavía era optimista. Para él, la caída de Martínez Anido y Arlegui era una prueba inequívoca de que los suyos llevaban las de ganar. Después de unos cuantos vinos, o coñacs, o lo que fuera, aquel Miguel Jinete vital, dinámico, arrollador, llamó al timbre de la casa de mi padre y lo envolvió en sus brazos por sorpresa.

—Pero Miguel, tú, hacía tanto tiempo que no sabíamos de ti…

—¡He vuelto, joder, he vuelto! ¡Y mañana mismo empiezo de nuevo en el gimnasio! ¡Y el año que viene, campeón de España, ¿qué te apuestas?!

Abrazos y lágrimas, largas sesiones de confidencias. Mi abuelo y la señora Llusieta querían mucho a Miguel. Incluso mis tíos Ernesto y Cándido, que habían tomado mucha inquina a Víctor y sus hermanos. Cuando Ernesto le dijo que iba a estudiar para sacerdote, Miguel rompió a reír y repuso: «Hombre, qué bien, así podré bautizarme, que hasta ahora no he encontrado yo un cura de confianza para que me bautice», y lo dijo de tal manera que todos celebraron la salida con risas, nadie se ofendió.

—¿Y Víctor?

—Está en África, ¿no lo sabes?

—Coño, por eso me dejó plantado el negocio. ¿Sabes que ahora la plantilla de limpieza del Morrot la dirige otro? Nos birlaron el negocio, Fueyito…

—¿Y qué querías que hiciera si se lo llevaron por la fuerza, Miguel?

—Si me lo hubiera dicho, lo habríamos podido redimir…

—¿Cómo te lo iba a decir si andabas perdido?

—Eso también es verdad.

—¿Y cómo lo ibas a redimir? ¿Se lo ibas a pedir a Durruti, o al Noi del Sucre?

Se reían. Cuando se reunían dos miembros del Trío, siempre acababan riendo.

—¿Y cuál es el último, Fueye?

—No hay último, Miguel. Ya hace mucho tiempo que no me cuentan chistes.

—Bueno, mejor, porque yo tampoco los entiendo…

Y jajajá.

Recuerdo a mi padre, tantos años después, con aquella mirada de nostalgia y resignación.

—Y jajajá, yo no me enteraba de nada —se lamentaba—. El mundo pasaba por mi lado, y yo ni lo veía. Víctor cometió un atraco y cambió toda su vida, y yo ni me enteraba. Nos veíamos, bebíamos juntos, bromeábamos, podíamos hablar de cualquier cosa, o eso creía yo, nos lo contábamos todo, o eso creía yo, y luego venía Miguel y me decía que había estado escondido por ahí, sin hacer nada, o que trabajaba «en sus negocios», o en «su despacho» y yo tragaba, y los dos se iban con sus secretos y yo me quedaba tan feliz y contento por tener dos amigos tan majos.

Lo decía con cierto resentimiento.

Víctor le pasaba un brazo sobre los hombros, le daba una palmada cariñosa y decía:

—Tú eras la seguridad, Fueye. Lo inmutable. La ignorancia y la inocencia te permitían mantenerte seguro de ti mismo, de tu trabajo, de tu familia, de tu manera de concebir y conducir la vida. Yo no sé lo que le pasaba a Miguel, pero creo que lo mismo que a mí: tú eras lo más importante de nuestra vida porque sabíamos que siempre estarías ahí y que un día nos perdonarías nuestras mentiras.

Regresó Miguel e invitó a mi padre a ir a la Bombonera. «Que, si no vengo yo, tienes abandonadas a las muchachas, coño, con lo que te quieren ellas». Y llegaban allí, a la calle d’En Carabassa, y los trataban como a reyes.

—Al Fueyito atendedle mejor que si fuera yo mismo.

—Caray, Miguel, qué les das. Qué bien te tratan aquí.

Pagaba él. Se suponía que pagaba él. Eso creía mi padre, al menos. No podía imaginar que, en realidad, él era quien cobraba.