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Al final, con el pretexto de una sonada huelga de la metalurgia, la patronal ganó el pulso a los buenos propósitos del Gobierno. Basta ya de tantas contemplaciones, tantos tiroteos, tantas bombas, tantos heridos y tantos muertos. Triunfó la indignación, el puñetazo sobre la mesa, el ciego y brutal basta ya, la guerra más sucia todavía. «Ahora van a ver esos piojosos». El gobernador civil de la ciudad, Federico Carlos Bas, se percató de lo que se avecinaba y dimitió. «No quiero ser un gobernador asesino», dicen que dijo. Y cedió su puesto al que hasta aquel momento había sido gobernador militar, Severiano Martínez Anido.

—¿Lo conoces? —preguntó mi padre a Juliol, al ver la mueca con que éste acogió la noticia.

Estaban los Tres del Pompeya y el viejo anarquista acodados en una mesa de la taberna del Centro Libertario.

—Una bestia —respondió Juliol—. Estuvo en Filipinas. Fue uno de esos imperialistas que no pudo digerir la pérdida del imperio. Es un militar derrotado y, por tanto, frustrado, y, por tanto, rabioso. Si pensabais que estos tiempos no podían ser peores, comprobaréis lo equivocados que estabais. Volveremos a los tiempos de Milans del Bosch y Bravo Portillo. Milans puso de jefe de la policía a un delincuente asqueroso y sanguinario, que era Bravo Portillo, asesinado en buena hora. Martínez Anido no tendrá que buscar mucho porque ya tiene en el puesto al carnicero de Arlegui. Bas era un ingenuo manipulado por una jauría de lobos que se aprovechaban de él y le tomaban el pelo. Martínez Anido es un militar que nos atacará como si fuéramos los moros del Rif y cada una de las sedes de la CNT, o ateneos, centros, comités, células, lo que sea, fueran trincheras enemigas.

No obstante, después de una andanada como ésta, Juliol se reía y mostraba un entusiasmo tan desconcertante como contagioso:

—Pero no temáis. Todo eso precisamente nos hace más fuertes. Ya nos hemos librado de los pistoleros del Libre y Martínez Anido no les dará más prerrogativas porque no quiere tener competencia. Ahora, sólo tendremos que enfrentarnos a la policía y al ejército, y podremos con ellos, ya os digo yo que podremos con ellos.

»De momento —añadió, como si fuera un dato sin importancia—, yo ya tengo un nicho en el cementerio y lo voy llenando de fusiles y pistolas. Para cuando llegue el momento.

Mi padre y Víctor intercambiaron una mirada de sorpresa. Juliol y Miguel, en cambio, se sonrieron cómplices, como si compartieran un secreto.

—¿Qué es eso? —preguntó Víctor—. ¿Un nicho del cementerio lleno de fusiles?

—Y pistolas —repetía Juliol, travieso—. Y, en cuanto podamos, dinamita, ¿verdad, tú?

Miguel asentía con la cabeza, misterioso.

El general Martínez Anido eligió el día 19 de octubre para realizar la gran redada que habría de terminar definitivamente con la CNT. Miguel Arlegui dio la orden de madrugada y miles de agentes del Cuerpo de Vigilancia y del Cuerpo de Seguridad se desperdigaron por la noche tranquila con unos objetivos muy concretos. Detuvieron a más de treinta personalidades destacadas de la vida política barcelonesa, entre las cuales estaba el abogado Lluís Companys.

Sonaron los golpes en la puerta de la carbonería como truenos. Miguel saltó de la cama, se tambaleó adormilado aún y entendió que las voces que llegaban de la calle anunciaban la presencia invasora de la policía. «¡Abra a la policía! ¡Abra a la autoridad!».

Se puso los pantalones y una camisa, temiendo que los exasperados importunos terminaran por derribar la puerta, y se encaró con ellos, al fin, sin acabar de abrocharse, los faldones por fuera.

—¿Es usted Miguel Jinete Valle?

—Sí.

—¡Dese preso!

Le pusieron las esposas y le propinaron empujones innecesarios. Miguel no opuso resistencia alguna. No preguntó qué sucedía, ni por qué lo detenían. Sabía que así se ahorraría algunos golpes. Se dejó llevar por una pareja uniformada dejando atrás a dos de paisano que entraron en la casa dispuestos a ponerlo todo patas arriba hasta que encontraran algo que demostrara su pertenencia a algún grupo de indeseables. No iban a encontrar nada.

Fue el primero de una cuerda de presos que, en procesión, fue conducida hasta el edificio del Gobierno Civil. Coincidieron en el Pla del Palau con otras cuerdas de presos sumisos y cabizbajos, como pequeños rebaños controlados por pastores de uniforme.

