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19 de enero de 1921

Miguel Jinete se había dejado crecer el pelo, iba mal afeitado, vestía ropas viejas, arrugadas, desaliñadas, zapatos embarrados y una gorra que le iba grande, y tenía una cédula de identidad a nombre de Manuel Córdoba Colom. Vivía en la trastienda del ferretero que le había librado de las esposas y que era amigo de Sifrot, el dueño del bar El Tranvía. Bajo ese disfraz, recorría la ciudad todo el día, buscando confidencias en los bares de los anarquistas, alardeando de supuestas proezas, discutiendo sobre las diferentes maneras de ver la revolución de Lenin o Trotsky, o incluso de los carbonarios de Étienne Cabet y su utópica Icaria, y se entrevistaba con policías en lugares discretos convenidos de antemano. Y nunca faltaba, nunca, a las reuniones de su célula «Progreso Hoy», en el bar El Tranvía de la calle de les Corts Catalans.

Tenía convencidos a todos sus miembros, tanto a los intelectuales Guitard, Ussía y Segura como a los más primarios Sánchez, Fábregas, Súñer y Sifrot y a sus mujeres, de que aquélla era una célula «dormida». Ninguno de sus miembros estaba fichado, ninguno se significaba públicamente como libertario, todos ciudadanos vulgares a punto para actuar por sorpresa cuando nadie lo esperase.

Aquella noche, después de cenar, estaban todos reunidos y él trataba de explicarles el concepto de autopropiedad del invididuo, que es dueño de sí mismo y, por tanto, señor de su propia vida y libertad, cuando vio reflejado en el espejo a Joaquín Espada, el gorila bigotudo de piel oscura, mano derecha de Arlegui.

Miguel Jinete no solía sentarse de cara a la puerta, como aconsejaban todos sus amigos policías. No le hubiera gustado que su mirada se tropezara directamente con la de Espada en aquel momento. Prefería mantenerse de espaldas a la entrada, que controlaba a través del espejo situado en una columna.

Espada se encontraba en la calle, observando por uno de los cuadrados de cristal de la puerta. Inconfundible, con aquella sombra alrededor de los ojos y la raíz del cabello tan cerca de las cejas espesas. Como el malo de las películas de Charlot.

Automáticamente, Miguel agarró uno de los envoltorios del azúcar y, con un lápiz que tenía a mano, escribió en él «Policía Espada Cuidado». Sin dejar de hablar («… pero todo esto nada tiene que ver con la propiedad privada…»), lo desplazó sobre la mesa exigiendo cautela con la mirada, por si hubiera alguno de los hombres de Espada camuflado por el local. Una de las maneras de llenar el tiempo de las reuniones, que a veces se volvían tediosas, había consistido en el estudio de medidas de seguridad. El disimulo, el lenguaje en clave, las señas, lo que había que decir y lo que había que callar. Eso transmitía a los asistentes la sensación de que se iba aproximando el momento de entrar en acción y de que tanto su responsabilidad como el peligro que iban a correr serían enormes.

Por eso disimularon perfectamente y la conversación varió de manera imperceptible hacia temas inofensivos, como si nada. Que se acababa de constituir la Federación Española de Boxeo, bueno, más exactamente, la Federación Española de Deportes de Defensa porque incluía también la lucha grecorromana; «y mañana hay velada en el Iris Park, ¿iréis?».

De pronto, Miguel se levantó, se despidió, estrechó manos. Se dirigió al perchero, descolgó el pesado chaquetón de marinero, se caló la gorra hasta las cejas, intercambió una última broma con los contertulios: «Salve, compañeros».

Salió a la calle.

Hacía mucho frío. Echó a caminar como si no supiera que Espada estaba allí. En seguida localizó su sombra negra en la oscuridad, junto a la puerta del bar.

—Miguel, qué sorpresa.

Fingió un sobresalto. Se volvió hacia él.

—Coño. ¿Qué haces por aquí?

