31

El último día del año 1920, mi padre metió en el piso de Borrell mucha más gente de la que cabía. Además de mi abuelo y de mis tíos Ernesto y Cándido y de la señora Llusieta, invitó a la familia Luys al completo. Víctor y sus hermanos Fraternal, Teri, Llibert y el pequeño Bruno, que llegaron cargados de comida, el pavo ejecutado y troceado aquella misma mañana, los turrones, el vino, el champán, los licores, y la señora Margarita, la madraza enorme, redonda, sonriente y espléndida, dispuesta a cocinar. Ella y la señora Llusieta simpatizaron mucho y subieron al quinto piso, con Ernesto y el hermano pequeño de Víctor, Bruno, para encargarse de los fogones.

También se presentó Juliol, aunque protestando que a él no le gustaba celebrar aquellas fiestas. Mi padre defendía, como siempre, que había que celebrarlo todo, todo, fiestas civiles y religiosas, e incluso paganas, tanto el cumpleaños como la onomástica o el triunfo del equipo de fútbol o la recuperación de un amigo. «Porque, si no», decía, «en cuanto te descuidas, la familia sólo acabará reuniéndose en los entierros».

—Qué forma tan rara tiene esta casa, ¿verdad?

—Es que estamos en pleno chaflán.

Tuvieron que juntar la mesa del comedor con la mesa camilla y bajar sillas del piso de arriba para apretujarse en torno a la escudella y carn d’olla y al pavo relleno y los turrones y la bebida interminable.

—Me habían hablado mucho de usted…

—Espero que fuera para bien.

A los postres, cuando ya estaban todos un poco achispados, Juliol notificó a gritos que tenía algo que decir:

—… Sólo para los que me entiendan —advirtió—. Éste es un chisme privado —soltó—: Miguel está vivo —gran alegría para mi padre y para Víctor. Algo emocionante. Risas y brindis. Y preguntas ávidas para conocer más detalles, ¿cómo lo sabes?, ¿quién te lo dijo?—: Lo detuvieron cuando la gran redada, como suponíamos, y quisieron aplicarle la ley de fugas. Pero consiguió escapar, y ahora está escondido.

Mi tío Ernesto también tenía algo importante que decir, y me temo que lo soltó como réplica a la intervención de Juliol, como provocación. El año 21 iba a representar un cambio esencial en su vida porque había decidido entrar a estudiar en el seminario. Estas palabras congelaron la atmósfera durante unos segundos que se habrían hecho eternos si Víctor no hubiera roto el hielo con su propia noticia: se lo llevaban a África. No podía haber noticia peor, pero él mismo se encargó de devolver la alegría a la concurrencia con una de sus risotadas contagiosas.

A medida que iba corriendo el champán, menudearon los comentarios inoportunos. Como en voz baja, como en privado pero procurando que lo oyera el joven Ernesto, Juliol le comentó a mi padre: «Anda, que tienes una familia…». Y soltaba, con más frecuencia que de costumbre, su blasfemia inevitable, Cago’n Déu!, mirando de reojo al futuro sacerdote, a Cándido o a la señora Llusieta, que se persignaba rápidamente sin abandonar la euforia.

Pasada la medianoche, cuando ya habían tomado las doce uvas, una por cada campanada, saltó la furia de Cándido, que tenía malas pulgas. Se levantó de la silla y se dirigió a Juliol:

—Sepa usted que, como vuelva a blasfemar, le echaré de mi casa porque, por si no lo sabe, ésta es una familia católica.

Intervino el abuelo Alberto, rompiendo su habitual circunspección:

—Tú no vas a echar a nadie, porque esta casa es mía y aquí todo el mundo es libre de pensar y expresarse como quiera —y añadió, dirigiéndose a Juliol—: De todas formas, le ruego que cuide sus palabras, por respeto a los demás.

Juliol estuvo a punto de replicar, pero mi padre y Víctor le salieron al paso con mirada convincente. «Déjalo ya».

Luego, mi padre sacó el bandoneón y resultó que el hermano mayor de Víctor sabía tocar la guitarra, y cantaron tangos, boleros y cuplés con fuego cruzado de miradas resentidas. La señora Llusieta tenía buena voz. Cantaba «Tápame, tápame, tápame que tengo frío…» y retaba al abuelo Alberto con ojos picarones, Verge Santíssima.

Mi abuelo había comprado una cámara fotográfica para la ocasión y, cincuenta y cinco años después, rescatamos la instantánea entre el montón de las que se conservaban, en confusa mezcla, en la caja de zapatos que había en el cuarto de la plancha. Allí conocí a Juliol y a la señora Llusieta y a mi tío Ernesto y a mi tío Cándido, y a Víctor y a los hermanos de Víctor. Mi padre estaba sentado en primer término y sostenía el bandoneón entre las manos y en las rodillas. Y mi abuelo no salía porque era el que tiraba la foto.

Y, cuando ya se despedían todos en el rellano de la escalera, con gran alboroto y abrazos y besos y apretones de manos, mi padre agarró los brazos de Víctor y le dijo: «Joder, a África… Joder, joder». Víctor le miró con pesar, como si tuviera en la punta de la lengua las palabras «Y tú no, ¿verdad?», y mi padre hizo una mueca como si reprimiera las palabras «Y yo no voy». Y Víctor, al fin, consiguió suspirar para decir:

—Venga, Fueye, cuéntame el último.

—¿El último?

—El último chiste, coño. Para el viaje.

Mi padre hizo un esfuerzo infructuoso.

—No puedo. Hace mucho tiempo que nadie me cuenta ninguno.

Víctor no manifestó su decepción. Sólo un abrazo muy fuerte, una palmada en el brazo del amigo y «Adiós, Fueye», y nada más.

—Adiós, Victorino.

Adiós y nada más.