Lo separaron de los demás. «¡Tú! ¡Por aquí!». Los otros detenidos lo miraron con lástima porque en estos casos nunca es conveniente ser distinguido del resto.

Lo metieron en una habitación pequeña, de paredes desnudas, mal pintadas y sucias, con una silla plantada en medio. Lo esposaron a la silla. Uno de los agentes le dijo tímidamente: «Hijoputa», y lo dejaron solo.

Después de un buen rato de espera, asfixiante y cargada de los peores augurios, se abrió la puerta y entró Arlegui, delgado, huesudo, arrugado, adusto, acompañado de un tipo de piel oscura y cabello negro, con bigote, ceño fruncido, hombros anchos y puños enormes.

Arlegui dijo:

—Éste es Miguel Jinete, ése que te digo —y, con la misma entonación—: Estás jodido, chaval. ¿Sabes que todo el mundo va diciendo por ahí que tú te cargaste a Moscoso y los suyos?

Un día me dijo mi padre que Miguel era un pobre hombre asustado, el más cobarde de los Tres del Pompeya. No sé, él lo conoció y yo no. Trato de compaginar esa idea con el comportamiento que Miguel Jinete se atribuye en sus papeles, cuando describe el «Segundo interrogatorio». Lo imagino tragando saliva y mirando a los dos hombres con ojos desorbitados. Tal vez le resultaran útiles la palidez, los temblores y el tartamudeo para ganarle la partida al veterano policía.

Arlegui dio un paso adelante y le soltó un inesperado y sonoro bofetón.

—¿Lo sabes? —insistió.

—Sí, señor —respondió él. Y tragó saliva—. Lo voy diciendo yo. Voy presumiendo de haberlos matado. Eso me da buena fama entre los anarquistas de La Tranquilidad, o de La Electricidad, o bares como ésos. Lo conté a los de la cuadrilla de barrenderos del puerto con la intención de que lo difundieran. Cuando llego al trabajo por las mañanas, también les digo «Salud, compañeros» y les hablo de Bakunin. Soy un héroe para ellos. Creí que usted quería que me infiltrase entre esa gentuza, señor Arlegui.

—¿Qué te parece? —dijo el jefe superior—. Ya te he dicho que quiere ser confidente.

—Astuto —roncó su acompañante bigotudo de piel oscura.

Arlegui lo presentó:

—Éste es Joaquín Espada, mi mano derecha. Cuando no me quiero manchar las manos, lo llamo a él.

—Ahora verás cómo me ensucio las manos, muchacho. Te diré que me gusta ensuciármelas.

—Pero lo he dicho de buena fe —tartajeó Miguel con voz aguda—. Ya le conté lo que pasó aquella noche. Yo no fui. Debería haberlo comprobado.

—Lo comprobé —dijo Arlegui—. Y el caso es que hay un testigo que te vio.

—¿Un testigo?

—En un tugurio llamado El Sapo. Rodrigo estaba celebrando su cumpleaños. Llegaste tú, hablaste con él y salisteis juntos.

Miguel se quedó petrificado mientras pensaba: «Imposible, yo no me quité el sombrero y llevaba levantadas las solapas de la gabardina y había poca luz, imposible, yo no había estado nunca antes en El Sapo en compañía de Rodrigo, imposible, no han traído a nadie para que me identifique, puede que tengan un testigo que viera a alguien con sombrero y gabardina pero no pueden saber que era yo». Pero, sobre todo, pensó: «Yo no puedo saber que mataron a Rodrigo». Pensamientos atropellados en el silencio y la inmovilidad del pánico.

—¿Rodrigo? —soltó en voz muy baja.

—Lo encontramos muerto, metido en el portaequipajes de un automóvil abandonado.

Miguel sólo fue capaz de decir «No». Arlegui le pegó otra bofetada, más fuerte que la primera.

—¡Te tenemos agarrado por los huevos!

—No. Es mentira. Traiga a ese testigo. Que me identifique mirándome a los ojos.

—Ya lo tenemos a punto de caramelo, jefe —intervino Espada, los puños cerrados—. Déjemelo a mí y en un minuto lo tendrá cantando una saeta.

—Puede comprobarlo —seguía Miguel, ansioso—. Hable con las chicas de la Bombonera, que me vieron aquella noche…

Ya lo habían hecho. Dos policías fueron a la Bombonera mientras Miguel estaba escondido allí. Dulce y Bombón dijeron lo que tenían que decir y ellos, no muy inteligentes, deslumbrados por los escotes, se conformaron sin insistencias. Usaron de las chicas sin pagar y se fueron tan contentos.

