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Víctor Luys estaba cumpliendo su servicio militar en África.

Y la prensa informaba de que cinco mil soldados aterrorizados, acorralados en el culo del mundo, en algún punto del norte de África llamado Annual, habían sido sitiados por dieciocho mil rifeños decididos a exterminarlos.

Hasta ese momento, el ejército español había avanzado, triunfal y despreocupado, soberbio y despectivo, sin encontrar resistencia, conquistando más y más territorios, el mundo era suyo, los moros no eran enemigos. Y las fuerzas se iban desperdigando, se repartían en guarniciones cada vez menos numerosas y más confiadas mientras que los indígenas se agrupaban, cada vez más ofendidos y furiosos.

Bastó con una victoria de los rifeños, una pequeña victoria, sólo una, en Abarrán, para que se encendiera su ardor guerrero y consiguieran la adhesión de más cabilas, y más, bajo la dirección del doctor en derecho Abd el-Krim, hasta llegar a aquel jueves 21 de julio en que una marea de dieciocho mil hombres avanzaba implacable sobre Annual y los oficiales españoles se veían paralizados por el pánico y las órdenes contradictorias. «¡Vámonos, vámonos, vámonos de aquí!». Sólo tenían víveres para cuatro días, municiones para un día y ni una gota de agua.

El general Manuel Fernández Silvestre había decidido evacuar el campo de noche con dirección a Melilla, o a la cercana posición de Sidi-Dris, pero en la madrugada del 22 la superioridad le ordenó que se quedara donde estaba, que pronto llegarían los refuerzos. Los soldados no aguantaban más. «¡Vámonos de aquí de una puta vez!». Pasó la noche y seguían allí, esperando. Y, a la salida del sol, los ojeadores advirtieron de la llegada de seis mil rifeños más. Entonces sí, Fernández Silvestre ordenó la evacuación. Pero ya era demasiado tarde.

A las once de la mañana, bajo un sol aplastante, se movilizó una larga reata de mulas con los impedimentos y, detrás, la tropa apresurada, los heridos, el lastre del armamento pesado y lento. Salieron a campo abierto y, como era previsible, cayó sobre ellos un apocalipsis de plomo, fuego y metralla, y los cinco mil hombres salieron corriendo despavoridos en todas direcciones. Se convirtieron en simples blancos móviles sobre los que hacer puntería. La desbandada, la desorganización, la derrota anticipada. Decían que el general Fernández Silvestre se metió en su tienda y se disparó un tiro en la sien.

Más de dos mil quinientos españoles quedaron tendidos en el campo. Y otros mil quinientos fueron aniquilados en las posiciones cercanas. Trescientos veintiséis soldados españoles cayeron prisioneros. Y, cuando el Gobierno español tuvo que pagar a Abd el-Krim un rescate de ochenta mil duros de plata, cuentan que el rey comentó: «Qué cara va la carne de gallina».

De todo esto, apenas nada dijeron los periódicos de los días siguientes. Sólo el día 24, antes de que la censura pudiera amordazarlos pero antes de que llegaran noticias fiables, informaban de que el rey Alfonso XIII y el Consejo de ministros, el gobernador civil, el director general de Orden Público y el capitán general interino habían interrumpido sus vacaciones para reunirse en Madrid, y con eso bastaba para que se propagara la alarma.

El pueblo se echó a la calle y organizó manifestaciones en contra de la guerra. Como siempre.

Se preguntaba La Vanguardia: «¿Ha muerto el general Fernández Silvestre?». Martínez Anido declaraba: «Lo ocurrido en Marruecos es un contratiempo muy lamentable».

En el café Español, con el periódico olvidado entre las manos, mi padre estuvo un rato largo sin reaccionar. No podía quitarse de la cabeza que él, pagando, se había liberado de aquel infierno y, en cambio, su amigo Víctor estaba allí, tal vez en primera línea de fuego, expuesto a las balas de los moros.

Obsesionado por la idea de que su amigo podría ser uno de los cuatro mil soldados caídos en Annual, corrió a su casa y registró a fondo las pertenencias más íntimas de mi abuelo. En seguida encontró lo que buscaba, anotado en la libreta donde constaban las cuentas del taxi. El domicilio de Julián Villarroya. Calle del Bruch, cerca del Arco del Triunfo.

Hacía mucho tiempo ya que mi padre quería efectuar aquel registro. Desde que se había enterado de la existencia de su madre. Hortensia. El desastre de Annual no era más que un pretexto. El pretexto. El único que podría haberle llevado hasta aquel portal imponente de la calle del Bruch.

Se había puesto su mejor traje, su camisa más nueva y mejor planchada, el sombrero de los domingos. Le costó internarse en el zaguán de aquella casa, hablar con la portera, «¿los señores de Villarroya?», «En el principal».