—¿Y tú?

Miguel apresuró el paso, haciéndole gestos perentorios y disimulados para que fuera con él. Habló entre dientes, con susurro de susto y urgencia:

—Camina, camina, camina, rápido. Vámonos de aquí.

—¿De qué huyes? —dijo el otro, arrogante, levantando la voz, sin miedo.

Miguel dio media vuelta, sonrió teatral para cualquier posible espectador, exclamó: «¡Hombre, no te había conocido!» y lo abrazó a pesar del gesto defensivo del policía. Le cuchicheó al oído:

—Estoy metido en una célula muy peligrosa. Dinamita. Vámonos de aquí antes de que nos sorprendan.

Espada bajó la voz para replicar:

—¿Dinamita?

—Camina.

Echaron a andar uno junto al otro. Dos camaradas que hacía tiempo que no se veían.

—Es una célula anarquista muy peligrosa. Ninguno de sus miembros está fichado, aparentemente todos son ciudadanos vulgares. Pero son los más peligrosos. Acaban de recibir un cargamento de dinamita. Me enteré por los del puerto. He conseguido que me acepten como uno de los suyos, pero todavía no sé dónde tienen los explosivos.

Cien metros más allá, Joaquín Espada ya estaba convencido y se había relajado. De sus ojos tenebrosos no acababa de desaparecer la suspicacia pero al menos se permitió algo que parecía una sonrisa de admiración.

En la plaza de Universidad tomaron un taxi.

—¿Dónde vamos? —preguntó el policía.

—A divertirnos —dijo Miguel Jinete. Y pidió al conductor que los llevase a las Ramblas, a la plaza del Teatro.

Por el camino, Espada dijo de repente:

—Ya viste cómo es Arlegui. No es normal que un jefe superior de policía participe personalmente en los interrogatorios. Disfruta con ello. Es desconfiado y rencoroso. Peligroso incluso para los que trabajamos a su lado. No puedes fiarte nunca de él —y terminó, como si el discurso no tuviera más intención que resumirse en aquella frase—: De vez en cuando, todavía dice que no está tan seguro de que no tuvieras nada que ver con las muertes de Moscoso, el Mahonés y Rodrigo.

—No puedo hacer nada más por convencerle.

—¿Has oído hablar de un tío con una gabardina gris?

—¿Un tío con una gabardina gris?

—A primeros del noviembre pasado, mataron a un tal Avelino Parets, que había sustituido a toda su plantilla por obreros del Libre. ¿Recuerdas? En las cercanías de la Plaza Real, muy cerca de las Ramblas. No tenemos ni idea de quién lo hizo. Dos testigos del hecho vieron huir del lugar a un tipo con una gabardina gris y sombrero flexible. No tenían más indicaciones que ésas. Gabardina gris y sombrero flexible.

—Es muy vago. Hay muchos gabanes grises en Barcelona. Y sombreros flexibles.

Espada guardó un instante de silencio, reflexionando, y a continuación explicó la asociación de ideas:

—Con Rodrigo, el amigo de Moscoso, pasó lo mismo. Estaba en El Sapo y todos vieron que un tipo con gabardina gris y sombrero flexible hablaba con él y se iban juntos. Un tipo con gabardina gris y sombrero flexible.

—No sé nada de eso —dijo Miguel inmutable—. Ya preguntaré.

Se apearon del taxi en la plaza del Teatro. Penetraron por la calle de Escudellers y por ella desembocaron en la d’En Carabassa.

—Tendría que haber supuesto que me traerías a la Bombonera —exclamó Espada satisfecho—. Eres cliente habitual, ¿verdad?

—Si vienes conmigo te tratarán bien.

—A un policía siempre le tratan bien en estos sitios.

—Te tratarán mejor.

Dieron unas palmadas y en seguida acudió el sereno.

—¿Dónde van?

—A la Bombonera.