—Ya estuvimos allí —dijo el jefe superior.

La mirada del policía agarrada a la mirada despavorida del detenido. Un pulso. A ver quién resistía más rato sin parpadear. Por fin:

—Y hablamos con Aurora Escolá. Cerdos. La traeremos aquí y la pondremos delante de ti y se hundirá como un castillo de naipes —eso significaba que Aurorita también había dicho lo que tenía que decir—. Te tenemos agarrado por los cojones, pobre desgraciado.

Miguel Jinete volvió a tragar saliva, convencido ya de que no lo tenían agarrado por ninguna parte, pero sostuvo la mirada, impertérrito en su actitud espantada, y supo que había ganado o que, al menos, estaba bien enrocado, a salvo de las artimañas de su rival.

—¿Le doy, jefe? —insistía Espada, relamiéndose.

Arlegui no le hizo caso.

—Tienes una manera de librarte de ésta. Demuéstrame que de verdad estás de mi parte. Comprométete por mí. ¿Lo harías?

—El otro día se lo pedí a propósito. Quiero luchar contra el anarquismo. De verdad. Quiero ayudarles a ustedes. Lo dije.

—¿Conoces a un tal Francisco Layret?

—¿Qué?

—Francisco Layret. ¿Lo conoces?

—Es… Un abogado, ¿no?

—Leguleyo defensor de anarquistas. Un tullido asqueroso, tramposo que engatusa a los jueces para que suelten a esos terroristas que por su culpa pueden continuar poniendo bombas impunemente. Francisco Layret, sí. Esta noche hemos metido en chirona a más de cuarenta cabecillas de la CNT pero ese Layret ya debe de estar haciendo sus chanchullos para soltarlos. ¿De qué coño sirve la labor policial si luego los jueces están atrapados por esos trapisondistas?

Miguel no podía hacer otra cosa que tragar saliva y esperar.

—¿Nos ayudarías a librarnos de él?

Pausa tensa.

Miguel indicó que sí con la cabeza.

—¿Cómo lo harías?

—Como… como lo hacían Moscoso y los suyos. Montaríamos la parada alrededor de su domicilio y… lo rodearíamos, le haríamos la media caña —el argot de los asesinos lo hacía más creíble.

—Te voy a soltar —añadió Arlegui—. Irás a ver a una persona que seguramente ya conoces. Carlos Baldrich, alias l’Onclo.

—Sí. Un carlista, militante del Libre, amigo de Moscoso. Ellos dos y Rodrigo se cargaron a uno en la plaza Urquinaona.

—Yo te diré cómo encontrarlo. Dispondréis de veinte mil pesetas, ¿me oyes? Veinte mil pesetas.

—Yo no quiero dinero —murmuró Miguel Jinete, cabizbajo y terco.

—¿Qué quieres?

—Primero, no quiero que me llamen al servicio militar ni que me envíen a África. Y, segundo: quiero ser policía, como usted —y añadió, dándolo por hecho—: Y no puedo salir así. Dirán que me han tratado demasiado bien.

El jefe superior de policía contuvo una sonrisa de aprobación. Le gustaba cómo había aguantado el tipo aquel chaval de apenas veinte años. Se dirigió a Espada:

—Tócale un poco la cara. Que pueda presumir de torturas.

—¿Le hago el trimotor? —se ilusionaba el hombre simiesco.

—No seas idiota. Sólo un poco la cara. Y suéltalo esta misma noche y sin quitarle las esposas, como si hubiera escapado de una ley de fugas.

Salió del cuartucho y Espada disparó su puño, grande y sólido como una maza.

Al día siguiente, se correría la voz de que dos sindicalistas detenidos por la policía habían intentado escapar, uno frente a la plaza de toros Monumental y otro en la calle del Conde del Asalto, y tuvieron que ser abatidos a tiros por los guardias que los custodiaban. La gente supo en seguida que aquello no era cierto y que Martínez Anido estaba desenterrando la antigua ley de fugas que el conde de Salvatierra ya había puesto en práctica.

Miguel golpeó la persiana metálica del bar El Tranvía, de la calle Cortes, hasta despertar al propietario, Sifrot, que vivía en el altillo. Éste se asomó a la ventana, le vio esposado, con la cara sangrante y tumefacta, sollozando. Corrió a abrir.

—Por favor, ayudadme. Me han aplicado la ley de fugas. He podido escapar de milagro. Me perseguían a tiros, pero he corrido más que ellos.

Miguel se había orinado encima. Eso había sido lo más fácil.