No tuvo que subir en ascensor ni por la escalera que conducía al resto de los pisos. Del zaguán, con capacidad para un par de carruajes, arrancaba una escalinata solemne que conducía hasta la puerta enmarcada con florituras retorcidas. Mi padre levantó una mano que, antes de llegar al pulsador eléctrico, se detuvo a rascar una ceja. Cerró los ojos y, superando una resistencia sobrehumana, llamó por fin al timbre.

Abrió una criada de uniforme almidonado.

—¿La señora Hortensia?

—¿Estaba usted citado con ella? —preguntó la mujer, arisca, dando a entender que, si estuviera citado con la señora, ella lo sabría.

—No.

—No sé si podrá recibirle. ¿A quién debo anunciar?

—A Fernando Gavanza.

¿Y si su madre no sabía que se llamaba Fernando? ¿Le habría preguntado a su padre: «Cómo se llama nuestro hijo?» ¿Diría «nuestro hijo»? No importaba. El apellido Gavanza tenía que ser lo bastante convincente.

El vestíbulo había sido decorado para impresionar al visitante. Lo presidía un gran cuadro oscurecido por el tiempo, que representaba una escena del Antiguo Testamento llena de personajes que sobreactuaban. Salomé presentando en sociedad la cabeza del Bautista en una bandeja, algo así. Sobre un arcón, la reproducción en miniatura de un barco de vela de tres palos, con todos sus detalles, y al lado un crucifijo y, sobre un facistol descomunal, una biblia igualmente descomunal abierta por una página ilustrada a colorines sobre pergamino por algún monje medieval. Antigüedades entre pesados cortinajes.

Mi padre esperó un rato. Mucho rato. Y pensó: «No saldrá. ¿Cómo puedo haber creído en algún momento que iba a salir? Me dirán que no está. Me dirán que no quiere verme. Saldrá un criado muy alto y muy fuerte y me echará a patadas». Para evitar la ignominia, estuvo a punto de dar media vuelta y salir corriendo.

De pronto, entre las cortinas, apenas sin tocarlas, como filtrándose a través de ellas, apareció doña Hortensia, Hortensia Carballido de Villarroya, mi padre siempre la llamó señora Hortensia. «Majestuosa» fue el adjetivo que utilizó cuando me lo contaba. Elegante, como salida de una recepción real de las que se reproducían en las revistas de lujo, soberbia, despótica, temible. En sus ojos, una tristeza insuperable. Más tarde, mi padre pensaría en los ojos tristes de Aurorita y llegó a preguntarse si le gustarían las mujeres de ojos tristes porque, de alguna manera inexplicable, había intuido cómo eran los de la madre ausente.

Entró aquella mujer y le miró de arriba abajo, de cabeza a pies, y procuró mantenerse impertérrita, pero tragó saliva, no pudo evitarlo, tragó saliva y flaqueó la altanería de su mirada.

Mi padre no dijo «mamá» ni «madre», y ella no dijo «¿qué estás haciendo aquí?» ni «¿a qué viene esto?». Tampoco hubo abrazos, ni lágrimas. Era el encuentro de dos desconocidos.

Habló primero el visitante:

—Mi padre, Alberto, me dijo que no viniera. Pero… he tenido que venir…

Iba a decir «para pedirle un favor», pero ella lo interrumpió con un «Claro» que le hizo tropezar, porque «Claro» significaba que a la mujer le parecía natural y comprensible que él hubiera querido ir hasta allí para verla, y él se veía obligado a aceptar que lo lógico y natural era que hubiera ido a aquella casa para encontrar a la madre que lo había parido y no a interceder por el amigo que se jugaba la vida en África.

Y ella dijo: «Pasa», y él pensó: «¡No!», pero pasó. Entró a través de los cortinajes pesados como muros a una casa oscura como una gruta, cerrada al exterior y repleta de antigüedades imponentes.

Llegaron a un salón dominado por un retrato de Hortensia de tamaño natural, y un par de tresillos y un piano. Mi padre se sentó en el borde de uno de los sillones, como si no quisiera dejar huella de su paso por allí. Estrujaba el sombrero entre los dedos crispados, deformándolo sin compasión.

—Supongo que has venido para que te pida perdón —dijo ella en el tono de quien no tiene la menor intención de pedir perdón.

—¡No! —exclamó mi padre espantado—. Al contrario, he venido a pedirle un favor…

—¿Un favor? Entiendo. Un favor a cambio. Como compensación.

—No, no, no hay nada que compensar —insistía mi padre muy nervioso—. Al contrario. Bueno, no sé. Quiero decir que lo que sucedió entre usted y mi padre no es asunto mío…

—¿Que no es asunto tuyo? —replicó ella, sarcástica.

—Bueno, quiero decir que yo no puedo juzgarlos. Mi padre me contó las circunstancias del… Y yo no…

—¿Qué te contó? —ésa era la gran pregunta, su máxima preocupación. Lo que mi abuelo iba contando de ella.

Mi padre dijo:

—Que en aquel tiempo los poderosos eran muy poderosos.

—Siempre lo han sido.

