Los miembros de «Progreso Hoy» estuvieron más de un mes sin aparecer por El Tranvía, por si la investigación policial conducía a los agentes hasta allí. No fue así: por lo visto, Espada había llegado al bar por su cuenta y riesgo, tal vez siguiendo a Miguel desde su último encuentro confidencial.
Dulce y Bombón lo pasaron peor en los calabozos del Gobierno Civil. Fueron citadas dos o tres veces y las interrogó Arlegui en persona sin la menor contemplación, pero ellas, como el camarero negro, como el pianista gordo y borracho, como el gorila que tenían oculto para neutralizar riñas, se mantuvieron firmes en sus primeras declaraciones. No sabían nada del hombre de la gabardina gris, no sabían nada del obrero que subió al burdel con Espada.
Arlegui estaba furioso. Desplegó a todos sus hombres por la ciudad en devastadoras redadas por los centros libertarios más famosos. No podía permitir que quedara impune el asesinato de su hombre de confianza, de su otro yo. Ordenó detener a los barrenderos y al vigilante de la calle d’En Carabassa porque «podrían haber evitado el asesinato y no lo hicieron».
El policía Arredondo visitó a Juliol, como era costumbre. Lo encontró eufórico, entusiasmado. La palabra exacta era «orgulloso». Orgulloso de los suyos.
—¿Qué sabes de la muerte de Joaquín Espada, Juliol?
—Sólo sé que Layret ha sido vengado.
—Julioooool —rezongaba el policía gordo y abúlico.
Cuando Arredondo se fue, el viejo anarquista extrajo del bolsillo del pantalón la postal que le había entregado, dentro de un sobre, el camarero del Centro. Que alguien la había dejado para él. «¿Pero alguien, quién?». «No sé, alguien». El anverso era un paisaje de la Barcelona rica, para turistas, el paseo de Gracia. En el reverso, alguien había escrito: «Con mi espada vengué a Layret». Firmado: «MJ».
Juliol no podía disimular su euforia.
En la vivienda que había sobre la carbonería de la calle de la Vía, Miguel Jinete acabó de fumarse un cigarrillo, lo lanzó por la ventana, por encima del muro que separaba la casa de la vía, y tomó una determinación.
Fue a ducharse a la azotea. Luego se puso la camisa, la corbata, el traje azul, el chaleco, los zapatos impolutos. Se puso la gabardina gris y el sombrero flexible y salió a la calle.
A primera hora de la tarde, el fabricante Jaume Meranges regresaba con su hija de un paseo en tartana. Tan tranquilos los dos, tan puestos, tan ufanos, tan ricos. Un hombre que andaba por la acera de la calle de Craywinckel se volvió hacia ellos como con intención de saludarlos. Tenía una pistola en la mano y disparó tres veces. Las tres veces dio en el cuerpo orondo y satisfecho del industrial. Tanto la hija como el cochero salieron indemnes.
En aquella carpeta titulada «Púgiles de despacho», que inicialmente se denominó «Mala conciencia», después de los nombres de Moscoso, el Mahonés y Rodrigo, constaban los de Joaquín Espada y Jaume Meranges. Junto a los dos últimos, había añadido las letras HGG.
Supongo que significan «Hombre Gabardina Gris».