Sacó un enorme manojo de llaves, les franqueó el paso y les proporcionó una pequeña candela encendida para que subieran en la oscuridad. Le dieron una propina generosa. Los clientes de la Bombonera siempre daban propinas generosas.

Les abrió Dulce. Quien defendía que Dulce y Bombón hacían vida marital daba por supuesto también que Dulce asumía el papel femenino. Hacía honor a su apodo. Era dulce, delicada, menuda, frágil, de ojos claros y sonrisa tímida. Vestía un quimono y, de alguna manera, conseguía insinuar que debajo no llevaba ninguna otra prenda de ropa.

—Hola, Dulce.

—Ay, mi madre —dijo ella, tan andaluza—, qué pinta desastrosa me traes, mi alma.

—Gajes del oficio. Te presento a mi amigo Joaquín. Quiero que me lo tratéis muy bien. Pero que muy bien, ¿me oyes? Y, a partir de hoy, cliente invitado.

Dulce miró a Espada a los ojos, le sonrió y dijo:

—Ya lo has oído, corazón.

—Coño, Miguel —exclamó el policía deslumbrado—. Tú aquí eres más que un cliente, ¿no?

—Más que un cliente —confirmó Miguel—. Déjate cuidar. Yo iré a asearme un poco.

Miguel Jinete se tomó un coñac en la sala donde clientes y señoritas charlaban tranquilamente, servidos por un camarero negro y escuchando las alegres melodías que un borracho gordo interpretaba al piano. Estuvo hablando con Bombón, alta, morenaza, ancha de hombros, pechos enormes, y le dijo lo que tenía que decir. Luego se duchó, se peinó con brillantina planchándose los cabellos abundantes, y se cambió de ropa. Camisa, corbata celeste, traje azul marino. Esperó tranquilamente a Espada en una salita discreta, él solo.

Espada apareció rebosante de felicidad. Había chispitas en sus ojos, que miraban sin fijarse.

—Estupendo, Miguelito, estupendo, ninguna queja. Hoy, mi vida ha cambiado. Pero tienes que contarme qué les das a estas señoritas para que te traten tan bien.

Miguel Jinete se puso su gabardina gris y su sombrero flexible. Salieron a la calle.

—¿Dónde vas, tan dandi? —preguntó el policía mientras caminaban hacia la calle de Escudellers—. Con esa gabardina… —se interrumpió. Como si la gabardina gris tuviera algún significado especial para él.

—Para mí, la noche empieza ahora —dijo Miguel.

Se detuvieron en la esquina d’En Carabassa con Escudellers porque pasaba un carro de la basura.

Con el ceño fruncido y la intención de añadir algo más, Joaquín Espada volvió a mirar a Miguel. Éste sujetaba una pistola en la mano y disparó. La bala reventó el ojo izquierdo y causó daños irreparables en el cerebro.

Los basureros, y el sereno, y un anciano insomne que miraba desde un balcón, declararon más tarde que habían visto huir del lugar de los hechos a un hombre que llevaba sombrero flexible y gabardina gris.

El sereno declaró también ante la policía que el señor Espada había llegado a la Bombonera acompañado de un tipo desconocido con pinta de obrero, posiblemente anarquista. Dulce y Bombón recordaban asimismo al tipo con pinta de obrero, pero les había parecido que no llegaba junto con Espada, que debían de haber coincidido en el portal pero no se conocían de nada. En todo caso, Espada se había encontrado en el piso a un conocido y habían salido juntos. Sí, uno con gabardina y sombrero flexible. No, no conocían a ese hombre. No conocían el nombre de casi ninguno de sus clientes. El señor Espada tampoco había dicho quién era, ni que ejercía un cargo en la policía. Los usuarios de los prostíbulos suelen ser partidarios del anonimato. Pero, naturalmente, Dulce y Bombón advertirían a las autoridades en caso de que volvieran por el establecimiento el hombre con pinta de obrero o el de la gabardina gris, claro que sí.

Cualquiera de los dos.