«¿Han?». Incluso a ella le sonó desconcertante aquel «han» en lugar de un «hemos». ¿Llevaba veinte años casada con Villarroya y todavía no creía pertenecer a su casta? Se quedó callada unos instantes, arrepintiéndose tal vez de hablar tan a la ligera. Mi padre la veía como una esfinge, un objeto inanimado y duro como el bronce, blindado contra cualquier ataque del exterior. Una hermosa mujer que, a fuerza de soportar y negarse el dolor, se había vuelto invulnerable.

Mi padre tragó saliva y se armó de valor para preguntar:

—¿Ha sido feliz? —se ruborizó automáticamente.

La estatua parpadeó y lo miró como si acabara de descubrir su presencia. Reflexionó la respuesta durante unos segundos y, al fin, casi sonrió.

—Supongo que quieres preguntarme si valió la pena prescindir de ti. ¿Feliz? ¿Qué significa ser feliz? ¿Tenerlo todo? Sí, lo he tenido todo —hizo una pausa y, en seguida, inexpresiva—: Menos un hijo.

—¿No tuvieron hijos con…? —mi padre obvió el nombre del dueño de la casa.

—No.

—¿Y por qué?

La mujer, con sus ojos cargados de intención, le recriminó la insolencia. Lo puso en su sitio. «A ti te lo voy a decir».

—No tuvimos hijos —concluyó.

Mi padre enrojeció aún más, muy confuso. Se quería ir.

—Perdone.

—Bueno, él sí tuvo hijos —añadió ella súbitamente comunicativa y casi relajada—. Con otra mujer. Y los ha reconocido como propios. Pero conmigo —la interrumpió un suspiro inoportuno que la desconcentró— no ha tenido. No me mires así. No supuso ninguna desilusión. Nunca leí novelas románticas, nunca me hice ilusiones. En mi casa, mis padres vivían como vivimos Julián y yo. Respeto mutuo. Distancia. Ninguna queja. Nada de confianzas. La vida es como es. Sólo que ellos eran pobres y yo soy rica. No he tenido hijos, pero he tenido amigos, muchos amigos, y criados, y animales de compañía, y un jardín. Y he viajado mucho. He estudiado. Tengo una cultura. Tú eres… Tú fuiste… —no podía más—: Una sorpresa.

Mi padre se sintió sumamente incómodo. Entendió que lo estaban despidiendo y se levantó para irse.

—Pero espera —dijo ella—. Venías para pedirme un favor.

—No era para mí. Era para un amigo. Pero no sé si pedírselo.

—Uno de los placeres que me ayudan a envejecer es el de sentirme omnipotente. Ponme a prueba. Si te lo puedo conceder, me darás una alegría.

—Un amigo mío. Víctor Luys, con y griega. Está haciendo el servicio militar en África, y sufro por él. No sé si será uno de esos pobres desgraciados que han muerto en Annual. Me horroriza pensar que yo pude librarme de aquel infierno y él no.

La mujer asintió, bastante convencida de su omnipotencia.

—¿Sabes dónde está destinado?

—No exactamente. Hace unos meses que me escribió una carta desde Melilla, pero no podía dar detalles de su situación por la censura de guerra —mi padre le tendió el papel que traía preparado—. Se llama Víctor Luys con y griega Medrano y éstos son los datos de que dispongo.

La mujer, que no se había levantado porque las reinas no se levantan del trono para despedir a los súbditos, tomó el papel y las manos de la madre y del hijo estuvieron muy… muy cerca, pero no llegaron a tocarse. Los dos pusieron un empeño especial en ello.

—Bueno… —dijo mi padre.

—Puedes volver a verme cuando quieras.

—Sí.

Mi padre temblaba. Tenía uno de esos suspiros vibrantes que parecen tan próximos al sollozo, y dio media vuelta y a punto estuvo de tropezar con la criada que a lo mejor nunca se había movido de allí.

—Acompañe al señor a la puerta.

Ésa era la despedida.

«Sí», se dijo mi padre. «Para tu madre, ya eres un señor. Un señor más».

La criada lo acompañó a la puerta.

Otra cosa que rescaté de la caótica caja de zapatos de mi padre: la carta que Víctor le escribió para contarle que había sido felizmente trasladado al cuartel general de Ceuta donde, por esas razones irracionales del ejército, lo habían nombrado de golpe y porrazo ordenanza de un coronel. «Criado para todo», decía él. «Pero me tratan bien».

En los meses siguientes, continuó el desastre de África. El ejército español no hizo más que replegarse y los rifeños continuaron diezmándolo. Fue la desbandada del río Igan, donde los primeros en escapar fueron los oficiales, y la matanza del monte Arruit, donde los oficiales fueron quemados vivos. Hasta la rendición formal de una tropa desmoralizada aquel fatídico 9 de agosto de 1921 en que los moros no respetaron a los soldados que ya habían depuesto las armas. De los tres mil que se entregaron, únicamente sobrevivieron sesenta.

Pero Víctor ya no estaba allí.